El artista contra el artesano
El partido de Messi e Higuaín, desde la óptica de un argentino
El morbo estaba servido: los dos muchachos que deberían salvar a la Argentina de sí misma en el proximísimo Mundial se enfrentaban con las camisetas más opuestas -en la definición más esperada. Los dos frente a frente y tan lejos de casa: si algo decía este partido sobre la Argentina es que sus exitosos la prefieren lejos, se le escapan.
Higuaín y Messi son dos formas de la argentinidad contemporánea, migratoria: el chiquilín casi desahuciado que busca su última oportunidad en un remedio que su club rosarino no puede pagarle; el adolescente prometedor que juega para tratar de venderse a un club del primer mundo. Y son, sobre todo, dos formas del talento futbolístico: el superdotado capaz de cualquier cosa y algo más; el laborioso conocedor de sus limitaciones que, de tanto trabajarlas, se convierte en un grande. El que viene proclamando su reinado desde hace varios años, el que lleva los mismos años temiendo que lo echen. El que gana 30 millones cada temporada; el que consigue, a duras penas, dos. El artista de todo contra el artesano de la definición y, detrás de cada uno, un equipo que parecía resquebrajarse y otro que no acababa de consolidarse; en el medio, complicando las cosas, el infiltrado portugués. La Argentina, esta tarde, se sentía protagonista de ese partido ajeno. Pero, para completar la metáfora, sólo unos pocos argentinos podían verlo: DirecTV, la dueña de los derechos de televisión, tiene menos de un millón de usuarios. Mucho bar, mucha casa de amigos, mucha más impotencia y módico cabreo. Hasta que llegó el fútbol. El fútbol, sabemos, nunca es lo que esperamos.
El partido, al principio, fue tenso: dos boxeadores desconfiados. Higuaín quedaba aislado porque el Madrid no tiene quién arme juego y le acerque el balón, y su mayor argumento es un malabarista que no piensa en pasarlo. Messi quedaba aislado porque Guardiola -¿por solidaridad con Maradona? ¿para ver si entiende qué no debe hacer?- había armado un equipo que lo dejaba muy perdido arriba, librado al arrebato individual: como en la selección. Así pasaba el tiempo, torpón, confuso, y no pasaba nada. Higuaín correteaba; Messi dormía el mejor de los sueños -bien blanquiceleste-, cuando lo molestaron con una tarjeta inmerecida a Xavi. Ése fue el acabóse; el muchacho se despertó malhumorado y decidió jugar: salió gambeteando, le hicieron una falta, la jugó rápido, el maestro Xavi se la devolvió, él eludió su marca con el pecho -sí, con el pecho dejó tirado a Albiol- y empezó otro partido.
Que demostró, más que nada, que el Barcelona sigue siendo un equipo y sabe lo que quiere, y que el Madrid no deja de parecer una banda de amigos -a veces- entusiastas, que se juntan para matar el vicio o lo que sea. Cuando tenía el balón, el Barcelona hacía sentido; cuando lo tenía el Madrid, arremetía. Con Guti algo cambió -a propósito, ¿su religión le prohibe jugar primeros tiempos?- pero no suficiente. Higuaín seguía sin recibir una pelota limpia; de hecho, se fue a los 78 minutos sin haber tenido un solo tiro franco, una sola habilitación como se merecía.
En ese momento, la derrota del artesano ya era irremediable: el artista le había ganado el partido argentino con la facilidad con que hace casi todo -y creo que miles de argentinos lo lamentamos un poco: Higuaín nos parece más nuestro, más real. Messi es la admiración; el Pipita, el cariño. De ahí en más, sólo nos consolaría la claridad de la victoria patria contra el infiltrado portugués, que demostró otra vez la inutilidad del fútbol nike, ese deporte de hombres solitarios que se practica para los clips de propaganda. Messi, el más grande, el único, sabe que no está solo y, por eso, nadie puede alcanzarlo.
Martín Caparrós es periodista y escritor argentino.
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