El festival de Utrecht reivindica con fuerza la música de Louis Couperin
El clavecinista y organista Jean Rondeau toca en cuatro días todas las obras conservadas del compositor francés en siete conciertos extraordinarios celebrados en tres escenarios diferentes

Louis Couperin falleció en París en 1661 cuando tenía tan solo 35 años, la misma edad a la que murió Wolfgang Amadeus Mozart en Viena. Exactamente 130 años separan la vida de uno y otro y, aunque sería demasiado rebuscado –e inútil– encontrar semejanzas entre ambos, sí que abundan las diferencias: la más llamativa, sin duda, que la carrera creativa del compositor francés se dilató únicamente durante una década, el tiempo que transcurrió entre que Jacques Champion de Chambonnières reparara en su talento, promoviendo su traslado profesional a París, y la prematura muerte del músico. Mozart no dejó de componer, en cambio, desde su niñez hasta el momento mismo de su muerte, si damos por buenos algunos aspectos semilegendarios de la gestación de su incompleto Réquiem. Más de tres siglos y medio después, Chambonnières y su protegido son considerados los creadores de la gloriosa escuela clavecinística francesa, que alcanzaría su máximo esplendor con François, sobrino de Louis, y Jean-Philippe Rameau.
El Festival de Música Antigua de Utrecht ha querido ir mucho más allá de lo que se menciona con mayor frecuencia en relación con la música de Louis Couperin, esto es, que fue autor de una serie de préludes non mesurés, preludios sin barras de compás, que tampoco especifican la duración de las notas y con largas ligaduras que indican qué notas deben mantenerse (labor un tanto ardua en un clave, por otra parte) y parecen dibujar el curso de sucesivas oleadas con un aspecto visual que les hace ser casi una premonición de algunos aspectos notacionales del siglo XX. El compositor murió sin ver publicada una sola de sus obras y su música ha tardado mucho tiempo en editarse y resultar fácilmente accesible: las obras para clave vieron la luz en 1936, editadas por Paul Brunold (el primero en llevarlas al disco diez años después sería Davitt Moroney, otro moderno editor), mientras que su producción organística no se conoció realmente hasta que, después de un sinfín retrasos, Guy Oldham publicara en 2003 las 70 piezas que había encontrado por casualidad en un manuscrito que había adquirido en Londres en 1957. La recepción de Louis Couperin no ha hecho, por tanto, más que empezar.
Con su talento desmedido y su aspecto de apóstol, profeta o eremita, Jean Rondeau parecía la persona indicada para redimir y entronizar definitivamente a Louis Couperin. La hazaña la ha obrado en Utrecht, donde, en el curso de siete conciertos ofrecidos en tan solo cuatro días, ha tocado toda la música de su compatriota, que acaba de grabar también para el sello Erato en nada menos que diez discos y cuya publicación está prevista para el próximo mes de noviembre. Cuatro de los conciertos los ha ofrecido a las ocho de la tarde en la Lutherse Kerk (el templo trajectino del clave, donde tocó Irene Roldán el pasado martes), que, a poco de comenzados, y hay que entender que por petición expresa del músico, se sumía en la más completa oscuridad rota únicamente por una pequeña luz para iluminar la partitura y el teclado; dos se han celebrado en la Tuindorpkerk, una iglesia alejada del centro histórico de Utrecht, pero que cuenta con el único órgano más o menos adecuado para este tipo de repertorio y en el que tocó también Bernard Foccroulle el año pasado un programa con música española; y el único no ofrecido en solitario, sino junto con el Ricercar Consort, tuvo como escenario el Hertz del Vredenburg, ideal para cualquier propuesta camerística.
