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'TintaLibre'
Tribuna
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Las periodistas irreverentes

‘TintaLibre’ reproduce un relato de Lydia Cacho sobre la necesidad del periodismo ante la vulnerabilidad de los derechos de los más débiles

Protesta contra los feminicidios en Ciudad Juárez, México, el pasado 25 de febrero.
Protesta contra los feminicidios en Ciudad Juárez, México, el pasado 25 de febrero.Luis Torres ((EPA) EFE)

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Eran los años noventa, el sol se disolvía en el traslúcido mar de Cancún esa tarde en que junto a mi marido me senté en un restaurante italiano. A punto de dar el primer trago a una copa de vino, el camarero, que era conocido nuestro, me explicó que aquel hombre atractivo, con barba y una melena negra que caía sobre ojos profundos y cejas afligidas, el de la sonrisa expansiva, ese que recién se había sentado a la mesa del gobernador, era Amado Carrillo El Señor de los Cielos, nuevo líder del Cártel de Juárez. Se rumoreaba que recién había comprado un edificio frente al mar y que el gobernador Mario Villanueva le ayudaba a blanquear el dinero de drogas y armas. Años más tarde se demostró.

Verlos allí, en público, me hizo entender que continuamente los crímenes suceden a plena luz del día frente a nuestra mirada. Ese día pensé que nacemos en un territorio, en una familia específica, con una educación y un temperamento determinado, que todo ello es parte esencial de la forma en que aprendemos a fijar nuestra mirada en el mundo y, por tanto, nuestra forma de entender y narrar lo mirado; somos el contexto y el contexto es nosotras. Todo lo demás son herramientas adquiridas con esfuerzo, estudio con una pizca de talento e inspiración. Entendí que para una buena periodista todo importa, mirar siempre a mi alrededor me ha ayudado a escribir las mejores investigaciones e incluso a salvar mi propia vida.

El 12 de abril de 1993 –inolvidable día de mi cumpleaños– Rafael Aguilar, fue asesinado en un muelle de Cancún cerca de mi casa mientras subía a un yate. Era el líder del Cartel de Juárez y socio de Pablo Escobar (con quien lograba meter en México el 60% de la cocaína que llegaba a la frontera norte). Fue Amado Carrillo, ese hombre que yo tenía enfrente, quien lo asesinó para asumir su liderazgo. A mí no me obsesionaba el tráfico de drogas como a mis colegas, más bien quería saber cómo funcionaban sus redes de prostíbulos, cómo esclavizaban a mujeres, niñas, niños y jóvenes en su industria criminal y cómo blanqueaban el dinero ensangrentado del narcotráfico. Tardé años en aprender a investigarlos, en obtener evidencia y en comprender que, sin los políticos y cuerpos policiacos en red, esos emporios criminales no existirían. Entre los engranajes públicos y privados del crimen solo estábamos las y los periodistas para escuchar y hacer eco de las voces de las víctimas de esa creciente industria en vías de globalización.

Habría que decir que soy una mujer reportera de investigación experta en el funcionamiento de los mecanismos de la delincuencia organizada centrados en la explotación de mujeres, niñas y niños. Tengo 61 años de vida y treinta y cinco como periodista. Nací en la Ciudad de México y mis primeros atisbos de los vínculos entre los líderes políticos y los capos de las drogas de Colombia y México los atestigüé en el sureste de México que comparte frontera con Guatemala y Belice, por donde entraban de forma ilícita lo mismo drogas que armas y esclavas.

Mucho antes, en mi infancia en la hermosa Ciudad de México, descubrí la desigualdad en carne propia, ya en la adolescencia el feminismo le puso nombre a aquello que sentía en las calles de mi país. Para mí el feminismo no es dogma sino conocimiento vivo, un proceso personal y político, una forma de vivir y estar. Por ello cuando me convertí en una conocida reportera recibía la triple crítica derogatoria de los periodistas con autoridad: por ser mujer, por ser feminista y por usar fuentes no tradicionales. A los señores célebres del periodismo que vivían en el risco de la fama, no les gustábamos las reporteras que preferíamos las calles y la planicie para tocar tierra cada día. Entonces, ejercer el periodismo de investigación en un momento histórico de transición entre la negación del androcentrismo hegemónico y el cuestionamiento de la subjetividad fue para mi generación de colegas reporteras de Nicaragua, El Salvador, Venezuela, Colombia, Puerto Rico, Dominicana y México, entre otros países, un reto de máximo esfuerzo. Cambiábamos la cultura en las redacciones mientras documentábamos la realidad social de voces que los propios editores silenciaban por ignorancia y desprecio a la otredad.

