Casetes: la venganza de lo analógico
Como se demostró en los ochenta, en cuestión de soportes musicales, la comodidad siempre gana a la calidad sonora
Inevitable: en nuestra Era del Eterno Retorno, le ha llegado el turno a las casetes. Aumentan las ventas de cintas pregrabadas, funcionan tiendas especializadas y prosperan sellos específicos. Este año, el Record Store Day incluye centenares de referencias en casete.
A gusto del lector queda la valoración del fenómeno: simpática reivindicación de un soporte analógico o puro fetichismo hipster. Lo que conviene recordar es que las casetes cambiaron nuestra percepción de la música grabada. Aunque no estaban destinadas a ese uso: presentadas por la Philips holandesa en 1963, se pensaron para dictados de ejecutivos, por no hablar de periodistas y otros oficios que requerían captar voces ajenas. Como ocurriría luego con el lanzamiento del CD, la industria se disparaba alegremente en el pie (Philips tenía su propia rama discográfica, que sentiría el doloroso impacto del pirateo en años posteriores).
Costó corregir las deficiencias mecánicas y lograr una calidad sonora aceptable. Mejoraron y hasta llegaron a tener utilización profesional: el Tascam Portastudio permitía grabar en casete y en casa (así se hizo Nebraska, el álbum de Bruce Springsteen en 1982). Su tamaño reducido era una baza frente a las cintas de bobina o los cartuchos de ocho pistas, que también se usaban para vender música. En los ochenta, la década imperial de la casete, se implantó el hardware que garantizaría su triunfo. Los reproductores se miniaturizaron (¡el Walkman!) y aumentaron su potencia (la boombox, coloquialmente conocida aquí como loro). Los coches, además, se apuntaron al radiocasete.
El abaratamiento de las casetes vírgenes facilitó prácticas culturales no imaginadas por los ingenieros holandeses. En el (perdón) Tercer Mundo, vampirizaron los discos elepés: cualquier tienda se convertía en una fábrica de música. De hecho, gracias a las dobles pletinas, cualquier domicilio competía con las multinacionales, que incluso hicieron campaña con un lema —”Las copias caseras están matando la música y son ilegales”— que se prestaba al choteo: “Las copias caseras están matando a la industria de la música, ¡y ya era hora!”.
Determinadas subculturas incentivaban el intercambio de casetes (los Grateful Dead reservaban una zona especial para tapers, los fans que registraban sus conciertos). Muchos músicos, y no solo los de vocación experimental, difundían sus obras en casetes de tirada limitada y coste mínimo, sin pasar por los engorros burocráticos y fabriles del vinilo. Sin olvidar su utilización como, vaya, auxiliares de seducción.
Lo explicitaba el novelista Nick Hornby en Alta fidelidad. Las mixtapes, generalmente elaboradas por especímenes masculinos para las destinatarias de sus deseos, manifestaban sentimientos que no se era capaz de vocalizar, aparte de cierto pavoneo: “Mira la profundidad de mi colección de discos, la sutileza de la secuenciación, mi gusto exquisito en música”. Si encima se elaboraba una funda bonita, el éxito estaba garantizado (es broma).
Alguien alegará que eso mismo se hace hoy subiendo una playlist en alguna plataforma. Para nada: la mixtape era un producto artesanal pensado para una persona concreta, no un alarde urbi et orbi. También podía ser una cinta hecha para el disfrute personal, como la Awesome mix que vemos en la película Guardianes de la Galaxia. Una duda: ¿los superhéroes de Marvel llevan también un bolígrafo Bic? Ya saben, para rebobinar la casete sin que fallezcan las pilas.
Babelia
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