La casa caníbal de Frank Gehry
Víctor Navarro cuenta en un ensayo cómo el arquitecto del Guggenheim de Bilbao se dio a conocer con el diseño inesperado de su propio hogar ocupando y haciendo explotar una decadente vivienda de estilo colonial
En 1977, Berta Aguilera encontró una casa en Venice, Santa Mónica. Ella y su marido, el arquitecto Frank Gehry, vivían con su entonces único hijo, en un apartamento en Highland Avenue que había diseñado el propio Gehry sin más ambición que la sencillez y la voluntad de adaptarse al vecindario.
Eso había sucedido en 1964. Trece años después, Gehry ya no pensaba en adaptarse sino más bien en levantar la voz. Llevaba años construyendo centros comerciales y sentía la necesidad de romper con aquello. Por eso, cuando Berta encontró una casa decadente, de estilo colonial holandés y pintada de rosa en Washington Avenue y la compró por 160.000 dólares —lo que podían permitirse—, Gehy decidió que solo podría vivir allí si “era capaz de hacer algo para paliar su insignificancia”.
El libro del arquitecto Víctor Navarro Una casa fuera de sí (Caniche) es la historia de ese algo. Y también una reflexión sobre el consumismo llevado, en la arquitectura, al mito de la vivienda de nueva planta, el “folio en blanco” donde poder desplegar la creatividad.
Navarro sabe de qué habla. Con su socia, María Langarita, firmó en Madrid un edificio parásito, el que ocupa su intervención en la Serrería Belga reinventando el lugar. Por eso parte de una idea: “Estar fuera de sí es estar ocupando otro lugar dentro de uno”. Y eso es lo que hizo la casa que dio a Gehry fama de arquitecto rupturista. La que le llevaría a firmar el Guggenheim y a ser el arquitecto que había decidido ser.
“Como tenía poco dinero, decidí construir una casa que envolviera a la antigua procurando conservar la tensión entre ambas”. La voluntad del arquitecto fue que ambas casas se enriquecieran mutuamente. El resultado fue una vivienda gamberra y desprejuiciada, pero también romántica, que no solo era un manifiesto artístico. También resultó pionera a la hora de reciclar y llevar al ámbito doméstico materiales crudos de ferretería.
Navarro recorre el origen de la primera vivienda —levantada con un entramado estructural de montantes de madera que genera una urdimbre—, explica las razones económicas de ese sistema constructivo en la ciudad de Los Ángeles; apunta que pudieron ser los amigos artistas de Gehry —Ed Ruscha, Ron Davis, Larry Bell o Robert Irwin— los que lo llevaran a arriesgar, a intuir e incluso a jugar con las geometrías quebradas. Y también analiza el camino de Gehry de los grandes almacenes que ideaba con quien fuera su maestro, Victor Gruen, al diseño de su propia vivienda.
No es lo mismo pensar como una artista que sentir que estás haciendo una obra de arte. Gehry firmó la casa que le dio fama y no se cansó de rehacerla, reformarla, acomodarla, aburguesarla incluso se podría decir. Demostró así que una casa es, por encima de una obra de arte, un hogar. Y que el objetivo de cualquier arte es mejorar la vida.
¿Cuál es hoy la lección de la casa que hizo famoso a Gehry? Navarro habla de construir “al margen de la teoría” y de aprender a habitar el mundo en lugar de querer construirlo. También de reducir el consumo energético que supone un derribo y una nueva construcción. Y de deshacerse de la necesidad de un objeto para encontrar un vestido más cómodo en la multiplicidad. Se trata, efectivamente, de encontrar otra lógica. De atreverse a ser, de dejar lo que existe y crear vínculos con lo nuevo. De actuar en el mundo como si lo que existe importara y valiera. Aunque solo sea porque llegó antes. Y costó tiempo, materiales y energía.
Hoy los Gehry ya no viven en su famosa casa. Cuenta Navarro que en 2016 ya no les resultaba cómoda. Esta vez encontraron un solar con vistas al océano. Allí había, de nuevo, una casa antigua sin encanto. Y esta vez, la demolieron.
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