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Blogs / Cultura
La Ruta Norteamericana
Por Fernando Navarro

Arte, admiración, respeto y amor por la música: lo que se puede aprender de la relación de Patti Smith y Bob Dylan

Ambos mantienen una amistad poderosa que habla de la grandeza de un modo de entender el arte musical y la belleza de la vida que no se ajusta a la actual lógica de los tiempos

Bob Dylan y Patti Smith conversan en una fiesta en Greenwich Village en 1975.Foto: KEN REGAN/ORMOND YARD PRESS
Fernando Navarro

Patti Smith y Bob Dylan se conocen desde 1975 y se puede afirmar que su amistad poderosa es un ejemplo de algo más grande que el mundo que habitamos diariamente. La grandeza, como una palabra que guarda todo su profundo significado y no como un cliché, es siempre compleja y, ya se sabe, que lo complejo suele ser reducido, ridiculizado e incluso vilipendiado en un mundo movido por el imperio del capital, la posverdad y el ruido de las redes sociales. Lo complejo es siempre enemigo de la ignorancia.

Patti Smith acaba de ofrecer unos conciertos en España fabulosos, que nos recuerdan que su figura en el rock’n’roll también es algo más grande de lo que estamos acostumbrados a ver sobre un escenario. Conciertos en los que además recupera canciones de su amigo Bob, como esa sencilla y emotiva One Too Many Mornings, compuesta por un jovencísimo Dylan recién llegado a Nueva York a primeros de los años sesenta. Aquel Bob Dylan, que dejó todo en Minnesota para irse a conocer a un enfermo Woody Guthrie y empezar su carrera de músico en Greenwich Village, era el ejemplo que tuvo una jovencísima Patti Smith cuando dejó todo en Nueva Jersey y se fue a vivir también a Greenwich Village.

Bob y Patti son dos ejemplos de dos personas entregadas a la causa de la música. Dos personas que persiguieron con determinación aquello en lo que creían, un territorio muy distinto al que les empujaban sus entornos familiares, amistades y, en definitiva, toda una sociedad. Lo persiguieron y lo consiguieron: alcanzaron el territorio del arte. Ambos no solo vivieron como músicos, sino que además acabaron por ser dos grandes embajadores de ese territorio, tan menguante en nuestros días en los que la cultura y las humanidades son cada año más irrelevantes y son más dañadas por todo tipo de intereses, mecánicas sociales y pobres pensamientos.

La cosa es tan grave que solo basta el último ejemplo que me he encontrado en la vida: el alumno que más nota ha sacado en la Selectividad en la Comunidad de Madrid ha decidido cursar Filología Clásica por vocación y le han llovido los comentarios despectivos y críticos en redes sociales ante su decisión. El chaval dijo que su elección se debe a que le hace feliz estudiar esa carrera y se le han echado encima por no ser ingeniero, abogado del Estado, banquero o cualquier otra cosa aprovechable en este mundo que habitamos.

Patti y Bob habitan también nuestro mundo, aunque parezcan de otro y, como reconoció Dylan en su última entrevista a propósito de su último disco, publicada en The New York Times, es consciente de que su mundo estaba “obsoleto”. No solo sus mundos están obsoletos y ambos son personajes de otra época, sino que lo que representan apenas interesa en estos tiempos. Representan un compromiso con el arte de la música y con un oficio que, en su esencia, tiene que ver más con el valor de la palabra cantada que con las pantallas gigantes y la pirotécnica de un gran festival. Su amistad, por tanto, representa también algo más transcendental de lo que muchos ni siquiera pueden llegar a imaginar.

Patti y Bob se conocieron en 1975 cuando el músico fue a verla tras un concierto en The Bitter End, un club de Nueva York. Ella, una poeta de 29 años metida en el rock’n’roll, era la gran sensación del Nueva York donde eclosionaba el punk, y él, a sus 34 años, era la gran estrella contracultural que se apartó de todo por decisión propia. Según ha recordado Patti en alguna ocasión, fue un encuentro desafortunado. Bob, al que era imposible ver en un acto o evento en toda la ciudad, entró al camerino y preguntó: “¿Hay algún poeta por aquí?”. Y ella contestó: “¡Odio la poesía!”. Muchas décadas después, la propia Patti reconoció que se comportó como una niña de instituto a la que le gusta mucho un chico al que admira y, cuando este se le acerca para hablarle, hace como que no le interesa.

