Wiggins baja los humos a Purito
El español sufre una pájara en La Covatilla, donde gana Martin y Mollema coge el liderato
Resulta que el soldado más discreto, el soldado silencioso, era el jefe de la revolución. Ocurre mucho en el ciclismo: no quien más bombas tira es el mejor bombardero. El castillo de Joaquim Purito Rodríguez no resistió ni uno solo de los ataques en la defensa de La Covatilla. Al primer disparo, se deshilachó el traje del general, rumiando su soledad sin ningún ayudante a su lado y aterrado por el viento cruzado habitual de este puerto. El soldado discreto se llama Bradley Wiggins, un británico, un expistard que mira la carrera desde la atalaya de sus 191 centímetros y la ligereza de sus apenas 70 kilos. Una especie de farola que ayer iluminó la subida degradando al general y reduciendo la guerrilla a cinco esforzados que en todo momento le secundaron en su travesía.
Era una extraña lucha entre un pistardreconvertido en contrarrelojista y rearmado como escalador tras haber adelgazado más de seis kilos y un escalador convertido en una especie de sprinter de las montañas. Wiggins tiene ahora la altura de un sprinter y el peso de un escalador. Es un biotipo extraño, pero que ayer arrasó al pelotón, con bajas más que estimables en un zafarrancho de combate con heridos muy notables. Wiggins no ganó ni la etapa, que fue para el irlandés Daniel Martin, ni el liderato, ahora del holandés Bauke Mollema, ni el premio de la montaña, que también es de Martin, ni el de la combatividad que suele ser para los protagonistas humildes, pero el inglés nacido en Gante (Bélgica) hace 31 años fue el triunfador de una revolución en toda regla.
Las bajas fueron muchas. Primero, la del general, Purito Rodríguez, que se dejó en la meta 50 segundos tras una pájara considerable, solo resarcida por el trabajo final de Dani Moreno y la suerte de poder seguir a Mikel Nieve para evitar males mayores. En La Covatilla perdió, por un segundo, el liderato, aunque eso era lo de menos. Lo de más fue el borrón, precisamente en la jornada previa a la contrarreloj de Salamanca, donde las nubes ya se sabe que son negras para el ciclista catalán. Era, pues, el peor día para perder, para fallar, para ser vencido por Wiggins o Vincenzo Nibali, mejores que él cuando se trata de correr solo con el reloj como único adversario... Hubo más. Una, muy notable: la de Michele Scarponi, que se dejó 1m 50s cuando se le esperaba al mando de la tropa. Dio un salto guerrillero al principio de la ascensión, pero después fue detenido, como les pasó a tantos otros que acabaron en el talego de la clasificación, parados por el viento, cambiante, juguetón.
La Covatilla parecía un pequeño pueblo rodeado de guerrilleros voluntariosos dando saltos por la carretera, pero cayendo como moscas. Tras la escapada del día, lo intentaron muchos, todos los que soñaban con vencer al viento. Cuando atacó Scarponi, Igor Antón dijo adiós. Su equipo se había vaciado. Se lo llevó el viento. Cuando atacaron Martin y Nibali, la adrenalina se desparramó y Rodríguez hincó la rodilla. Explosivo, nervioso, con sus galones relucientes, Purito no saltó para enganchar con un rival, el italiano, que figura quizás en el número uno de su lista de enemigos. Quedaban seis kilómetros para llegar a las almenas del castillo que esperaba a Rodríguez como inquilino principal.
Ahí comenzó el festival de Wiggins. Eso ya no era un salto, sino un ataque en toda regla que solo resistieron unos pocos, Mollema, Cobo, Froome, que alcanzaron enseguida a Nibali y Martin, incapaces de culminar su aventura. Wiggins los puso en fila. Asumió el reto de llevarles a su espalda, de guarecerles del viento, de no recibir ni un solo relevo, de no mirar nunca atrás, de saber que estaba dando un golpe de mano sorprendente, audaz, alucinante, mientras Purito trataba de no pensar en nada, solo de llegar, de que sus heridas fueran menos profundas de lo que se anunciaba. Allí solo (su ejército se cayó agotado por el esfuerzo de los días pasados) volvía la cruda realidad del ciclismo, del mazo poderoso. Wiggins era un solitario en compañía. Ninguno de sus acompañantes le vio la cara, solo la espalda, el culo, los gemelos, el dorsal. Quizás ni siquiera veían el camino por delante, ocultos tras esos 191 centímetros de la farola británica.
El calvario de Salamanca, para Purito, comenzó ayer en La Covatilla, un duro golpe para el principal candidato a ganar la carrera. Perdió segundos preciosos donde debía haberlos ganado y su moral se habrá resentido ante el examen más difícil: 47 kilómetros en solitario. En cualquier caso, puede recuperar el poder perdido. Se dice que las carreras más entretenidas son las que se disputan sin jerarquías, las que no gobierna nadie. Ayer cayó la dictadura del Katusha y manda la anarquía: cambio de líderes, cambio de protagonistas, recuperaciones y hundimientos sorprendentes. Ayer, Wiggins bajó los humos a Purito Rodríguez, a Scarponi, a Fuglsang, pero resistieron Menchov y Nibali y se afianzó el propio líder, Mollema. La revolución continuará hasta Asturias. Salamanca determinará el estado de fuerzas de cada uno.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.