Las cartas de Ray Bradbury: “No me dan miedo los robots sino la gente”
La correspondencia del autor de ‘Crónicas marcianas’ y ‘Fahrenheit 451′, seleccionada en el libro ‘Recuerdo’, incluye a personajes como John Huston, Graham Greene, Fellini, Truffaut o Stephen King
“Creo que va a haber que cambiar las fechas de la nueva edición de Crónicas marcianas”, escribió el 7 de julio de 1996 Ray Bradbury al editor Lou Aronica al ver que la fecha original que daba su libro de 1950 para el inicio de la conquista humana del planeta rojo era 1999 —luego se desarrollaba hasta 2026— y la cosa estaba aún muy verde. “Será mejor posponerlo unos 30 años, ¿no? ¿Para hacerlo coincidir con la expedición a Marte? Por favor, que alguien haga un cálculo aproximado y me contáis...
“Creo que va a haber que cambiar las fechas de la nueva edición de Crónicas marcianas”, escribió el 7 de julio de 1996 Ray Bradbury al editor Lou Aronica al ver que la fecha original que daba su libro de 1950 para el inicio de la conquista humana del planeta rojo era 1999 —luego se desarrollaba hasta 2026— y la cosa estaba aún muy verde. “Será mejor posponerlo unos 30 años, ¿no? ¿Para hacerlo coincidir con la expedición a Marte? Por favor, que alguien haga un cálculo aproximado y me contáis, ¿vale? La primera fecha en vez de 1999 podría ser 2029 y luego habría que calcular a partir de ahí, ¿de acuerdo? Así la NASA tendrá más de 30 años [de 1996 a 2029] para cumplir mi profecía”. La carta del escritor de ciencia ficción a quien más se asocia con Marte (con perdón de H. G. Wells y Edgard Rice Burroughs) y que pidió que sus cenizas sean llevadas y esparcidas allí cuando quiera que llegue la primera expedición (¿2029?, ya veremos, vuelve a estar muy cerca), es una de las que puede leerse en la interesantísima selección de su correspondencia que compone el volumen Recuerdo, que acaba de editar en castellano Minotauro (traducción del inglés de Pilar de la Peña Minguell).
El tomo, de medio millar de páginas, incluye casi trescientas cartas entre las enviadas y las recibidas por el autor de Crónicas marcianas y Fahrenheit 451. El libro proporciona una mirada excepcional sobre la vida y la creación de Bradbury (1920-2012) y pone de manifiesto la extensión de los contactos del escritor de Waukegan (Illinois) y lo abundante de su correspondencia. Entre los correspondientes que aparecen en el libro figuran otros autores, editores, cineastas, amigos, admiradores y familiares (un carta es a su mujer Maggie, a la que se ha sabido que engañaba). Bradbury se carteó, entre otros muchos, con Graham Greene, W. Somerset Maugham, Bertrand Russell (con el que debatió sobre Fahrenheit 451), Gore Vidal (gran fan de Crónicas marcianas y al que Bradbury le habla de “nuestro querido Truman” y su El arpa de hierba), August Derleth, Stephen King o ¡Anaïs Nin! (“admiradora fiel”, aunque sin duda tenían distintas ideas sobre Venus); y con grandes directores de cine como John Huston, Federico Fellini y François Truffaut. Sorprende encontrar correspondencia con personajes tan inesperados como Richard Bach (para el que la literatura moderna era “Saint-Exupéry y Bradbury”), el mimo Marcel Marceau (que quería hacer convertir los relatos de Bradbury en pantomimas), Leon Uris, John Fitzgerald Kennedy o los dos presidentes Bush (las cartas son con motivo de la concesión de premios).
La selección de misivas, que lleva por título el de uno de los poemas más emotivos del escritor, en el que cuenta cómo encontró de mayor la nota que se había dejado a sí mismo a los 12 años en un nido de ardilla en un árbol (puro Bradbury), está dividida en 12 secciones en función de con quién se intercambiaron las cartas (mentores, escritores noveles, literatos contemporáneos, cineastas, editores y editoriales, agentes, amigos y familia), además de varias oficiales y algunas reflexiones de Bradbury. Las cartas, destaca el editor de las mismas, Jonathan R. Eller, que ha realizado una tarea monumental buscándolas por numerosos archivos y colecciones y que las contextualiza una por una, “ofrecen la primera mirada sostenida a su vida interior, desde los últimos años de su adolescencia hasta su novena década”.
