Los ciervos
Mi hijo llegó algo enfadado y bastante triste. Le convencí para coger las bicicletas y salir en busca de los ciervos, a las afueras del pueblo, por el camino de la piscina municipal
El primer día de las vacaciones con mi hijo le conté que, a veces, a las afueras del pueblo se podían ver ciervos. Como a tantos niños, le encantan los animales y despertarle este pequeño propósito era una forma de intentar amortiguar el desbarajuste que desde hace unos años supone que tenga el verano partido en dos. Cuando está en el punto álgido en una parte, le toca abandonar ese estado, subirse a un coche y resituarse en la otra parte, conmigo o con su madre. Y ya se sabe que a nadie le gusta que le apaguen la música cuando el bar está en pleno jolgorio. Tampoco a un niño cuando está en pleno verano con sus primos.
Llegó algo enfadado y triste. Más bien llegó bastante triste. Y la tristeza de un hijo siempre se gestiona con el peso de dos. Ese día, le convencí para coger las bicicletas y salir en busca de los ciervos, a las afueras del pueblo, por el camino de la piscina municipal. Antes de convencerle, expresó su tristeza, no sin faltar alguna lágrima: “¿Por qué siempre me toca irme a mí cuando mejor me lo estoy pasando?”. Imaginé esta frase repetida en cientos de niños en carreteras que todavía conectan pueblos que, en otro tiempo, fueron prósperos.
Subimos a las bicis y pedaleamos hasta ese campo abierto, junto a la ladera de la montaña, donde una vez, le aseguré, vi a los ciervos. No los vimos y mi hijo se quejó: “No hay ciervos”. Con pesar, regresamos a casa cuando el sol todavía no había desparecido del todo porque, al día siguiente, tocaba levantarse pronto ya que empezaba una especie de campamento en el polideportivo del pueblo llamado Escuelas de Verano. Iba a pasar todas las mañanas con niños que no conocía haciendo actividades deportivas. En principio, era un buen plan. Solo que, muchas veces, somos los adultos quienes decidimos cuáles son los buenos. Y ya se sabe que a nadie le gusta que le digan lo que tiene que hacer en su tiempo libre cuando se ha pasado todo el año trabajando. Tampoco a un niño cuando está en pleno verano después de un año en el colegio.
Las Escuelas de Verano fueron otro motivo de cierto malestar. No enfado, pero sí otra razón para pensar que estar en esta parte del verano se antojaba un fastidio y se había visto obligado a abandonar el otro lado mejor, menos exigente y más cómodo. Soltó otra vez: “¿Por qué me toca a mí?”. No supe que responder y le recordé que, por la tarde, cuando bajase el sol, iríamos a buscar a los ciervos. A decir verdad, no sirvió de mucho para rebajar el desagrado.
Otra tarde más, los ciervos no se dejaron ver. Cuando pedaleábamos por el camino de arena, mi hijo me contó que en ese primer día en las Escuelas de Verano había conocido a un tal Rafa que le caía bien y que le gustaba el fútbol como a él. Al segundo día de esa especie de campamento matinal, quedaron por la tarde a jugar en el campo de fútbol del colegio, junto al rasero, donde se ven las montañas como si el tiempo nunca pasase por ellas. El tal Rafa conocía a más niños del pueblo y mi hijo no conocía a nadie. Le daba vergüenza. No sabía lo que podía pasar. Llegó a pensar que tal vez ni siquiera era verdad ese encuentro comentado por la mañana a toda prisa. Sin móviles todavía en su vida, habían quedado como se quedaba antes: a las 18:00 en el frontón. Me pidió que le acompañase. Cerca del frontón, cuando divisó a los niños de lejos, me dijo algo que nunca me había dicho: “Quédate aquí, ya voy yo solo”. Accedí, le di tres euros para que se comprase unas patatas fritas y le dije que, tal y como habíamos acordado, estaría de vuelta a las 20:00 para recogerle.