En los cuatro conciertos con clave, Rondeau ha dividido la música en suites integradas por piezas en la misma tonalidad, comenzando casi siempre por un prélude y concluyendo con una chaconne, si bien sin atenerse nunca a los bloques que figuran en la edición de Davitt Moroney, sino conformándolos él mismo. También ha calibrado muy bien la última pieza de cada concierto: en este orden, el Tombeau de Mr. de Blancrocher (una de las cimas de su arte), un extraordinario Passacaille con nada menos que once couplets, la Sarabande de la Suite en La y la única Pavanne de la colección, otra pieza generosa en sustancia y duración. Aunque cueste creerlo, en los cuatro conciertos Rondeau ha tocado siempre, activando el registro de laúd del clave de Bruce Kennedy que ha elegido (una copia de un instrumento original de dos manuales construido por Couchet ca. 1650 conservado en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York), idéntica propina, tarde tras tarde, quizá como un planto fúnebre por la pérdida reciente de alguna persona cercana: el Tombeau de Mezangeau de Ennemond Gaultier. A pesar de las enormes exigencias de la música, del esfuerzo físico y mental que supone tocar siete conciertos en cuatro días (en el primero estuvo haciéndolo durante una hora y cincuenta minutos ininterrumpidamente) y de la reiteración estilística y formal (un centenar largo de préludes, allemandes, courantes, sarabandes, gigues, chaconnes...), no ha habido un solo atisbo de pérdida de concentración, o un solo compás, una sola nota, tocados rutinariamente o sin interés. Absorto, ensimismado, poseído casi por el espíritu de su homenajeado, con las manos siempre muy cerca del teclado y sin un solo movimiento prescindible, Rondeau toca con una enorme libertad rítmica (un bailarín barroco aficionado comentó a la salida de un concierto que, así tocada, esta música era imposible de bailar), ornamenta incesantemente sin que jamás resulte tedioso o reiterativo, derrochando también creatividad en las secciones repetidas y, por supuesto, en los préludes, precedidos a su vez de improvisaciones propias que acaban siempre desembocando de manera natural y sin cesuras en ese suave y apacible oleaje imaginado por Couperin. Y tocando a menudo, tal como requiere este explícitamente, fort lentement. Nadie tenía prisa en la Lutherse Kerk.
Los dos conciertos con órgano se resintieron no poco del instrumento utilizado, construido por Conrad Ruprecht a comienzos del siglo XVIII y sometido luego a diversos traslados y restauraciones, que carece de varios de los registros franceses más característicos, como el cromhorne, la tierce o el tremblant. Pero interpretativamente hablando, Rondeau fue de nuevo el intérprete ideal, cambiando de manera radical su manera de tocar, mucho más sobria y despojada, ya que aquí prima el contrapunto imitativo (en fantaisies y fugues, con sujetos extremadamente originales, que dominan con mucho las piezas editadas por Guy Oldham) y la densidad polifónica. Reservó el pleno para comienzos (el único Prélude y la Fantaisie “Duretez”, la pieza que abre la colección) y finales (Invitatoire pour le Jour de Pâques y Jesus Salvator Saeculi), pero también supo ser delicado e intimista cuando la música así lo requería. En el penúltimo concierto de la maratón, Rondeau tocó con el Ricercar Consort de Philippe Pierlot, responsable también de muchos de los arreglos, aunque nada se indicara sobre ello en el programa. Nadie toca actualmente la viola tiple como el belga, poseedor de un sonido y una técnica inigualados. Sabemos que Louis Couperin fue también un gran violagambista y este concierto permitió aventurar cómo puede sonar su música para teclado interpretada por un grupo de violas, reforzadas por laúd, órgano y clave, este tocado por Rondeau, ahora en un cometido secundario, aunque es seguro que su presencia inspira a cuantos lo tienen cerca, y si no que se lo digan a sus compañeros del cuarteto Nevermind. Estos siete conciertos han sido una experiencia arrolladora, un dulce naufragio en el mar –aún tan desconocido– de Louis Couperin.
Tras esta exposición monográfica, por retomar la idea de la música como posible arte museístico que ha sobrevolado esta edición del festival, asistimos a otra posible acepción de la misma con los dos conciertos de Vox Luminis en la Jacobikerk. Han transcurrido ya más de dos décadas desde la fundación del grupo belga y en varios repertorios ha logrado crear lo más parecido a un canon interpretativo, destinada a formar parte de una suerte –recordando de nuevo a Lydia Goehr– de museo imaginario de interpretaciones musicales que ya no resulta posible esquivar. Lo hicieron con las Exequias musicales de Heinrich Schütz, historia viva de la recreación del Barroco vocal alemán del siglo XVII, e incidieron en esa misma línea con los motetes de los antepasados de Bach, con la música contenida en el conocido como el Altbachisches Archiv, las obras que compiló el compositor en su biblioteca personal para cobrar conciencia de los orígenes de su genio. No en vano, en 1735 preparó una especie de árbol genealógico de su familia que, a sus ojos, debió de convertirse en la respuesta a no pocos interrogantes.
