Del cautiverio en Siberia a la persecución de la Gestapo: la vida como artista de Rudolf Wacker
El Leopold Museum presenta en Viena una exuberante retrospectiva sobre uno de los máximos exponentes de la Nueva Objetividad
En las enormes paredes de un profundo azul cobalto del Leopold Museum cuelgan los dibujos de un prisionero de guerra en Siberia. Rudolf Wacker (1893-1939) fue reclutado por el Ejército austrohúngaro nada más desatarse la Gran Guerra en 1914 y al año siguiente fue capturado por los rusos y deportado a un campo de trabajo en Tomsk, donde le confinaron cinco años. Allí maduró como artista. Un presidio zarista en la taiga siberiana a seis mil kilómetros del hogar no es la Academia de Bellas Artes de Viena —que le había rechazado en 1910, dos años después del rechazo definitivo a Hitler—, pero ciertos privilegios como oficial le permitieron conciliar la miseria del encierro con el acceso a una copiosa biblioteca y a material para dibujar, además de concederle tiempo libre para conocer la ciudad. Desarrolló su estilo expresivo y estrechó lazos con la escena artística local, la llave para participar en exposiciones y vender obras.
Una de esas obras de arte en cautividad es Phallus (1917), puro lápiz sobre papel, el dibujo de un falo en erección como anhelo de vida y fuerza creativa que debió causar revuelo en el campo. Wacker nació en Bregenz, ciudad a orillas del Lago Constanza en la periferia del Imperio austrohúngaro. Tras el fracaso ante la exigente academia vienesa, se mudó a Weimar para recibir clases de Albin Egger-Lienz hasta que la guerra lo rompió todo. A su vuelta, el Imperio había desaparecido, su padre había muerto y la inflación había devorado la fortuna familiar. Entonces viajó a Berlín y Viena para empaparse de las nuevas corrientes vanguardistas.
El Leopold Museum presenta una minuciosa retrospectiva, Rudolf Wacker. La magia y los abismos de la realidad (hasta el 16 de febrero), que arma una biografía a través de sus obras. Pese a su trascendencia, se trata de un artista poco conocido, incluso en Mitteleuropa: la última exposición de sus obras en Viena se remonta a hace más de 60 años, en 1958, en el Belvedere. Solo su ciudad natal expuso en el Vorarlberg Museum en 2018 una muestra de relevancia, pero centrada en cómo Wacker se convirtió en artista en el protogulag siberiano.
“En Viena hay una fuerte tradición tanto de arte barroco como de arte expresionista. No se encuentran muchos artistas que pintaran como Wacker o que dejaran una obra tan sustanciosa como la suya”, explica Marianne Hussl-Hörmann, una de las dos comisarias de la exposición. El artista, cuyos primeros lienzos son de un cromatismo expresionista tan vivo que al azul cobalto del museo le cuesta destacar, abrazó la técnica ultrafigurativa a mediados de los años veinte. Como escribió en sus diarios, al “subjetivismo exaltado” del expresionismo debía sucederle un “objetivismo exaltado”. Desarrolló una variante independiente, alpina, de la Nueva Objetividad (una etiqueta acuñada en 1925; en realidad, otra forma de subjetividad artística), que en la exposición dialoga con obras de referencia de Otto Dix, Anton Räderscheidt y Alexander Kanoldt.
Wacker no había conectado con la escena de las grandes urbes y se retiró a Bregenz, donde su obra mira a la realidad de las cosas que encuentra en su entorno inmediato, paisajes, patios traseros y objetos de la vida cotidiana. Un bestiario de miradas vacías y figuración estoica que burla lo expresivo. También impulsó el grupo artístico transnacional Der Kreis (El círculo), que le mantuvo en contacto con pintores como Conrad Felixmüller, Hans Purrmann y Adolf Dietrich, en un intento de mitigar el aislamiento de la vida de provincias y beneficiarse de la ubicación en la triple frontera entre Austria, Suiza y Alemania del Lago Constanza.
En los años treinta, la gente desapareció de las pinturas de Wacker. En su lugar, insistió en los retratos de muñecas con mensajes encriptados. Con el ascenso del nazismo en la vecina Alemania, la comisaria Laura Feurle hace una lectura de disidencia en sus alegorías pictóricas: “Creó retratos enfáticos de muñecas con cabezas rotas, cuyas lesiones pueden interpretarse como heridas infligidas por el zeitgeist nacionalsocialista. Wacker criticó duramente esta ideología en sus últimos dibujos y litografías. Representó a las muñecas como marionetas seducidas por los nazis o como sutiles luchadoras de la resistencia, entre deformes saludos hitlerianos, en un mundo desquiciado existencialmente”. Y añade: “El pintor no formó parte de la resistencia, pero fue un disidente”.
La retrospectiva pasa de puntillas por la membresía de Wacker desde 1933 en el Frente Patriótico, el partido de Engelbert Dollfuss, admirador de Mussolini, que impuso una dictadura austrofascista tras la guerra civil de 1934. “Se une al partido, presumiblemente para acallar rumores sobre sus simpatías comunistas y evitar represalias”, se lee en el catálogo razonado. En esa época, dirigió las clases nocturnas de fundamentos del desnudo artístico en la escuela profesional de Bregenz, pero, paradójicamente, por aquello de la moral católica, le prohibieron trabajar con modelos al natural. En privado, contrató modelos y empezó a dibujar innumerables desnudos femeninos sensuales como protesta silenciosa. A Ilse Moebius, su mujer, la conoció cuando trabajaba como modelo desnuda para artistas en Berlín.
En un viaje de dos meses por la Alemania nazi confirmó que “todo el país es un cuartel… es el reino de los descerebrados”. Visitó la exitosa exposición de arte degenerado en Múnich, donde se encontró a varias generaciones de artistas que admiraba ridiculizadas por las autoridades. Entre ellos, el pintor austriaco Oskar Kokoschka. Exigió una protesta oficial de su país, que fue ignorada.
Tras el Anschluss, la anexión de Austria al Tercer Reich en marzo de 1938, perdió los cargos que ocupaba en las asociaciones de artistas y su trabajo como profesor de arte. La Gestapo no tardó en hostigarle y ordenó su interrogatorio. La policía secreta nazi registró su casa en busca de material que le delatara como comunista. De su paso por Siberia, Wacker mantenía una honda admiración por la cultura rusa, Eisenstein, Tolstoi, Dostoievski, Gógol. El registro le recordó a las redadas que padecían en los barracones de Tomsk. Cuando llegaron los sicarios de Hitler, el pintor se había deshecho de sus recuerdos, salvo los catálogos de artistas de la Revolución rusa que le había regalado un buen colega siberiano. Por esas fechas ya empezaba a fallarle el corazón. El 19 de abril de 1939, con 46 años, murió tras dos ataques cardíacos en su casa familiar de Bregenz.
Babelia
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