Dos cometas en colisión
Nadal y Djokovic jugarán la final tras eliminar a Murray y Federer en unas semifinales excelentes
A la ópera del tenis, que levanta su telón mañana lunes en la final del Abierto de Estados Unidos (22.00, Canal Plus ), acuden los protagonistas con ropajes muy distintos. Rafael Nadal llega vestido de inclemente campeón, fiero tras escenificar su mejor versión en el momento justo, temible tras desmontar (6-4, 6-2, 3-6 y 6-2) al británico Andy Murray. El serbio Novak Djokovic aparece con la ropa hecha jirones, náufrago rescatado por la orilla salvadora, más peligroso si cabe porque cuando olisqueó su perdición y el desenlace trágico (dos puntos de partido tuvo el suizo Roger Federer), encontró un salvavidas en su corazón, una señal de auxilio en sus gritos, un remo para mantenerse a flote en sus poderosos tiros: tras remontar dos sets en contra (6-7, 4-6, 6-3, 6-2 y 7-5) Nole se volverá a cruzar con el español, al que ha derrotado en cinco finales durante este curso, incluida la de Wimbledon.
"Me alimenté de la energía de la grada y luché", resumió el serbio sobre su remontada, ilustrada con sus movimientos de orangután, puños contra el pecho, una fiera. "Solo puedo culparme a mí mismo", se lamentó Federer, su víctima. "Todavía no he encontrado la solución para Djokovic, pero daré lo mejor de mí mismo", les continuó Nadal, poderosísimo desde el fondo y liberado con el servicio, pero con el borrón de un tercer set mal jugado. El mallorquín jugó entre el silencio del público. Su partido no ofreció ocasión de gritar al gentío. La grada, además, estaba agotada. Toda su energía, toda su fuerza, había quedado gastada en el anterior partido.
Esto vivió la pista. Sobre el cemento resuenan las voces de dos tenistas enfrentados a brazo partido. Djokovic se desgañita mientras se da golpes en el pecho. "Dobro!", se dice el número uno. "¡Bien!", se grita, mientras Federer, siempre tan contenido, desaprovecha dos puntos de partido. En la cabeza del suizo bailan desde entonces dos fantasmas con ritmos sádicos. Jo-Wilfried Tsonga y sus tambores ponen la música durante un rato, y le recuerdan que en Wimbledon 2011, por primera vez en su carrera en los grandes, cedió en un partido en el que mandaba por dos sets a cero. Al poco el que le machaca en su cabeza es Nole, que hace un año, en el mismo escenario y ronda, le venció tras superar otros dos puntos de partido. El serbio se lleva las manos a las orejas para inundarse de gloria.
Todo arranca entre el bochorno, recién descargada la lluvia, que con su violento llorar tropical obliga a retrasar el inicio del encuentro. Se juega entre constantes murmullos, entre gritos y chillidos, entre ataques de lipotimia incluso. Federer intenta cocinar los puntos desde el fondo, quiere ser hoy lo que siempre ha sido: el tenista más dominador de siempre. Djokovic se resiste. Sonríe con ironía. Chilla y grita a su banquillo. Pelea. Pega. Su bola quema.
Mientras Federer tiene piernas, suyo es el partido. En cuanto deja de moverse, son ya 30 años, pierde esa milésima de segundo que le permitía llegar bien colocado a la pelota, y Djokovic pasa a dominar desde el fondo. Desde entonces, el serbio solo abre una grieta en su muralla, pero es una fenomenal falla. Ocurre en el 4-3 de la quinta manga. No se juega, se combate. El momento radiografía la cabeza más fuerte. No puede ser la de Federer, es imposible. Es más viejo, lleva peor temporada, va a contracorriente en el marcador, no tiene piernas. Y, sin embargo, Djokovic, el indestructible, mira al marcador y no ve una oportunidad, la remontada heroica que se acerca, sino un peligro, un problema, el fracaso que asoma. Suma un error tras otro. Se derrite. Le regala un break a Federer (5-3), que reacciona de manera impropia: desaprovecha dos puntos de partido, y, finalmente, también entrega su saque.
Con Djokovic victorioso, Nadal se enfrenta a Murray. El escocés llega tarde al partido. Su orgullo le da un break en la tercera manga, cuando ya todo está perdido. "¡Qué malos restos! ¡qué mierda!", brama mientras inunda de palabrotas el aire que le separa de los suyos. Nadal es el que provoca eso. Son sus derechas lacerantes, son sus reveses de granito. Es ese saque recuperado y esa voluntad inamovible de los mejores días. Todo eso necesitará el español ante Nole, con el que repite la final de 2010. Se juega en la central más grande del mundo, un escenario a la altura de los dos mejores tenistas del planeta.
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