No pasa quizá Vox Luminis por su mejor momento, pero sí que parece haber sorteado un bache que comenzó hace aproximadamente tres años. Los intereses de un colectivo de sus características y las vidas privadas de sus integrantes discurren con frecuencia en direcciones opuestas: los cantantes se mudan, se emparejan, tienen hijos, se separan, se aventuran a emprender una carrera en solitario, son tentados por la competencia, se cansan de viajar o acusan un prematuro declive vocal: la casuística es muy grande y suele ser poco amiga de la estabilidad. Los conciertos del jueves y el viernes han corroborado que, por así decirlo, la letra de Vox Luminis ha cambiado, pero su espíritu sigue vivo. Los motetes de Johann, Johann Michael y Johann Christoph Bach sonaron con la austeridad y la intensidad expresiva de siempre, aunque no con la extraordinaria personalidad y perfección vocal de antaño. Lionel Meunier sigue siendo su mente inspiradora, pero hay pequeños detalles que escapan a su control. Con la impecable puesta en escena de siempre, que no deja un solo movimiento a la improvisación, hubo momentos de alto voltaje emocional, como Mit Weinen hebt sichs an y Es ist nun aus mit meinem Leben (con sus siete estrofas completas), del “profundo” compositor Johann Christoph Bach: el adjetivo es de su sobrino. Muchos debimos de echar en falta Unser Leben währet siebenzig Jahr, el extraordinario motete de Johann Michael Bach, pero sonó fuera de programa para recordar al laudista Fred Jacobs, una presencia constante en el festival de Utrecht desde su fundación, además de colaborador de Vox Luminis, que murió la víspera de la inauguración con tan solo 63 años, ni siquiera a los 70 del texto bíblico en la traducción de Lutero. Y al final se vieron muchas lágrimas reales, no cantadas.
Los amantes de la música medieval han estado de suerte estos tres últimos días, porque tras la nueva decepción del Sollazzo Ensemble, tres grupos han corroborado que otro enfoque más fiel, más informado históricamente, menos conducente al aplauso fácil, es también posible. Para ello hace falta que haya alguien con los conocimientos precisos y las ideas muy claras al respecto. Baptiste Romain es el mejor fidulista actual (a su lado estaba una brillante discípula, Aliénor Wolteche) y su selección de piezas contenidas en el Chansonnier du Roi, que contiene música del siglo XIII, fueron interpretadas admirablemente por un pequeño grupo vocal e instrumental del que formaba parte Tessa Roos, vinculada también a Vox Luminis. La Fonte Musica coronó el domingo su residencia de tres conciertos, también en la Pieterskerk, con un programa dominado por piezas de Matteo de Perugia, un compositor de comienzos del siglo XV del que nos ha llegado poca música, pero que atesora no sólo una enorme calidad, sino también una sorprendente modernidad. Había que frotarse los ojos para creer que quienes habían sido unos modélicos Orfeo (Mauro Borgioni), Mensajera (Alena Dantcheva) y Proserpina (Francesca Cassinari) pocos días antes, pudieran cantar ahora de este modo obras estilísticamente tan alejadas de Monteverdi. Pero este ha sido siempre el territorio natural de Michele Pasotti, que domina la retórica y la complejísima construcción rítmica de esta música, utilizando con suma inteligencia los distintos espacios de la iglesia para reforzar el atractivo de unas interpretaciones en las que volvió a lucirse el eterno tenor Gianluca Ferrarini: un maestro. Y los perfectos unísonos de ambas sopranos en las angulosas y entrecortadas líneas melódicas de Matteo tienen algo de milagroso. Los programadores españoles, instalados en la rutina, la repetición, la indolencia y la ausencia de riesgo, no parecen haber reparado aún en la existencia del extraordinario grupo italiano, gran triunfador del festival.