No sobra decir que nada transcurre igual para quienes viven en una democracia con Estado de Derecho que para quienes viven en una democracia en que el aparato de justicia se instrumentaliza visiblemente para sostener los actos de corrupción política, empresarial y criminal. Entender esto es importante porque nos ayuda a recordar que el contexto lo es todo. Hay periodistas que se van a la guerra a documentar los hechos y vuelven al hogar, a una vida apacible en una democracia funcional. En el caso de nosotras, las reporteras de la mayoría de los países de América Latina en que he trabajado, la guerra está en casa o en el barrio, las amenazas de muerte a la vuelta de la esquina, la vigilancia y el espionaje los operan miembros del Estado, e incluso los atentados son, en más del 60% de los casos, perpetrados por agentes policiacos y militares. Es por ello por lo que a lo largo de décadas hemos desarrollado redes de fuentes especializadas, de solidaridad humana y herramientas de protección que no se enseñan en las escuelas de periodismo. Al salir a trabajar tomamos el equivalente de precauciones que toma una reportera española que sale de Madrid después de un cafelito para llegar a Palestina a cubrir el genocidio.

Cada vez que un colega español me pregunta, ya sea en un foro de debate o en una entrevista, si el periodismo sigue vivo, si vale la pena ejercer esta profesión siento una doble crispación, la cerebral e inmediata frente a lo que me parece una pregunta ilógica cuyo origen está en sentir que se ha perdido el monopolio de la comunicación de antaño, y por otro lado siento la crispación del alma, una reacción casi física al imaginar qué sucedería si dejásemos sin escucha y acompañamiento de investigación periodística a las familias de las más de 130 mil personas desaparecidas solamente en México. Sin el periodismo de investigación y denuncia, ese cuya tarea es demostrar lo que la gente sufre, dice o clama, la impunidad sería mayor. Sin nuestro trabajo nadie sabría que existen más de 300 mil niños de menos de 17 años cooptados y esclavizados por los cárteles para ser entrenados como sicarios o esclavos de la agricultura de las drogas. Quién escucharía a las miles de niñas y niños abusados sexualmente cada año y quién sabría los nombres de sus violadores sin el buen periodismo. Quién conocería el nombre de jueces y juezas que ofrendan víctimas a cambio de mansiones, viajes y privilegios si no fuese por nuestro trabajo. Sin nosotras, las que pusimos el cuerpo y la seguridad documentando feminicidios en Ciudad Juárez desde 1994, Roberto Bolaño no hubiese podido escribir su best-seller desde la comodidad de su hogar y, más importante, no existirían las leyes contra el feminicidio.

Sin el buen periodismo las y los políticos no comprenderían el alcance de la tragedia de su irresponsabilidad frente una catástrofe climática, o ante la creciente adicción de niños inocentes a la pornografía producida por empresarios que crean algoritmos y estrategias para entrar en las vidas de la niñez frente a gobiernos que miran hacia otro lado. Sin el buen periodismo el mundo no hubiese entendido las complejidades del impacto de ETA en personas, en comunidades y en un país entero. Sin el buen periodismo que abreva del pasado para argumentar el presente, no entenderíamos cómo la historia de la guerra civil y del fascismo sigue teniendo víctimas colaterales y heridas históricas que no sanarán sin una verdad que vaya de la mano del reconocimiento del daño y la petición del perdón.

Sin duda hay periodistas que trabajan para sí mismos y quienes trabajamos para la sociedad; la diferencia entre miradas y contextos es abismal. Detrás de la elección para pertenecer a un grupo u otro está sin duda la fascinación con el poder, con el bienestar capitalista del socialdemócrata tranquilizado, del periodista que aun ama las cantinas y después de documentar las consecuencias del narcotráfico se mete tres rayas de farlopa porque es lo que hacen los hombres que sueñan con una vida épica de melancólicos que pretenden ser interesantes. En el otro lado, estamos quienes creemos ser obreras de la historia compartida, quienes no echamos en falta citar la historia antigua y entendemos que sí funciona la arqueología periodística y el periodismo de datos para analizar, aprender y resignificar los hechos que le atañen y afectan a diferentes grupos de la sociedad.

