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Adiós a Carla Bley, la gran compositora del jazz contemporáneo

Una de las figuras más importantes de la composición en la historia del jazz, Bley fue un ejemplo de originalidad, independencia y creatividad a lo largo de más de seis décadas de carrera

Carla Bley, pianista y compositora.
Carla Bley, pianista y compositora.Klaus Muempher

La crítica publicada en este diario sobre el último disco de Carla Bley editado en vida, Life Goes On, decía que este tenía “aire de fin de ciclo, quizá incluso de despedida”. Grabado en 2019, tras hallarle un tumor cerebral a Bley el año anterior, y publicado justo antes de la pandemia, la pianista y compositora cerraba con él una trilogía y, probablemente de forma más que consciente, también una discografía que es fiel reflejo de la obra de una mujer brillante, una de las más importantes compositoras de la historia del jazz, sin distinción de géneros. Porque, entre las principales actividades que cultivó, mucho antes que pianista, arreglista, ideóloga, pionera de la independencia discográfica y líder de bandas, Carla Bley fue una compositora extraordinaria que puede sentarse en el olimpo del género junto a sus análogos masculinos sin titubear.

En los últimos años, su aparente fragilidad, fomentada por su característica delgadez, no reflejaba el magnifico estado de forma musical que mantuvo hasta finales de la pasada década, después de una carrera de más de 60 años en la que construyó todo un ecosistema musical a su alrededor, rompiendo barreras de todo tipo como mujer, como creadora y como jazzista. El pasado 17 de octubre, Bley falleció a los 87 años en su casa de Willow en el estado de Nueva York, a causa de complicaciones derivadas de su tumor cerebral.

Nacida en Oakland (California) en 1936, empezó a cantar y estudiar piano de mano de su padre, Emil Borg —de origen sueco, profesor de piano y director de coro en una iglesia—, y siendo solo una adolescente se marchó a Nueva York porque, según decía, allí es donde estaba la música entonces. Así, trabajando como vendedora de cigarrillos en el mítico club Birdland, tuvo la oportunidad de escuchar a todos los músicos que pasaban por allí —como el que decía siempre fue su favorito, Count Basie—, e imbuyéndose de todo lo que ocurría en la escena. Fue en Birdland también donde conoció al pianista Paul Bley, quien la animó a componer y a tocar con él. En esa época cambió su nombre de nacimiento, Lovella May Borg, primero por Karen Borg, y poco después por Carla Borg, antes de casarse con Bley y adoptar su apellido convirtiéndose en Carla Bley.

A principios de los sesenta, sus composiciones empezaron a ser grabadas por algunos de los nombres más importantes del jazz moderno, como George Russel, Jimmy Giuffre, Don Ellis o el propio Paul Bley, entre otros, ganándose enseguida el respeto y la admiración de muchos de los más importantes jazzistas del momento. A mediados de los 60, Paul y Carla se divorciaron, aunque ella mantuvo el apellido del pianista incluso después de casarse, poco tiempo después, con el trompetista austriaco Michael Mantler.

Su asociación con Mantler fue mucho más allá de su relación de pareja y la hija que tuvieron (la también artista Karen Mantler): juntos crearon mucha música, formaron el grupo Jazz Realities junto a Steve Lacy y, poco después, la legendaria Jazz Composers Orchestra (que produciría algunas obras maestras del free jazz de los sesenta y setenta) y la asociación de músicos homónima. Siguiendo los pasos de ilustres predecesores como Charles Mingus y Max Roach, Mantler y Bley formaron también un sello discográfico propio para publicar la música de la orquesta y sus colaboradores (JCOA) e incluso, a primeros de los setenta, fundaron New Music Distribution Service (NDMS), una distribuidora sin ánimo de lucro para fomentar la circulación de diferentes sellos independientes, principalmente consagrados a la música experimental y al jazz contemporáneo. Aunque estos proyectos tuvieron una vida breve, en 1974 Mantler y Bley fundaron también su compañía WATT, que era al mismo tiempo sello discográfico, editorial y estudio de grabación, y bajo esa marca publicaron todos sus álbumes durante los 35 años siguientes.

