“Con los años, todo es más fácil”
A un paso de cumplir los 31, Federer dice que ahora disfruta más del tenis y siente menos presión
—¿Cree usted que es terrible? ¡Yo no creo que lo sea!
Es lunes y el suizo Roger Federer sonríe tras ganar su 17º grande, volver al número uno e igualar el récord de semanas en el trono (286, Sampras). A un paso de los 31 años, es el campeón más viejo en la catedral del tenis en casi cuatro decenios (Arthur Ashe, 1975). Con 30 años y 336 días, es el número uno de más edad desde 2003. Padre de dos gemelas, es el único tenista con hijos entre los 10 mejores. El suizo, sin embargo, aparece con unas zapatillas juveniles, viste chupa de cuero roquera, y levanta una ceja cuando escucha una frase que le sorprende. “Siempre decimos que es terrible cumplir años”, empiezan a decirle… y arranca. “A mí no me parece tan malo. Mi vida lleva un tiempo en equilibrio”.
Federer se mesa la melena, único recuerdo de aquel chaval volcánico, gritón y romperaquetas. “El gran cambio llegó en la adolescencia, cuando encontré el camino; y la calma, con mi primera victoria aquí, en 2003. Eso me quitó urgencias, el terror que sentía cada vez que perdía un partido”, continúa repasando su transformación a través de los años. “Eso desapareció con la edad y las victorias. Con los años, las cosas se me han ido haciendo más fáciles”, sigue. “Entendí que nadie me puede quitar los éxitos ya conseguidos, y eso me permitió jugar con menos presión. Ahora puedo disfrutar mucho más del circuito, de viajar por el mundo, de aparecer en las pistas centrales. Son todos los aspectos bonitos y divertidos de ir cumpliendo años”.
Nadie me puede quitar los éxitos ya conseguidos
Es un día como no habrá ningún otro en Wimbledon. Se desmonta la infraestructura del torneo grande y se empieza a levantar la de la sede olímpica, con sus cartelones morados orillando las pistas. Los ojos de Federer, sin embargo, siguen llenos de recuerdos de la víspera. Habla de las lágrimas de Murray (“Somos humanos, a veces se nos rompe el corazón, aunque compitamos con cara de póquer”). Habla de la felicidad por lograr un título tantas veces perseguido, su séptimo Wimbledon (“En los últimos tiempos, siempre sentí que estaba cerca de ganar un grande. Por eso no me sorprende”). Habla, finalmente, de esas dos niñas pequeñas que aplauden desde un palco, felices, sin enterarse, probablemente, de la gesta que ha hecho su padre.
“Tengo la fortuna de que estén conmigo casi cada día”, argumenta el suizo. “Eso no nos lo va a poder quitar nadie. Creo que el sueño de Mirka se ha cumplido teniéndolas en la central viéndome ganar, porque es casi demasiado bueno como para ser verdad”, añade. “Ha sido muy emotivo compartir un momento tan íntimo con ellas en medio de esta locura. Algo único. No creo que ellas se acuerden, pero espero que algún día, cuando sean mayores, miren a ese día como algo en lo que acertaron sus padres”.
Se llaman Charlene Riva y Myla Rose. Dentro de unos años mirarán el álbum de fotos, verán a su padre congelado, imperial con la Copa, sin que un pelo se le haya movido tras más de tres horas de batalla, y entenderán qué le hizo tan especial para el juego: más allá de la técnica, ser un campeón capaz de derribar la lógica del tiempo.
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