Al igual que muchos músicos también han reconocido, Patti ha contado que el Dylan corpóreo nunca puede separarse del Dylan mítico. La persona y la leyenda se funden en un ser que, desde su consciencia y arrogancia, muestra gestos, movimientos y silencios que siempre poseen una fuerza extraña y definitiva. A ella eso le jugó una mala pasada. De todas formas, Bob, que se fue rápido entre una multitud de personas en ese camerino, se lo tomó con humor y tampoco le dio mucha importancia. Días después, ambos fueron fotografiados riendo en una fiesta privada y ella incluso le bromeó para que se quitase cuando les fueron a tirar una foto juntos. La foto salió espontánea y auténtica.

Patti Smith y Bob Dylan

Desde entonces, pasó algo importante entre ellos: se admiraron mutuamente. Es difícil ser amigo de Bob Dylan cuando es un personaje tan escurridizo para todo el mundo, incluido su entorno más cercano, pero Patti Smith lo consiguió. Durante esos primeros años de amistad, Patti ha contado que solía quedar con Dylan para pasear por Nueva York y en sus caminatas sin rumbo fijo ir comentando todo tipo de cosas. Y algo que se aprende más o menos pronto en esta vida, si no eres un orangután, es que charlar con alguien mientras se pasea une más que un buen polvo. Patti y Bob se unieron mucho.

En 1994, Patti perdió a su esposo Fred Sonic Smith, exintegrante de la banda MC5, y poco después a su hermano. Patti cayó en depresión. Hay cosas que se deberían recordar: Patti había abandonado la composición y buena parte de su vida de artista en los ochenta y los noventa por dedicarse a su vida familiar con Fred y la crianza de sus dos hijos. Incluso, para cuando murió Fred y su hermano, venía afectada por la muerte en 1989 de su otro gran amor, Robert Mapplethorpe, amante, compañero, amigo, confidente y todo lo que uno puede soñar de una persona en aquellos años en los que ella dejó todo para vivir en Nueva York siguiendo el modelo de Bob Dylan, tal y como ella misma contó con todo detalle y amor en Éramos unos niños, un delicioso libro que tardó en escribir 10 años.

Un día en plena depresión, Patti recibió una llamada. Era Bob Dylan. Llamó a su amiga para que le acompañara en una serie de conciertos por Estados Unidos. Esta historia me gusta siempre recordarla con mi amigo Rafa Cervera, gran crítico musical y admirador de Patti Smith, que ya escribió de esta relación extraordinaria entre dos mitos del rock’n’roll. Como ella misma reconoció, Bob era el único que podía volver a convencerla de subir a un escenario. De esta manera, en 1995, Patti Smith acompañó a Bob durante siete noches y cantaron cada noche juntos una canción de él, Dark Eyes. Una canción que tiene estos versos: “Vivo en un mundo donde la vida y la muerte se recuerdan… Me da igual ese juego en que se ignora la belleza”. Patti no solo volvió a un escenario, sino que además se activó con la vida. Empezó a componer y, sobre todo, a escribir libros de poesía, memorias y ensayo. En definitiva, regresó y lo hizo con una fuerza de mares. Y Bob siguió a lo suyo, en su gira interminable, en sus discos obsoletos, en su misterio.

