Diez espléndidas películas para cinéfilos escondidas en Netflix
El algoritmo de la plataforma no muestra mucho más que cine de estreno o insustancial: he aquí una selección de títulos de directores célebres como David Lean, Carol Reed y Claude Chabrol
No son las películas que nos suele recomendar la plataforma en el momento de abrirla. Tampoco es fácil que el algoritmo las muestre en algún momento de la búsqueda. Pero son algunas de las más interesantes del catálogo de Netflix para los cinéfilos, para los que buscan mucho más que cine de estreno y entretenimiento insustancial.
Entre las 10 seleccionadas, hay un puñado de títulos primerizos de directores célebres como David Lean, Carol Reed y Claude Chabrol, curiosidades alejadas del cine de Hollywood, y un par de películas estadounidenses de no hace demasiado tiempo que, con los cambios sociales y los nuevos gustos, han entrado en un injusto barbecho. Estilos distintos, tiempos distantes. Pero todas ellas de calidad. Pasen y lean. Y luego, si les apetece, vean.
Cegados por el deseo (Closer) (2004), de Mike Nichols
Cuando se estrenó hace 20 años cosechó buenas críticas, estaba protagonizada por cuatro intérpretes entonces en la cumbre, y dirigida por Mike Nichols, uno de los nombres fundamentales del cine estadounidense desde su espectacular irrupción con ¿Quién teme a Virginia Woolf? y El graduado a mediados de los sesenta. Sin embargo, pocos jóvenes cinéfilos la conocen hoy pese al reparto con Julia Roberts, Natalie Portman, Jude Law y Clive Owen. ¿Demasiado amarga, realista, cruda, directa, pesimista, amoral, elíptica y adulta para los nuevos gustos? Basada en una obra de teatro del dramaturgo Patrick Marber, que adaptó su propia pieza, Closer (el antetítulo español no puede ser más horrendo) se abre ya con una preciosa pero áspera canción de Damien Rice, The Blower’s Daughter, con estrofas desesperadas: “¿Dije que te detesto? / ¿Dije que quiero dejarlo todo atrás? / No puedo dejar de pensar en ti”. Y lo que sigue es un cuadrilátero amoroso-sexual de descarnada sinceridad entre una fotógrafa, un escritor, un médico y una camarera. Imágenes de amor desolado, con Portman y Owen nominados al Oscar en las categorías de interpretación de reparto.
En la boca, no (1991), de André Téchiné
Si no fuera porque André Téchiné y Eloy de la Iglesia son muy distintos en cuanto al estilo y a los objetivos, lo que cuenta En la boca, no bien podría ser una película del cineasta español protagonizada por José Luis Manzano, su actor fetiche. La ambición siempre tiene algo de ingenuidad, pero la del ignorante e impetuoso joven que deja a su familia en el campo para ganarse la vida en París sin saber hacer nada supera cualquier inconsciencia: decide ser actor, pero acaba enrolado en un círculo de viejos homosexuales, caminando sobre el alambre de la prostitución y viviendo de una madura burguesa con una madre parapléjica. En su novena película como director, Téchiné, un habitual de los cines españoles de versión original con películas tan importantes como Los juncos salvajes y Alice y Martin, reflexiona sobre el estado de su sociedad mientras retrata el interior de un joven sin una pasión concreta en la vida, salvo comérsela a bocados de realidad.
La barrera del sonido (1952), de David Lean
David Lean ha pasado a la historia del cine por sus grandes epopeyas bélicas y románticas (El puente sobre el río Kwai, Lawrence de Arabia, Doctor Zhivago…), pero comenzó su carrera con películas mucho más íntimas, como La vida manda y Breve encuentro. La barrera del sonido, también de su primera etapa, tiene algo de cada una de sus vertientes: la calma y el espectáculo; la caricia y el brío. Como una extraña y primigenia mezcla entre Elegidos para la gloria y Top Gun, el relato se ocupa de ese momento de la historia de la aviación en el que los modelos supersónicos comenzaban a utilizarse y los pilotos superaron la velocidad del sonido. Y hay aventura, pero también melodrama romántico, cine histórico y tragedia familiar. Al mando del guion, el reputado dramaturgo Terence Rattigan, autor de El caso Winslow, Mesas separadas, The Deep Blue Sea y La versión Browning, de las que se han hecho excelentes películas de todas las épocas.
