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Blogs / Cultura
La Ruta Norteamericana
Por Fernando Navarro

Wilco y ‘Yankee Hotel Foxtrot’: paranoia, cenizas, amor, belleza y 20 años de una obra maestra

El disco más influyente de la banda estadounidense es como una ensoñación en un limbo inquietante que captó mejor que ninguno el dolor post 11-S

Wilco - Yankee Hotel Foxtrot
Wilco - Yankee Hotel Foxtrot (2002)
Fernando Navarro

Hay frecuencias que, al alcanzarse, nos convierten en personas distintas para siempre. Un sintetizador viaja de derecha a izquierda y de izquierda a derecha como si fuera un pensamiento atrapado en una cápsula del tiempo. Una batería palpita insistente. Es un corazón latiendo, como recién despierto después de un largo silencio. Se desvanecen. Se oyen campanas. Es como el sonido de un despertador lejano en mitad de tímidas distorsiones. La frecuencia entra en otra dimensión. Parece un despertar. El bombo del tambor, ese corazón intranquilo, regresa, junto con un bajo y unas guitarras ligeramente luminosas, estirándose en un nuevo camino. La voz franca y desgastada canta: “Soy un bebedor de acuario americano, asesino por la avenida. Me estoy escondiendo en la gran ciudad parpadeando, ¿en qué estaba pensando cuando te solté?”. Bienvenidos a la gran ciudad parpadeante. ‘I Am Trying to Break Your Heart’ es el himno con el que despertar dentro de sus calles. Un lugar lejano o en el mismo centro de nuestro corazón. Tampoco importa mucho. O lo que es peor: importa todo porque ambos lugares son lo mismo.

Algunos sueños se convierten en pesadilla, pero unos pocos se quedan en un limbo inquietante. Yankee Hotel Foxtrot es un álbum que nace en ese limbo, una atmósfera extraña, donde todo es como si fuera real, tremendamente real, y al mismo tiempo flota la sensación de que algo malo va a suceder. Una paranoia esperando a ser desactivada, pero nunca se desactiva. ¿Hay algo más turbador? “Estoy tratando de romper tu corazón”, canta la voz ya dentro de la ciudad, ese destello entre sombras. Jeff Tweedy canta y Wilco al completo lleva al oyente a un territorio nuevo, un espacio espectral, una conquista artística de primer nivel, a la altura de las mejores obras musicales de la historia.

Yankee Hotel Foxtrot acaba de cumplir 20 años. A algunos nos hace más viejos, pero también afortunados de haberlo vivido en su momento como el acontecimiento que fue. Que nadie tampoco se lleve a engaño. Cuando se dice acontecimiento que nadie piense en los que causan ahora Rosalía, C. Tangana o Adele. Ni siquiera el que pudieron causar en su día Arctic Monkeys. Entonces, al indie le faltaba recorrido para ser masivo y la americana, ese género bebedor de los sonidos raíces de Estados Unidos, no le interesaba a casi nadie. De hecho, era cosa de los colgados que flipaban con Gram Parsons. Perdón, que sabían quién era Gram Parsons. Aún así, fue un acontecimiento. Lo fue por lo que volteó: Wilco introdujeron la americana en el indie o el indie se introdujo en la americana. Daba igual porque en el fondo lo que hicieron fue crear un territorio propio, excitante, extraño, adictivo. Crearon, por tanto, un acontecimiento en la vida de muchas personas que lo escucharon. No hacía falta más. Nunca hizo falta más para amar.

La revista británica Uncut calificó al Yankee Hotel Foxtrot como “el Kid A de la americana”. Imposible ser más gráfico. Radiohead con botas. O con sombrero vaquero, si se quiere. Algo tan desconcertante que, en una primera escucha, incluso una segunda, muchos tuvieron que pararse a pensar qué estaba pasando ahí dentro, con ese bebedor recorriendo y parpadeando por las calles de esa enigmática ciudad, presidida por dos torres idénticas, conocidas en el mundo terrenal como las torres de mazorca -por su parecido a mazorcas de maíz- en Chicago, metrópoli a la que corresponden los edificios y de donde viene Wilco.

Las dos torres de la ciudad parpadeante aparecen en la portada de Yankee Hotel Foxtrot. Hoy son protagonistas de una de las portadas más icónicas de la música anglosajona del siglo XXI. Dos torres gemelas, todo un simbolismo para un disco que se terminó de grabar a principios de 2001 y que se iba a publicar en septiembre de ese mismo año. Al final, lo hizo en la primavera de 2002 porque la subsidiaria de Warner Music, Reprise Records, estaba tan decepcionada con la falta de “potencial comercial” de Yankee Hotel Foxtrot que, habiendo adelantado a Wilco 85.000 dólares para grabar el álbum, se negaron a lanzarlo. El grupo se tuvo que buscar un nuevo sello. Se cuenta todo en el documental que salió acompañando al disco y que tiene por título la canción que lo abre: I Am Trying to Break Your Heart, donde también se muestran las tensiones entre Tweedy y el multiinstrumentista Jay Bennett, que acabaron con la salida de la banda de este último.