Eller destaca algunos rasgos de Bradbury que se revelan en las cartas, como que no le importaban las etiquetas de género y que siempre intentó mantenerse fiel a las características tan personales de su prosa (ese estilo poético y metafórico inmediatamente reconocible) y a su exploración de las complejidades del corazón humano, aunque al principio el mercado le solicitara otra cosa. A lo largo de la correspondencia va surgiendo un retrato completísimo de Bradbury con sus muchas luces (su entusiasmo, su alegría vital y su sentido de la maravilla, su generosidad) y sus sombras (inseguridad, vanidad, dificultad para aceptar las críticas, zalamería con los poderosos, el pánico a escribir ficción en formato de novela, pues se consideraba autor de relatos, o el miedo a las influencias). Pero, sobre todo, recalca Eller, en las cartas nos aparece ese escritor irrepetible que “se centraba en las cosas que mejor conocía: las esperanzas y los miedos, los sueños y las pesadillas, los amores y los odios que surgen de la infancia y nos acompañan toda la vida”. O como le escribe el propio Bradbury al crítico cultural Russell Kirk en 1967: “En el fondo, por encima de todo, lo que me mueve la mayoría de las veces es una inmensa gratitud por haber tenido esta ocasión única de estar vivo, de vivir una experiencia milagrosa que nunca deja de ser extraordinaria a la par que desconcertante”.
La primera carta del libro es muy significativa: a Edgar Rice Burroughs, el creador de Tarzán y de tantas novelas de fantasía. En ella, un joven Bradbury le pide en 1937 a Burroughs si quiere acudir a una sesión de su grupo de fans de la ciencia ficción en una cafetería de Los Ángeles. El veterano autor declinó confesándole su renuencia a hablar en público. Otros maestros del género con los que Bradbury tuvo correspondencia fue con Robert A. Heinlein (Tropas del espacio), Jack Williamson (Más oscuro de lo que creéis), Henry Hasse (con el que Bradbury colaboró en su primera venta de un relato), Theodore Sturgeon (que le escribe que es el único autor del que ha tenido celos), Richard Matheson, Frederik Pohl o Henry Kuttner, su principal mentor en sus primeros años en el proceloso mundo del pulp de ciencia ficción y fantasía de los años de antes y durante la Segunda Guerra Mundial, en la que Bradbury no combatió (inhabilitado, hizo un servicio alternativo escribiendo guiones radiofónicos para campañas de donación de sangre). A otras dos leyendas de la ciencia ficción, Leigh Brackett y Edmond Hamilton, amigos y mentores, les escribe en 1950 que ha conocido a Fritz Lang y que este le ha contado cosas fascinantes sobre la Alemania nazi como que Goebbels le ofreció dirigir la industria cinematográfica del país y Lang “salió por piernas”. Comenta que Lang le ha contado que “Hitler confiscó todas las copias de La mujer en la luna porque desvelaba el secreto del cohete V-2″. En otra carta, de 1951, les escribe una recomendación muy raybradburyana, con tintes de su admirado Robert Frost, que merece encuadrarse: “Bueno, chicos, pescad, navegad, construid, escribid, echad unas cabezadas, montad a caballo, flotad ligeros por las tardes doradas que se avecinan”. A otro de sus grandes mentores, el crítico de arte e historiador del Renacimiento Bernard Berenson (1865-1959), Bradbury le escribe en 1958: “No puedo rebelarme contra lo que llevo en las venas. Las películas, las máquinas y la naturaleza, todo mezclado con magos, ferias y demás, encuentran un modo de resolver los problemas a través de mi obra”.