Recuerdos del ayer (1991), de Isao Takahata
Cofundador del mítico estudio Ghibli junto a Hayao Miyazaki, Isao Takahata habla de la infancia desde la madurez, en una preciosa película con dos tiempos: mediados de los sesenta, cuando la protagonista retoza en 5º de primaria (tonos pastel, minimalismo y fondos apenas perfilados); y ya en los ochenta, con una mujer de 27 años que abandona la ciudad para descubrir un entorno rural que el director dibuja de un modo colorido y detallista. El creador de la soberbia y dolorosa La tumba de las luciérnagas (1988), justo su obra anterior, no se sabe si compone un anime para mayores que pueden ver los niños, o una película para niños a la que sacarán más jugo los mayores. En cualquier caso, ahí está parte de la infancia de cualquiera, desde la “primera y única torta” que dio un nervioso padre a su hija, hasta la zafiedad general de los chicos con las chicas en el colegio. Como símbolo, ese fantástico momento en el que Takahata detiene el tiempo en la primera conversación que pueden tener un niño y una niña en torno al flirteo, rematada con el simbólico onirismo del ímpetu y la felicidad infantil.
Mejor… imposible (1997), de James L. Brooks
Un gag cómico no apto para animalistas abre la película. Le siguen dos diálogos en los que el protagonista muestra su racismo y su homofobia. ¿Incorrección política? Vista hoy, igual sí, pero en su momento solo era una alta comedia de Hollywood con aires de screwball, ligero romanticismo y toque estrambótico, que se convirtió en un clásico moderno. Así han cambiado los tiempos. También el cine. Sin embargo, el estilo elegante de James L. Brooks, su director, y el encanto de su trío protagonista, se muestran imperecederos. El viaje hacia la redención de un insoportable en lo social y penoso en lo personal, a causa de su trastorno obsesivo compulsivo, fue candidato a siete premios Oscar y ganó dos: para Jack Nicholson, que decidió retirarse en 2010, y para Helen Hunt, que incomprensiblemente fue cayendo desde la primera línea de Hollywood hasta un injusto socavón profesional. Los miserables como Melvin, el rol protagonista, pueden ser graciosos si se sabe marcar la línea entre la búsqueda de un divertimento cinematográfico y la de un panfleto moral.
El comisario (1962), de Luigi Comencini
Tras la aspereza del neorrealismo, durante las décadas de los cincuenta y los sesenta la comedia popular italiana radiografió no solo un país sino una también una idiosincrasia, un modo de moverse por la vida. En El comisario, Alberto Sordi es un tocapelotas, ese individuo que trabaja demasiado en un lugar en el que nadie da un palo al agua. Recto, riguroso y ambicionando un puesto mejor, el joven policía (aunque Sordi nunca tuviera cara de joven) se encabezona en investigar un caso cerrado por el juez de instrucción tras el empeño de los de arriba y con la indolencia de los de en medio: la muerte de un alto cargo empresarial que andaba de orgías en la noche romana. Lo de menos es el proceso de investigación. En la película de Luigi Comencini, director de las formidables A caballo de un tigre y Todos a casa, lo relevante es el patético recorrido por un país en el que ya sea en una carrera de galgos, en una fiesta o en un entierro siempre hay alguien que pretende sacar tajada de otro alguien que también pondrá la mano para confraternizar en caradura.
El ojo maligno (1962), de Claude Chabrol
Seis años antes del Teorema de Pasolini, Claude Chabrol ensayó una especie de antecedente temático: el del intruso que se introduce en un microcosmos de aparente comodidad y felicidad con la intención de medrar y de, finalmente, destruirlo. El triángulo lo forman un joven y mediocre escritor francés que se gana la vida trabajando para unas revistas con reportajes sobre el antiguo enemigo alemán y futuro aliado; un célebre novelista germano, esperanza de un nuevo país, traumatizado por la mentira de la reciente barbarie nazi; y la hermosa esposa de este, una francesa delicada y perfecta, pero con mentira interior, interpretada por Stéphan Audran, entonces pareja del director. En su sexto largometraje, más vanguardista que los iniciales El bello Sergio y Los primos, Chabrol avanza ya su gran tema: la hipocresía y la falsa fachada de las clases altas. Abstracta e introspectiva, copada por la voz en off y por una banda sonora atonal, la película entra en combustión con las bellas secuencias de exteriores en el vértigo de la ciudad de Múnich, de corte documental, con la gente real como extras involuntarios.
