Un paseo en torno a la muerte con Rosa Ribas, una de las grandes de la novela negra española
La autora publica ‘Nuestros muertos’, tercera entrega sobre la familia Hernández, unos detectives particulares en una Barcelona de barrio a la que la escritora regresó tras 30 años en Alemania
El encuentro con Rosa Ribas (El Prat de Llobregat, 60 años) podría haber comenzado en muchos rincones de esa Barcelona que ama, conoce y respira y a la que volvió después de 30 años en Alemania. Pero ninguno habría sido tan adecuado como el cementerio municipal de Sant Andreu, escenario recurrente de Nuestros muertos (Tusquets), tercera entrega de la saga detectivesca de la peculiar familia Hernández.
Es un lunes de finales de mayo y el sol, cuando se deja ver, rebota contra el plástico de las flores de colores de los nichos mientras un ligero viento cimbrea el aluminio que protege los ramos y produce un crujido inquietante. Estamos en el mismo lugar que Mateo, el patriarca de los Hernández, recorre hasta la tumba de su padre para sentarse a hablar con él en busca de claves sobre la vida y sobre los casos que investiga. “El cementerio es un microcosmos social, con sus diferencias de clase”, comenta Ribas entre nichos modestos y grandes mausoleos, algunos casi capillas góticas. La autora de Lejos se fue a la otra punta de Barcelona para encontrar en Sant Andreu el tejido social idóneo para sus novelas, uno muy parecido al de El Prat, donde creció. ¿Y por qué no allí? “No podía hacer eso a mis padres”, contesta con una sonrisa antes de recordar lo que le ocurrió con un libro anterior, La detective miope, al situar una de las historias en su localidad natal y desatar con aquella decisión todo tipo de comentarios y especulaciones.
En Nuestros muertos, los Hernández llegan mermados por la vida y por las decisiones pasadas. Con la agencia familiar de detectives cerrada, cada uno hace lo que puede para ganarse la vida, sobreponerse a la muerte de Marc (uno de los hermanos) y, si no enterrar, sí aprender a lidiar con las decisiones y actos del pasado (asesinato incluido). La intensidad del final de la anterior entrega (Los buenos hijos) fue tal que la autora decidió dar un salto temporal y situarlos unos años después, buscando de nuevo el camino. En Nuestros muertos, Mateo, padre de Nora y Amalia, investiga la desaparición de Armand, un joven emprendedor del barrio. Él trabaja ahora para WHO, una moderna agencia de investigación, pero este caso lo acepta bajo cuerda, encargado directamente por la madre del chaval solo porque es vecino de Sant Andreu. “El barrio está en la cabeza de la gente. No es lo mismo que el distrito. Los barrios tienen carácter y este todavía existe, no como otros que solo tienen el nombre”, comenta Ribas sobre el escenario de su trilogía.
Pronto el lector descubre que nada es lo que parece, que el joven Armand es una farsa, un relato inventado a medida de los deseos de sus padres. “Los secretos, las mentiras y los silencios son los tres grandes temas de esta trilogía”, cuenta Ribas, que precisa: “O, más bien, por qué mentimos y por qué callamos”. ¿Y todo para llegar a la verdad? La autora lo desmitifica: “La verdad, por mucho que la deseemos, puede ser más destructora que la ignorancia”. Que se lo digan, si no, a los Hernández.
Como ocurría ya, por ejemplo, en la serie protagonizada por la reportera Ana Martí, estas novelas de Ribas gozan de una milimétrica distribución de la información a través de la trama y están llenas de capas, relaciones complejas y “fuerzas centrífugas y centrípetas” que tiran de los miembros de esta peculiar familia. Pero el eje central es Lola, madre de Amalia y Nora y esposa de Mateo, un personaje oscuro y enorme en su aparente quietud. Mujer de clase alta, hija de un inmigrante que hizo fortuna en América, Lola está postrada en casa, aquejada de problemas mentales, alcoholizada, pero eso no le impide mover los hilos de la familia y sus pesquisas, ser la artífice de sus mayores logros y de sus pecados mortales. “Ellos la necesitan. Pero es ella la que pone todo en marcha. Me gusta oponer. Mateo es el hombre de la calle, que la necesita pisar, recorrer con su moto; Lola es un cerebro oscuro, muy oscuro, que resuelve cosas porque piensa mal. Todo pasa por esta ciénaga que tiene en la cabeza. Ella está encerrada en su casa, en su duelo, en sus historias morbosas, pero poco a poco va saliendo y su cabeza se pone en marcha y te das cuenta de que es una cabeza muy poderosa, muy negra. Sin la cabeza de Lola, él es un detective más. Este es el juego de base de toda la serie”.
No se puede entender al completo esta “novela de barrio” sin pasear por las mismas calles que Mateo transita a pie o en moto en Sant Andreu, un pueblo que ya dejó de serlo pero que conserva su esencia. Allí, entre bloques de cuatro alturas y modestos adosados, se encuentra la casa de los Hernández, una construcción señorial, con su jardín anterior y su amplio espacio, entre calles peatonales y no lejos del café Versalles, donde paramos en el mismo lugar que Mateo, a tomar un café y hablar del género negro. Dos calles más allá, se divisa la cúpula desproporcionada de la iglesia de Sant Andreu de Palomar, donde empieza Nuestros muertos. “Quizás el género está a veces demasiado centrado en las tramas, que es lo que se puede hacer de manera más mecánica. Pero lo que importa es cómo lo vas a contar, con qué palabras y con qué recursos. Y lo que hace que el género deje de ser subgénero es lo que hacemos con el lenguaje. Eso es la literatura. Intento que la novela fluya pero no solo por que pasen muchas cosas, el trabajo poético es muy importante”.
Una conversación con Ribas es una clase de literatura. A esta autora que escribe a lápiz le encanta reflexionar sobre los vericuetos de su oficio, cómo se hace para que la novela funcione, o las sorpresas que uno se encuentra. Por ejemplo, esta serie empezó con una novela que iba a ser única, pero a mitad de camino se dio cuenta de que quería seguir con su familia de detectives. En la tercera, tuvo que cambiar de plan ya avanzado el proceso: iba a ser la que cerrara la saga, pero antes de terminar ya los echaba de menos. A veces, cuenta fascinada, los hallazgos son de otro signo, como cuando encuentras en algo ya escrito una clave para la trama que no sabías que estaba ahí.
Ribas sigue yendo a Alemania a visitar a amigos, a colaborar con el Instituto Cervantes de Fráncfort y otras instituciones, pero se encuentra muy cómoda en Barcelona, una ciudad que deja poso en su obra, un lugar muy marcado por ciertas diferencias sociales que se reflejan en sus novelas y en las de otros autores de la zona. “Esta es una ciudad burguesa, comercial, con gente que durante muchos años ha hecho mucho dinero y que, digamos, considera que esta ciudad es suya. Gente que siempre se ha sabido adaptar y que realmente marca los flujos de poder de la ciudad. Es una ciudad abierta y cosmopolita, pero que te recuerda sutilmente que no eres de aquí. Me gusta esa paradoja: una ciudad históricamente de acogida pero que cuesta que te quiera”. Entre el cementerio de Sant Andreu y las calles elegantes del Eixample, los Hernández tienen ya el escenario de su próximo misterio.
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