En estos 35 años como reportera mexicana, ahora exiliada en España, aprendí que el buen periodismo no solo busca respuestas sino nuevas preguntas, que frente a la histórica costumbre de los poderosos de crear versiones alternas de la realidad para contar su ficción proficiente, que busca profundizar opresiones y exclusiones sociales, nuestra labor debe ser creativa, innovadora, inteligente, honesta, paciente y comprometida. Hay que recordar que las noticias falsas no son nuevas; lo único nuevo son las herramientas para distribuirlas y expandirlas.

Esas mismas herramientas son fundamentales para nosotras, saber utilizarlas hace la diferencia. Cuando en 2003 hice la investigación para el libro Los demonios del edén: el poder detrás de la pornografía infantil, entendí que, si la autoridad no entraba al submundo de los cuartos oscuros de Internet en los que pedófilos de todo el mundo se enviaban información e imágenes de sus víctimas, yo debía aprender a hacerlo, y lo logré. Gracias a esa inmersión y a otras herramientas de periodismo logré demostrar lo que doscientas niñas y niños de entre 4 y 13 años habían contado y que, a la mayoría de las personas, incluidos periodistas, padres y autoridades, les parecía fantasioso, insólito o falso.

Mi labor consistía en demostrar, sin lugar a dudas, que los horrores de explotación sexual y grabaciones eran reales, y no solo eso, sino que la dignidad y la voz de la niñez que había osado revelar ese horror eran tan o más válidas que la de cualquier persona adulta. Recuerdo bien que hubo colegas periodistas (en este caso eran todos hombres), que recién salido mi libro me advirtieron que sería un fracaso porque había tenido el atrevimiento de reflexionar en esa investigación sobre los derechos de la infancia, de citar a terapeutas y filósofas que exploran la esperanza en el contexto del caos psicoemocional que produce la explotación sexual infantil. Algún famoso editor de periódico llegó a decirme que era un libro demasiado sentimental y menos periodístico. Ellos eran ese tipo de periodistas intelectuales apocalípticos que creían en la “severidad de los hechos objetivos” y por tanto descalificaban el tipo de periodismo que yo y otras mujeres hacíamos a principios del año 2000; eso que ahora llamamos periodismo de infancias y periodismo con perspectiva de derechos humanos lo fuimos inventando mientras evolucionábamos. Yo elegí desde un inicio alejarme del periodismo de las convenciones, del que reproducía la misoginia, el racismo, que elogiaba la adultocracia despreciando las voces de la niñez y las mujeres. Fue por ello que en su momento rechacé un trabajo con salario millonario para leer noticias en una televisión que pactaba con las mentiras del Estado.

El verdadero esfuerzo y compromiso ético del periodismo consiste en mantenerse alejada del miedo a la latente y real posibilidad de perder el prestigio o la relevancia social a razón de cuestionarlo todo. Es decir, cuando se es una ciudadana de izquierdas que cree y lucha cotidianamente por la equidad, contra las opresiones y las diversas manifestaciones de la exclusión étnica, económica y moral, una va descubriendo que otros colegas periodistas prefieren mantenerse sujetos antes al dogma que a la verdad –a lo que llaman periodismo objetivo–, porque la verdad es peligrosa cuando se investigan todas las aristas de los más serios problemas sociales cuya raíz es la violencia y sus herramientas son los sistemas criminales que la fomentan, la ejecutan y la defienden. Hacerlo correctamente nunca deja bien parado a ningún grupo político, ni conservadores, ni progresistas, ni socialistas, ni extremistas o neofascistas. Cuando investigamos a fondo todos los elementos que sostienen la violencia que asola a familias, comunidades o a un país entero – dando por hecho que lo hacemos escrupulosamente–, encontramos vínculos de intereses inconfesables entre unas personas y otras que pertenecen a las antípodas de los grupos políticos. No hay periodista con experiencia que no haya escuchado el consejo “esa nota no la publiques porque no podemos golpear a la izquierda, porque somos de izquierda”. Estoy segura que a los conservadores les sucede lo mismo pero como ninguno me lo ha confesado no puedo citarlo.