Penny Paradise (1938), de Carol Reed
Huele a comedia de la Ealing, pero en realidad llegó una década antes de que la mítica productora británica comenzara a facturar aquellas fantásticas historias comandadas por el sentido de comunidad, las preocupaciones sociales y una cierta excentricidad. Penny Paradise, película de aprendizaje de Carol Reed, que a finales de los cuarenta se establecería como uno de los grandes nombres del cine británico con Larga es la noche, El ídolo caído y, sobre todo, El tercer hombre, es una encantadora comedia de equívocos con toques de musical, protagonizada por ese reconocible entramado de cualquier lugar del mundo llamado gente común. Con sus ilusiones, sus (pocas) certezas, su ir tirando y sus soplos de aire fresco. En este caso, el capitán de un viejo remolcador de Liverpool que descubre que ha ganado un dineral en las quinielas de futbol, lo que le acerca junto a su simpática pero acomplejada hija a algunos de sus sueños. Sin embargo, como en El mundo sigue, de Fernán Gómez, película hermana en eso de la ilusión por un boleto premiado para salir del hoyo, se descubre que no es el dinero lo que da la felicidad, sino tu propio interior y la comunidad que siempre te quiso.
Al otro lado del viento (2018), de Orson Welles / Me amarán cuando esté muerto (2018), de Morgan Neville
La verdad y la mentira, el triunfo y el fracaso, la genialidad y la dispersión, la luz y el ocaso, siempre estuvieron presentes en la carrera de Orson Welles. En sus películas, y en sí mismo. Cuando falleció en 1985, los proyectos inconclusos se acumulaban. Uno de ellos, Al otro lado del viento, filmado entre 1970 y 1976 en momentos discontinuos, fue finalizado por una parte del equipo original en 2018. Una obra de vanguardia, experimental, volcánica y críptica. Una película dentro de una película acerca del último día de vida de un viejo director de Hollywood que intenta atraer inversores para poder finalizar su obra testamentaria. A ese director lo interpretó su amigo John Huston. En realidad, es un espejo de sí mismo, un falso documental montado a golpe de hacha, que por momentos deslumbra y a veces importuna, pero que siempre estimula. Como acompañante del montaje final, el documental Me amarán cuando esté muerto (frase a modo de leyenda urbana que pudo o no decir Welles en vida) analiza el proceso de elaboración final de Al otro lado del viento, y reflexiona sobre la figura y el arte de Welles, genio de los accidentes.
The Gentle Gunman (1952), Basil Dearden
Uno de los primeros acercamientos frontales al conflicto irlandés y al terrorismo del IRA. La película comienza con una soberbia secuencia de suspense en una estación de metro atestada de gente, y ya no te suelta. Ambientada en medio de la Segunda Guerra Mundial, cuando los ingleses bastante tenían con que no les invadieran los nazis, The Gentle Gunman hace referencia ya desde su título al desencantado protagonista, interpretado por John Mills: “Mi problema no es la cobardía. Cuesta reconocer que te equivocas y condenar todas tus creencias. Cuesta dar la espalda a tus amigos y camaradas. Hay mejores formas de servir a la patria que morir por ella”. Por el contrario, su hermano pequeño (Dirk Bogarde), que lo idolatra, no está tan dispuesto a abandonar la violencia y los atentados. Una bella carta cinematográfica de intenciones políticas equidistantes en un territorio polarizado, con una espectacular fotografía de Gordon Dines de los paisajes irlandeses y de los claroscuros en los interiores. Y una sentencia rotunda, no por casualidad en boca de una madre: “¿No crees que el mundo acabará vomitando sangre con los cadáveres de los jóvenes muertos?”.