Justo a continuación, en la catedral, la confluencia de dos grandes mentes –el trombonista Wim Becu y la soprano Barbora Kabátková– al frente de sus respectivos grupos, Oltremontano Antwerpen y Tiburtina Ensemble, dio lugar a la propuesta que mejor ha plasmado la idea de un concierto como un museo vivo. Delante de una reproducción del famoso panel de Hans Memling que estuvo en su día en la iglesia de Santa María la Real de Nájera y que conserva ahora (modélicamente restaurado) el Real Museo de Bellas Artes de Amberes, en el que puede verse a Cristo acompañado de seis ángeles cantores y diez que tocan distintos instrumentos, escuchamos polifonía coetánea del maestro alemán (Du Fay, Dunstaple, Obrecht) y diversas piezas litúrgicas en canto llano, que es la verdadera especialidad del Tiburtina, dirigido con gran plasticidad por Kabátková. Las seis mujeres que lo integran remedaban a los ángeles cantores y sus siete compañeros tocaban los diez instrumentos que aparecen en la tabla de Memling, incluidos la tuba marina (de cuerda frotada, a pesar del nombre), el salterio (con la estonia Anna-Liisa Eller, a la que escuchamos tocar en solitario el kannel) y el organetto (con la chilena Catalina Vicens). Tampoco aquí hubo fantasías posmodernas ni invenciones contemporáneas, sino rigor, pasión e intensidad. Que el concierto finalizara con el último verso del Magnificat secondi toni de Dunstaple cantado a capela por las checas da una idea muy clara del espíritu que animó un planteamiento tan original.
No puede alargarse esta última crónica ya mucho más, pero es de justicia dejar constancia de los dos excelentes conciertos ofrecidos por Le Poème Harmonique (Vincent Dumestre es otro músico serio que jamás defrauda), uno con la música francesa que debió de escuchar el joven Luis XIV y otra con un fresco y muy bien urdido Dido y Eneas de Purcell, que clausuró el festival el domingo por la tarde. También fueron interesantísimos los dos conciertos monográficos ofrecidos en un piano histórico (un Pleyel de 1842) por Petra Somlai (Robert Schumann) y Olga Pashchenko (Fanny Mendelssohn), con dos maneras de tocar casi opuestas. Un recital de Philippe Jaroussky estuvo lastrado por su monotonía expresiva y sólo se deslizó peligrosamente por la pendiente en la segunda propina, el clásico italiano Sarà perche ti amo, en el que descubrimos que su estupenda arpista, Angélique Mauillon, podía cantar mejor que él. Pierre Hantaï, en un monográfico Handel el domingo por la mañana, nos regaló numerosos fogonazos de genio, pero no ese resplandor ininterrumpido del monográfico Scarlatti del año pasado. Art House nos ofreció su habitual espectáculo de humor blanco, este año con la feliz incorporación de la soprano británica Sophie Daneman. A Nocte Temporis hermanó en cuatro conciertos a Telemann con Rameau describiendo las diversas etapas del día y ratificó, como ya sabíamos, que Reinoud Van Mechelem es uno de los mayores talentos actuales en la interpretación de la música antigua. Y el Concurso Van Wassenaer, un clásico acogido año tras año por el festival, nos deparó la alegría del triunfo final de Ossian’s Dream (magnífico nombre), con dos españoles formados en la Schola Cantorum, Claudia Reyes y Pau F. Benlloch, entre sus filas.
Como todos los veranos, el carillón ha sido la banda sonora a la que hemos acompasado de buena gana nuestras vidas durante estos últimos diez días en Utrecht, con cuatro músicas recurrentes que –como es tradición– han tenido una relevancia especial en uno o varios momentos del festival: a las horas en punto, una Sarabande de Louis Couperin; a las medias, la tocata inicial de L’Orfeo de Monteverdi; a las horas y cuarto, el Preludio en Fa menor del segundo libro de El clave bien temperado de Bach; a menos cuarto, la fuga en Fa sostenido mayor del primer libro. Prestar voz es el lema elegido para el festival de 2026. Habrá que volver.
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