Una manifestante en el Día de la Eliminación de la Violencia Machista el pasado noviembre en Ciudad de México.
Una manifestante en el Día de la Eliminación de la Violencia Machista el pasado noviembre en Ciudad de México.Sashenka Gutiérrez (EFE)

Los sistema criminales a cubierto

Desde mi punto de vista la verdadera tarea, o dicho de otra forma, la verdadera valentía de una o un periodista actual, radica en perder el miedo a ser irrelevante ante las élites, esas que invitan a cócteles y nos sientan en sus mesas de honor cuando nuestro trabajo termina siendo citado para destruir a sus adversarios. Hay un tipo de periodismo de investigación que perdura en el tiempo y de manera indirecta colabora con los sistemas de justicia además de informar y desentrañar las raíces de ciertos problemas: es el que se especializa en mapear los Sistemas criminales.

Cuando escribo Sistemas criminales me refiero concretamente a ese conjunto de personas, principios y reglas racionalmente enlazados entre sí que permiten, por ejemplo, que un grupo de miembros de la delincuencia organizada secuestren a una veintena de adolescentes para explotarlas sexualmente. Para ello necesitan romperlas moralmente y a la vez exaltar su belleza y transformar su cuerpo, convencerlas de que ellas buscaban ser esclavas sexuales y que es una forma de vida digna. Entonces aparecen los empresarios, políticos, intelectuales, médicos, y profesionales de toda índole que se convierten en los inversionistas del delito que alimentan esa industria, lo hacen asistiendo a clubes y centros que facilitan la explotación sexual; para ellos las mujeres o niñas en cautiverio dejan de ser personas. Luego llegan las y los políticos que proponen y aprueban leyes que facilitan la explotación sexual argumentando la libertad de decisión de las mujeres para ser esclavas de una industria, con o sin patrón directo. Todas esas personas están entrelazadas y hay que demostrarlo hasta que la sociedad lo entienda.

Tras una investigación periodística se rescata a algunas de esas jóvenes y queda expuesta la mecánica de quienes cometen el crimen y de quienes alimentan su permanencia. Entra entonces el enlace de un juez, o jueza, fiscales, policías que eligen racionalmente comprometerse con los victimarios y dejar a las víctimas a su suerte. Ese compromiso es casi siempre económico, y más veces de las que imaginamos es por convicción de proxenetismo cultural: cuando hay una persona con poder en pugna legal frente a una mujer o niña prostituida sexualmente, la mujer siempre tiene menor valía, tanto testimonial como moral, porque carece de poder y de mérito para demostrar su pureza en una cultura en que el honor es cosa de hombres y la castidad es asunto de mujeres. El periodismo especializado logra explorar historias como esta de principio a fin. Cuando está bien fundamentado y eficientemente narrado, logra que la sociedad entienda los mecanismos ocultos en la existencia de delitos que les parecen aberrantes y que parecería a simple vista que son imposibles de erradicar.

El periodismo de investigación con perspectiva de género, de derechos de las mujeres, derechos humanos y niñez, ha transformado la geografía informativa, ha impactado en nuevas leyes, fomentado movimientos sociales y ha nutrido movimientos culturales de nuevas generaciones. A lo largo de las últimas décadas el periodismo de investigación hecho por mujeres en América Latina se ha convertido en ocasiones en la última herramienta de las víctimas para ser escuchadas, miradas, reconocidas en su plena humanidad.

Muchas de nosotras nos volvimos peligrosas e incómodas no solo para nuestra industria, no solo para el poder, también para los Sistemas criminales. En la medida en que se demuestra la fuerza, magnitud y poder de la verdad desde el periodismo, los enemigos tienen mucho que perder, es entonces cuando nos han perseguido, secuestrado, torturado, amenazado y en algunos casos asesinado. A pesar de todo ello, seguimos adelante, porque en realidad la nuestra no es la épica literaria del valiente héroe solitario que lo deja todo atrás para obtener la gloria personal, también esa épica la rechazamos. Nosotras trabajamos en red, sabemos que no somos excepcionales sino expertas, valientes e inteligentes, pero sobre todo sabemos que como humanas frente a esta guerra cultural, nosotras traemos la paz necesaria para escuchar y ser escuchadas. Mi querida Herta Müller escribió “la memoria no abandona la verdad. Solo puede abandonar la verdad la boca, en el cálculo del engaño”. Tal vez por eso las mujeres latinoamericanas suelen decir cuando van a asumir la responsabilidad de lo dicho: Mira, escucha, que esta boca es mía.

Lydia Cacho es periodista, actualmente exiliada en España, y autora del libro Cartas de amor y rebeldía (Debate, 2022).

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