En 2016, Bob Dylan ganó el premio Nobel de Literatura y el mundo de las letras se puso patas arriba. Literatos, escritores y juntaletras de todo pelaje salieron en tromba a cargar contra la injusta y absurda decisión. Ardió Troya y la gran mayoría del mundo de la cultura literaria se sintió ofendida por reconocer a un titiritero con el galardón más preciado, más promocional y más codiciado. Fueron días patéticos y tremendamente graciosos, especialmente al comprobar que el Comité del Nobel, ese órgano con olor a naftalina que acabó sumido en escándalos sexuales, no sabía de la verdadera naturaleza del premiado: Bob Dylan no era un escritor aspirando a ganar premios. Pero qué iban a saberlo los miembros de la Academia sueca si buscaban publicidad. Se demostró una vez más que sería la primera vez, o puede que la segunda como mucho, que alguien que se hace llamar a sí mismo escritor sabe de música, de la música que representan Dylan y Patti Smith.

Como cuando parecía que Dylan había venido al mundo con sus letras para cambiarlo (y tiene pinta que consiguió algo más que la inmensa mayoría de los escritores con sus libros), en 2016 se siguió comportando como Bob Dylan ante los demás, ante ese mundo. No hizo nada de lo que espera de él ni de nadie. Siguió a lo suyo, como un titiritero y un feriante del rock’n’roll. Pero también se siguió comportando igual ante lo que verdaderamente le importa: pidió a Patti Smith que fuera ella la que cantara por él en la ceremonia de entrega del premio. ¿Un marrón? Quizá para los calculadores, pero no para ella. Ese gesto, visto como una estupidez por el mismo mundo cultural que había puesto la voz en el cielo y en el infierno por el premio, guardaba el honor del código que compartían Patti y Bob.

Patti cantó A Hard Rain’s A-Gonna Fall, una de las primeras composiciones que de adolescente se aprendió de Dylan, y se emocionó. Se tropezó con sus sentimientos y sus palabras y tuvo que parar la canción para volver a repetirla a los ojos de todo el mundo. Los cínicos vieron pose, otros muchos a una simple mujer mayor y nerviosa, otros tantos no entendían nada y quizá un puñado de locos vimos la belleza máxima de una amistad única. También la belleza máxima del arte de la música, ese arte de tradición oral que se comparte. En un artículo en New Yorker, Patti Smith recordó lo sucedido con estas palabras: “Me vi obligada a detenerme y pedir perdón. Luego, lo intenté de nuevo mientras estaba en ese estado y canté con todo mi ser, aún tropezando. No se me pasó por alto lo que Bob había hecho por mí y por tantos músicos y que la narración de la canción comienza con las palabras: ‘Me tropecé junto a doce montañas neblinosas’. Y termina con el verso: ‘Y conoceré bien mi canción antes de empezar a cantar’. Mientras tomaba asiento, sentí el humillante aguijón del fracaso, pero también la extraña comprensión de que de alguna manera había entrado y verdaderamente vivido en el mundo de las letras”.

Si la literatura de Dylan, y por tanto su música, incluso si Bob Dylan como símbolo, significaban algo, estaba perfectamente representado en Patti Smith. Aquellos nervios y esa canción con el corazón desbocado fueron más grandes que el mejor de los discursos. Imagino que eso es difícil de entender para los escritores que ven en la Academia de la RAE un lugar más sagrado que lo que, por ejemplo, se guarda en un corro de aldeanos dando palmas y entonando canciones tradicionales.

La amistad de Patti y Bob llega hasta nuestros días, pero nuestros días no tienen nada que ver con ellos y lo que representan. El mundo que habitamos es hostil y corre demasiado deprisa. Es un mundo donde hay un déficit trágico de poesía y la belleza pasa por campañas de publicidad. El mismo mundo que le dice a ese chaval talentoso que no pierda el tiempo en estudiar Filología Clásica. El mismo mundo al que con sus canciones se enfrentaron Patti y Bob, dos amigos del alma, un alma al servicio del arte, algo más grande que la realidad que nos quieren hacer vivir.

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Sobre la firma

Fernando Navarro
Redactor cultural, especializado en música. Pertenece a El País Semanal y es autor de La Ruta Norteamericana. Ejerce de crítico musical en Cadena Ser. Pasó por Efe, Abc, Ruta 66, Efe Eme y Rolling Stone. Ha escrito los libros Acordes Rotos, Martha, Maneras de vivir y Todo lo que importa sucede en las canciones. Es de Madrid.

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