Atraviesan las cartas, con mucha información biográfica, momentos tan destacados en la vida de Bradbury como el nacimiento de sus cuatro hijas, o la vez que vio a Laurel y Hardy en persona. O cuando de niño le pidió un autógrafo a W. C. Fields y este le devolvió el lápiz y el papel y le dijo: “¡Toma, pequeño hijo de puta!”. El miedo al avión, lo desengaños y sinsabores de algunos proyectos o la tormentosa, o la tormentosa relación con John Huston por su colaboración en Moby Dick, aunque le supuso ver a Gregory Peck cuando le ponían la pata de marfil que lleva en la película (”no os imagináis lo simpático que es”, escribe a sus “queridos mamá y papá” en abril de 1954). Están también su amor por el teatro, por Bernard Shaw, por Shakespeare, por Frost. Y toda su lista de otros amores: “Quasimodo, los dinosaurios, Buck Rogers, Tarzán, la Exposición Internacional de Chicago y la de Nueva York, la historia de la arquitectura, H. G. Wells, Julio Verne, 10.000 películas, El príncipe Valiente (¡me carteé durante treinta años con su dibujante Hal Foster!), la radio antigua, Fred Allen, Melville…”. Y sus recomendaciones: “Lea un poema todas las noches de su vida”, “ame los libros con toda su alma y sumérjase en ellos”. O la constatación de que “hasta el fin de nuestros días, mantenernos contemplativos, cuerdos, de buen humor, es nuestra única misión, en medio de ciudades que nos tientan con la inhumanidad y de pasiones que amenazan con atravesarnos la piel con agujas invisibles”. Ya en 1948 escribía: “El Futuro (¡con mayúscula!) se acerca rápidamente. La era de los cohetes se nos echa encima”. En 1961 una carta revela que Hitchcock le llamó para que colaborara en el proyecto de hacer una película basada en el relato de Daphne du Maurier Los pájaros. No encontró fechas.
A destacar las cartas que intercambiaron Stephen King (que se proclama gran admirador) y Bradbury a propósito de La feria de las tinieblas. Bradbury explica la génesis de ese libro, una de las más hermosas plasmaciones del amor paterno filial (si tiene cuentas pendientes con su progenitor, léala y hará las paces), en una carta que muestra su inmensa capacidad de conmover y conmoverse. Con esa novela, “hice algo precioso sin saberlo. Le escribí una oda a mi padre. No caí en la cuenta hasta una noche de 1965, unos años después de que se publicara. Como no podía dormir, me levanté y deambulé por mi biblioteca, encontré la novela, releí algunos fragmentos, me eché a llorar. Mi padre estaba atrapado en aquellas páginas para siempre, ¡como el padre del libro! Ojalá hubiera vivido para leerse allí y sentirse orgulloso de su valentía en nombre de su querido hijo. Aun cuando escribo esto me conmueve recordar el estallido de alegría y de angustia con el que descubrí que mi padre estaba ahí para siempre, al menos para mí, atrapado en el papel, plasmado en las páginas, y hermoso de contemplar”. Y remacha de La feria de las tinieblas: “Quiero esa novela por encima de todo lo que he escrito en mi vida. La querré, y a las personas que la habitan, a mi padre y al señor Eléctrico, y a Will y a Jim, las dos mitades de mí mismo fuertemente tentadas y puestas a prueba, hasta el final de mis días”.
Particularmente emotivo, por lo que representan ambos en la historia de la ciencia ficción, es asimismo el intercambio epistolar con Arthur C. Clarke, y la carta que este le escribe a Bradbury el 11 de agosto de 1992 recordando la muerte en abril de ese año de Asimov, el tercer mosquetero: “Aún estoy triste por lo de Isaac. Empieza a quedarse muy sola la meseta de los dinosaurios, ¿no te parece?”.
