Miscelánea marciana
Ya no era una Liga de Dos, sino dos jugándose la Liga. Se llamaban Cristiano y Messi, o viceversa
En Marte, no todos eran mantis ateas, también había escarabajos peloteros. En algunos clubes de fútbol eran muy apreciados por la discreción y soltura con la que arrastraban con sus patas traseras una pelota de mierda. Pero entre determinados políticos corruptos ya no eran necesarios. Con desparpajo y ostentación, a modo de corbata, llevaban la mierda al cuello y no por ello dejaban de ser elegidos para desempeñar cargos de gobierno.
Pues bien, érase una vez uno de esos escarabajos peloteros que, escarbando en Marte, encontró un periódico del planeta Tierra de los tiempos en los que Marcelino marcó el gol histórico a la Unión Soviética en la Eurocopa 64, con Franco apoltronado en la tribuna del estadio Bernabéu, mientras la marquesa de Villaverde se reponía de la perdigonada recibida en salva sea la parte durante la cacería en que Manuel Fraga la confundió con un conejo.
Desde aquel entonces hasta nuestros días, como recientemente hemos tenido ocasión de comprobar, La escopeta nacional de Berlanga no ha perdido actualidad. Naturalmente, el escarabajo pelotero no sabía quién era Fraga ni si la marquesa de Villaverde era hija de Franco ni si Franco era Franco, ni si lo de la Unión Soviética aludía a un acoplamiento bestial contra natura. Menos aún sabía quién era Marcelino ni si el estadio Bernabéu fuera algún cráter por impacto de ladrillo o una caverna de alimañas. Por tanto, el que se atribuyera a Amancio el pase del gol decisivo, cuya autoría correspondía a Pereda, le importaba un bledo, aunque también ignorara lo que era un bledo. No obstante, al enterarse de que aquel año 64 le habían hecho 4.316 fotografías a la Luna y ni una a Marte, experimentó algo parecido a ese tipo de envidia humana que convierte a los peloteros en miserables cucarachas. Por otro lado, cosa curiosa, tampoco le era del todo indiferente la muerte de Harpo Marx, cuyo mutismo y manejo de la tijera tanto añoraría, cuarenta y siete años después, algún presidente en dificultades, constreñido a huir por uno de esos garajes en los que ciertas ministras encontraban jaguares y malcarados entrenadores esperaban a los árbitros con ánimos intimidatorios.
Ya no era una Liga de Dos, sino dos jugándose la Liga. Se llamaban Cristiano y Messi, o viceversa
En aquel 64, la Torre de Pisa tenía apremiantes problemas de erección e Italia entera pedía la ayuda de mamporreros extranjeros para enderezarla. Sin que existiera ninguna relación de causa efecto, el padre literario de James Bond moría en Canterbury, Mandela se convertía en el inquilino 466/64 de la prisión de Robben Island y, en una página de papel, nacía Mafalda. Por otra parte, a pedaladas, Anquetil ganaba el Giro y Poulidor la Vuelta a España y, a patadas, Denis Law, compañero de Bobby Charlton y George Best en el mítico Manchester United, marcaba 28 goles y obtenía el Balón de Oro. A orillas del Danubio, el Inter de Helenio Herrera arrebataba la Copa de Europa al Real Madrid de Alfredo Di Stéfano, que, en desacuerdo con el planteamiento timorato de su equipo, rompería relaciones con su entrenador y con el Club de su inolvidable esplendor.
Pero todo aquello carecía de interés comparado con la noticia de última hora que las antenas del escarabajo acababan de captar: según un Secretario de Estado llamado Beteta, los funcionarios deberían prescindir del periódico y del cafelito (sic) para mejor servir a España. El retintín de la palabra cafelito en boca de Beteta despertó un confuso sentimiento de vergüenza ajena y culpabilidad impropia en el coleóptero que, como un funcionario más o un súbdito cualquiera, se apresuró a enterrar el periódico del 64 en el lugar donde lo había encontrado. Ni las astutas cucarachas, ni los cornudos escarabajos, ni las mantis de grandes ojos, cuya cabeza gira hasta 180º, acertaban a comprender por qué algunos ciudadanos debían renunciar al periódico y al cafelito por el bien de España, mientras su rey cazaba elefantes en una república africana.
Esas y otras cosas sucedían en aquel peculiar país donde, liquidado el cine y postergados los libros, el fútbol se erigía en cultura suprema. Puede que mereciera la pena. Tenían, al parecer, la mejor Liga del mundo. Eso decían. Aunque ya no fuera la Liga de Dos, sino dos jugándose la Liga. Se llamaban Cristiano y Messi, o viceversa. Habían conseguido que la confrontación de sus respectivos equipos fuera cosa suya y, si nada lo impedía, acabarían quedándose, para su uso particular, con el balón y las porterías.
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