Me fui con la sensación de que algo se estaba moviendo hacia algún lugar y preocupado por si ese movimiento pudiese ser otro oscurecimiento de su verano a mi lado. Cuando regresé a la hora acordada, recibí la mejor respuesta que podía esperar: “¿Puedo quedarme hasta las nueve?”. Le contesté que claro y no dije nada de ir a buscar a los ciervos porque le vi una buena sonrisa en la cara. Entonces, él me lo recordó: “Cuando vengas a las nueve tráete la bici y vamos a buscar a los ciervos”. Así hice. Aquella tarde pedaleamos hablando de sus cosas. De Rafa, del partido de fútbol que acababa de jugar, de las Escuelas de Verano y hasta del precio de las bolsas de patatas fritas después de que me contase orgulloso que solo se había gastado 80 céntimos en una pequeña porque “todo estaba carísimo”. Las cosas, pensé, se estaban moviendo en una buena dirección. Sin embargo, los ciervos seguían sin aparecer.
Sin anunciarse, se instaló una rutina: todas las tardes, a eso de las 21:00, le iba a recoger al frontón y marchábamos a buscar a los ciervos. Había una extraña sensación de libertad y plenitud en ese momento. Quizá porque había olvidado lo que era quedar en un sitio a una hora sin el móvil, como cuando yo también era un niño. Y quizá también porque veía a mi hijo más suelto, a su bola. En cada uno de esos viajes a campo abierto por el camino de arena, me iba anticipando sus planes del día siguiente con sus amigos: ir a la heladería, ir a la hamburguesería, ir a la charca, ir al cine de verano, jugar un campeonato, repetir en la hamburguesería… Todo pasaba por su nueva pandilla, menos buscar a los ciervos. Cuando se lo conté a su madre, me salió decir: “El niño está aprendiendo a pedalear fuerte”.
Esas tardes, mientras esperaba en casa a que llegasen las 21:00, cogí una costumbre: escuchar en el jardín Days Like This, de Van Morrison. Poco antes de salir con mi bici, pinchaba esta canción ligera, cuyos vientos mecen plácidamente. Supongo que elegí esta canción porque me vino a la memoria el verso que canta Van Morrison con su particular voz de león recién despierto: “Mi mamá me dijo que habría días como este”. Días atrás, había escuchado la entrevista que Javier del Pino le hizo en A vivir a Ramón Lobo antes de morir. En esa charla, decía Ramón, a propósito de la muerte de su madre, que la perdida de una madre es algo irreparable porque es la perdida de la infancia. Es decir, de la última gran portavoz de tu infancia. Y que, por tanto, esta perdida es empezar a morir un poco. Con Days Like This no podía dejar de acordarme de la que fue la gran portavoz de mi infancia, que se había marchado de este mundo años atrás, antes de que naciese mi hijo. Pero no dejaba tiempo a más porque, en cuanto terminaba la canción, me subía en la bici e iba a recoger a mi hijo al frontón.
Los ciervos nunca se dejaron ver. Cada tarde, con las bicis paradas ante la ladera, mi hijo decía: “No importa. Mañana los veremos”. No sucedió y, como él decía, no importaba. Pedaleábamos juntos en esos días que, bajo un cielo rosado, parece que nunca va a oscurecer.
El otro día, cogí la bici solo. Pedaleé hasta a las afueras del pueblo, donde le conté a mi hijo que una vez vi a los ciervos. La tarde estaba en retirada y se había levantado un tímido aire otoñal. Cuando estaba a punto de regresar a casa, dos ciervos aparecieron entre unos matorrales. Un padre y su hijo. O quizá una madre y su hijo. Quién sabe. Saltaron y se fueron. Me sentí el hombre más afortunado del planeta, pero no porque los hubiera visto sino porque mi hijo me creyese hasta el punto de ir a buscarlos cada tarde de un verano inolvidable.
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