Es increíble como la historia suele esperar a las grandes obras de su tiempo. Yankee Hotel Foxtrot como obra narrativa y musical es en buena parte fruto de los graves problemas con migrañas de su principal compositor, Jeff Tweedy, que estuvo por entonces enganchado a los calmantes para soportar el dolor. Sin embargo, su ambiente fantasmagórico y opresivo capta mejor que ninguna otra obra de su tiempo el panorama deprimente de Estados Unidos tras el atentado de las Torres Gemelas de Nueva York. Dos torres gemelas también salen en esa portada y dentro aguarda un mundo extrañamente sombrío, como si una lucecita intentase abrirse paso dentro de la pesadilla. Una lucecita como la de la punta de un cigarrillo en un cenicero en mitad de una noche donde “cada una de las estrellas es una puesta de sol”, como se canta en la bellísima ‘Jesus, etc’. La misma canción donde se describe el paisaje como una profecía: “Edificios altos que se tambalean / Voces que escapan cantando tristes, tristes canciones”.

Esa lucecita, ese último cigarrillo –”¿Es lo único que puedes tener?”- dando vueltas alrededor de la órbita, es la gran maravilla de este disco. Es fascinante. El oyente no puede dejar de seguirla. Esta ahí desde la primera composición, desde que el bebedor de acuario americano despierta dentro de la ciudad, de esa ensoñación distorsionada que le lleva a pasear por recuerdos y deseos. Está ahí en cada canción buscando amor, o lamentando que se desvanezca, o reclamándolo de nuevo como en ‘I’m the Man Who Loves You’, donde la lucecita parece ser más brillante, más urgente quizá, que en otros momentos. La lucecita es un anhelo lírico constante por el contacto humano en Yankee Hotel Foxtrot. Una pequeña luz que se muestra más bella, más especial, verdaderamente única, porque se reviste instrumentalmente con pedal steel, pasajes de cuerdas, pianos, trompetas, timbres o guitarras acústicas folkies. Se le concede ser una llama aún viva en pleno dolor.

Una llama en un mundo de cenizas. O como se canta en ‘Ashes of American Flags’ en un mundo de “cenizas de las banderas estadounidenses”. A Yankee Hotel Foxtrot, sin quererlo, sin buscarlo, le pasó como las mejores obras artísticas de la historia: habló de algo más grande que ellas mismas hablando de algo concreto. Wilco hablaban de ese bebedor de acuario americano y acabaron por llegar al misterio de la psicología post 11-S. Pusieron música al dolor de un país, de una nación vulnerable y atacada por primera vez en su historia en su territorio, de una sociedad que vivía en la paranoia, que había perdido el control de sí misma y que ya solo entendía el mundo como un lugar donde dar rienda suelta a sus obsesiones. Tristeza absoluta. La ciudad en ruinas. Pura abrasión. Bruce Springsteen podría intentar ser el portavoz de una esperanza en The Rising, vale, jugando un papel que le gustaba, pero Wilco eran los que llegaban a la esencia misma de las luces y las sombras de toda la demencia.

Yankee Hotel Foxtrot es áspero, raspante, desprende ese ruido sordo de un paisaje que ya ardió. Distorsiones, ventoleras trepidantes, emergencia instrumental, delirio. El delirio de un mundo en cenizas, pero en el que hay una lucecita todavía viva caminando por la ciudad, frotándose los ojos, haciéndonos participes de la paranoia por su búsqueda desesperada de amor. Quién alguna vez se desesperó lo sabe. Sabe como suena la urgencia, esa “voz trepando paredes” y las sirenas todavía en activo de barcos hundidos que se oyen en ‘Pot Kettle Black’. Un hotel se nos desvela al final del disco en ‘Poor Places’: el Yankee Hotel Foxtrot, donde se cobija la pequeña luz. ¿Una pesadilla? No, claro que no. Porque no se percibe verdadero miedo, sino una honesta búsqueda de contacto en un hotel solitario.

Sueño rarísimo. Limbo inquietante. Yankee Hotel Foxtrot se cierra con una vuelta a los sintetizadores, a las ráfagas de pensamientos encerrados en el tiempo, a esa atmósfera de ensoñación. “Nada de esto es lo suficientemente real como para alejarme de ti. Tengo mis reservas sobre muchas cosas, pero no sobre ti”, canta Tweedy en ‘Reservations’. Nada es lo suficientemente real en una canción de más de siete minutos en la que el sonido se va desvaneciendo, entre chirridos de columpios, entre la luz y la angustia. El sueño en el limbo inquietante se acaba y suenan las campanas más graves, más fúnebres. De nuevo las frecuencias. De izquierda a derecha y viceversa. ¿Vuelta a la realidad? Un lejano y definitivo sonido metálico parece indicar que sí. La ciudad parpadeante se ha esfumado. También lo ha hecho el hotel donde la lucecita vio que “alguien ató un lazo en el patio trasero para mostrarle amor”,

En esta existencia siempre menguante, no quedan muchas certezas. Una sobresale: después de vivir una sola vez en este disco, es literalmente imposible ser el mismo. No alguien mejor, pero sí, al menos, alguien más piadoso.

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Sobre la firma

Fernando Navarro
Redactor cultural, especializado en música. Pertenece a El País Semanal y es autor de La Ruta Norteamericana. Ejerce de crítico musical en Cadena Ser. Pasó por Efe, Abc, Ruta 66, Efe Eme y Rolling Stone. Ha escrito los libros Acordes Rotos, Martha, Maneras de vivir y Todo lo que importa sucede en las canciones. Es de Madrid.

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