En la segunda mitad de los sesenta, Bley crece enormemente y salta a la primera línea gracias a tres álbumes colosales. Por un lado, A Genuine Tong Funeral que, a pesar de ser publicado bajo el liderazgo de Gary Burton en 1968, es en gran medida un álbum de Bley: todas las composiciones son suyas, así como los arreglos y dirección musical, y en esta obra se ven los primeros indicios de hallazgos musicales que la compositora seguiría explorando en años venideros. Por otro, Liberation Music Orchestra, debut de la orquesta de mismo nombre en 1970 que, aunque liderada por el contrabajista Charlie Haden, era en realidad un proyecto de ambos: en su icónica portada, Bley y Haden sujetan la pancarta con el nombre de la orquesta, y un rótulo debajo de la foto reza “Arreglos de Carla Bley” (esta imagen sería replicada en el álbum de la orquesta que publicaron Haden y Bley en 2005, Not In Our Name, en oposición a la guerra de Irak). Y, por último, el monumental Escalator Over The Hill: una especie de opera jazzística —aunque Bley presenta la obra como una “crono transducción” de más de hora y media de duración, con libreto del poeta Paul Haines adaptado y musicado por Bley, y grabada entre 1968 y 1971 con más que 50 músicos, entre los que se encontraban nombres como Don Cherry, Gato Barbieri, Enrico Rava, John McLaughlin, Roswell Rudd o Paul Motian, además del bajista y vocalista Jack Bruce y una jovencísima Linda Ronstadt. Esta obra original, exigente y vasta fue el debut discográfico de Bley como líder, y cimentó su fama mostrando al mundo de una vez por todas a una compositora ambiciosa y genuina, capaz de desarrollar su personal visión incluso con proyectos tan desafiantes y complejos como este. No por casualidad recibió una Beca Guggenheim de composición en 1972.

A partir de entonces, la carrera de Bley fluyó, proyecto a proyecto, tal y como ella dispuso, y prácticamente siempre como líder de sus propias bandas y proyectos, manteniéndose fiel a su propia música, ajena a tendencias imperantes. Como todo individualista, su camino se fue forjando a expensas de todo lo que no fuesen sus anhelos musicales, que fueron cristalizando década a década en álbumes como Dinner Music, Social Studies, Live!, Fleur Carnivore o The Very Big Carla Bley Band, entre muchos otros, siempre con colaboradores habituales y formatos diferentes. Bley y sus composiciones han sido en todo momento el auténtico hilo conductor de su carrera.

A mediados de los ochenta comenzó una relación de pareja con el portentoso bajista Steve Swallow, forjando un estrecho vínculo afectivo y musical que se ha mantenido hasta su muerte. En realidad, Bley y Swallow se conocían desde finales de los 50, y el bajista militó en la mayoría de bandas de Bley desde finales de los setenta. Con los años noventa llega una especie de madurez para la compositora: su prestigio es inquebrantable y, aunque los derroteros del jazz siguen su camino, Bley no deja de desarrollar su propia música con un espíritu más firme y consciente. Ya acumula mucho detrás, y cada paso que da es sólido, lo que hace que su discografía fluya sin fisuras: sea con el proyecto que sea, desde la intimidad de sus dúos con Swallow (Go Together) al jazz de cámara (Fancy Chamber Music) o la magnitud de sus grandes bandas (Looking For America), cada álbum que publica tiene un nivel altísimo. Así fue hasta bien entrado el siglo XXI, en el que grabó una última obra maestra con su Big Band (Appearing Nightly), un disco de enorme belleza junto al trompetista italiano Paolo Fresu (The Lost Chords Find Paolo Fresu), un deliciosamente original álbum de villancicos (Carla’s Christmas Carols) y esa magnífica trilogía que mencionábamos al principio, con su trío junto a Swallow y el saxofonista británico Andy Sheppard.

La música de Carla Bley ha reflejado siempre su esquiva personalidad. Puede ser tremendamente seria y, al mismo tiempo, muestra siempre un enorme sentido del humor, aunando en una misma pieza la erudición con lo mundano y lo divertido con lo formal. Amante de ciertas formas tradicionales, las secciones de metal y de conjugaciones instrumentales poco habituales, la sonoridad de sus formaciones es muy característica, sea cual sea el formato de estas. Incluso su estilo como pianista, limitado pero muy hábil y elocuente, tiene una sonoridad particular, tanto por su pulso como por su siempre interesante elección de acordes y construcción armónica.

Además de toda su obra propia, a medida que ampliaba su corpus creativo a lo largo de los años, la figura de Bley fue creciendo hasta convertirse, sin ninguna atisbo de duda, en una de las principales referentes de la composición jazzística contemporánea. Una infinidad de músicos han grabado sus piezas, incluyendo numerosos álbumes dedicados exclusivamente a sus composiciones, y su legado es uno de los más ricos del género. Original, extenso y, tal y como seguro demostrará la posteridad, eterno.

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