También en la correspondencia con Graham Greene (que le escribe a Bradbury que “Ballard y usted son los únicos autores de ciencia ficción cuyos libros agradezco, porque ninguno de los dos es solo un escritor de ciencia ficción, sino todo un artista”) hay un momento muy conmovedor, cuando Bradbury le adjunta uno de sus cuentos favoritos Bendígame, padre, ese precioso relato de pecado y redención que “confío en que apele a un lado de su persona que he detectado en muchos de sus novelas y relatos”. Bradbury, al que le encantaba ese cuento (quien firma se lo oyó contar en directo en una memorable ocasión con lágrimas en los ojos), le dice a Greene que lo escribió “para perdonarme por pecados cometidos a los 13 años”. Y este le contesta en tono muy Greenesiano: “¡Estoy convencido de que sus pecados le han sido perdonados!”. En una carta, Thomas Steinbeck le indica que su padre, John Steinbeck, admiraba su cuento El emisario y también La guadaña, probablemente el relato más desolador de Bradbury (según quien esto escribe).
El capítulo de cineastas es muy jugoso. Empezando por la correspondencia con John Huston, que le hizo sudar tinta a Bradbury durante su trabajo de nueve meses en 1953-54 como guionista de Moby Dick, una labor ciclópea que alteró profundamente al escritor. “Ahora que he entrado por un extremo de Moby y salido por el otro”, escribe a Huston en junio de 1954, al acabar, “no siento otra cosa que respeto por personas como tú, que podéis mantener ese ritmo de trabajo un año sí y otro también sin que os salgan úlceras intestinales. Mi huida del guion rumbo a Italia no fue muy distinta de la huida de Jonás para evitar la ira de Dios”. La relación con Truffaut (por la versión que este hizo de Fahrenheit 451) fue muy distinta y trabaron una gran amistad. “Otro director me habría hecho una película de Bond”, dice al respecto (pese a que era fan de Ian Fleming), agradecido, Bradbury. “Te admiro muchísimo, querido Bradbury”, le escribe en otra correspondencia amable Federico Fellini. En una carta de 2007 a Tenny Chonin, director de la división de desarrollo artístico de Disney, Bradbury, gran fan de Fantasía, evoca cómo conoció al creador de Disneylandia, con el que colaboró en numerosos proyectos y al que elogiaba sin reservas. También recuerda que la primera visita al parque la hizo con ¡Charles Laughton!
Otra carta a subrayar es una en la que Bradbury recuerda de dónde surgió el precioso pasaje de El vino del estío en el que el niño Douglas Spaulding, su alter ego, estrena unas zapatillas de deporte nuevas, uno de los grandes acontecimientos del verano en Green Town. Un buen número de cartas están dirigidas a su agente Don Congdon. Le explica en 1953 que algunas de sus ideas de Fahrenheit 451 provienen ¡de Ortega y Gasset! También le confiesa (1961) sus esperanzas con la administración Kennedy (“uno de los nuestros”) que se verán brutalmente destruidas con el magnicidio de Dallas, ante el que se muestra conmocionado y escribe que ojalá existieran las máquinas del tiempo para volver a ese día aciago y cambiarlo (¿se inspiró en ese comentario Stephen King para su novela 22/11/63?). La posición política de Bradbury, votante demócrata, aparece en cartas como la abierta al partido republicano que publicó en 1952 y en la que pedía “devolver a McCarthy y a sus amigos al Salem del siglo XVIII”. En otra carta elocuente del mismo año afirma que seguirá luchando por la paz y las causas justas “aunque siga habiendo capullos reaccionarios como MCarthy, Perón, Franco, etc”.
En las cartas del hombre que nos hizo soñar con el futuro aparece una consideración sobre los robots (1974) que muestra lo que hubiera podido opinar de la actual polémica sobre la Inteligencia Artificial (IA). “Y en cuanto a los robots a los que dices temer”, le escribe al autor británico Brian Sibley, “¿por qué temer algo? ¿Por qué no crear con ello? No me dan miedo los robots. Me da miedo la gente, la gente, la gente. Quiero que sigan siendo humanos. Puedo ayudar a humanizarlos con el uso sabio y maravilloso de los libros, las películas, los robots, y mis propios pensamientos, mis manos y mi corazón (…) Pero ¿los robots? Dios, los adoro. Los usaré humanamente para enseñar todo lo de arriba. Mi voz saldrá de ellos y será una voz maravillosa”.