Marisa González, la gran pionera del arte electrónico que plantó cara a Antonio López
Artista multimedia, activista y feminista, la creadora participa en 13 exposiciones sin conseguir los reconocimientos oficiales que su obra merece
Pionera en el uso de las nuevas tecnologías en el arte. Bilbaína que no pudo salir de su ciudad hasta los 21 años. Combativa y feminista. Marisa González fue la alumna que le llevó la contraria a Antonio López. “No me interesaba pintar neveras y armarios”, así ha descrito el trabajo del autor. En sus obras trata la violencia de género y el desmantelamiento industrial, siempre desde una perspectiva crítica. No le importa incomodar. A punto de cumplir 80 años, parece que la historia del arte la hubiera dejado siempre a las puertas de los grandes premios. Su obra sigue a la espera de una gran retrospectiva que ayude a ubicar a esta artista en el lugar merecido.
Marisa González llega a la entrevista directa del gimnasio que visita dos veces por semana. Son las dos únicas jornadas en las que retrasa el comienzo de su rutina laboral, que inicia hacia las nueve y que concluye a última hora de la tarde porque, a ser posible, hasta el almuerzo lo hace en un cualquier rincón de la casa-taller. “El arte es lo más importante de mi vida”, cuenta. “Más incluso que mis tres hijos y ellos lo saben. Adoro a los tres. Lo mismo que a mi pareja, Germán. Pero desde muy jovencita yo quería dedicarme a esto y me costó mucho conseguirlo”.
Existe el convencimiento universal de que no hay mejor retrato de un artista que el que se puede contemplar en su lugar de trabajo. Ahí está el material con el que se construye el arte. El estudio de Marisa González está situado en pleno barrio de Justicia, en el centro de Madrid. Son unos 200 metros cuadrados de una antigua vivienda en los que quedan pocos centímetros por ocupar. Los salones, dormitorios y vestidores originales son, desde hace más de 40 años, un laboratorio y un depósito vivo de todos los temas con los que trabaja la artista. En la entrada del apartamento hay dos mesas. En una se ven objetos que tienen en común haber sido rescatados por la autora. Desde una playa del norte ha traído una mascarilla quirúrgica verdosa por el salitre y por restos de moluscos y de algas. De la misma excursión procede una compresa femenina casi descompuesta por el oleaje.
Estos restos arqueológicos parecen ser contemplados con recelo desde otra mesa vecina en la que conviven numerosas pilas de catálogos, revistas especializadas o libros inspirados o realizados por la artista. Los rincones en los que la acumulación de cámaras fotográficas o los cuerpos de viejos muñecos de goma forman bodegones surrealistas que conducen a una gran sala en la que los monitores más arcaicos conviven con la última tecnología de Apple. Porque González es esa artista que se adelantó al uso de la tecnología en el arte en España gracias a sus estancias en Estados Unidos. Aunque antes tuvo que hacer su particular periplo en Madrid.
La mayor de una familia de tres hermanos de clase media bilbaína, huérfana de madre desde muy pequeña, tuvo que esperar hasta los 21 años para tener mayoría de edad y poder viajar a Madrid para estudiar Bellas Artes. En Bilbao dejó una carrera de piano terminada y a un padre enfadado por la desobediencia de la hija, pero dispuesto a ayudarla con 4.000 pesetas que ella guardó en el hatillo con el que salió de casa.
Combativa y famosa por abanderar los derechos humanos y las causas de sus compañeros artistas, nada más empezar en Madrid tuvo su primer desencuentro. Ella, que buscaba romper con todo lo conocido, se encontró con Antonio López como profesor. “Salí de casa en el 67 y viví el mayo francés en Madrid. En Bellas Artes, el primer día el pintor Antonio López nos hablaba de volver a las raíces familiares, al pasado… Yo, que lo que quería era ver mundo, experimentar y conocer las vanguardias, le dije que no me interesaba nada de lo que me decía. Me planté y no volví a sus clases. No me interesaba nada pintar neveras o armarios, pero lo curioso fue que subyugó a muchos alumnos que empezaron a pintar como él. Son lo que yo llamo los antoñitos y por ahí siguen haciendo lo mismo”.
La oportunidad de adentrarse en otros mundos se presentó en forma de beca en Estados Unidos. Primero en el Instituto de Arte de Chicago y dos años después en la Escuela Corcoran de Washington. Fue allí donde aprendió a combinar el arte y las nuevas tecnologías, incluido el uso artístico del fax. “En Chicago tuve como profesora a alguien importantísimo en mi vida: la artista feminista Mary Beth Edelson. Gracias a ella pude presentar mis primeras piezas sobre violencia de género, como La descarga (1975), hecha con paneles realizados con fotocopias Thermofa”.
Una muñeca despatarrada
En la etapa de Chicago surge la que sería una de sus series más conocidas, el políptico titulado La violación. “Se trataba de un ejercicio para la asignatura de fotografía. Era 1972 y salí a buscar material en el barrio negro de Chicago, por entonces nada recomendable. En un callejón encontré una muñeca a la que fotografié despatarrada y violentada. La senté en una pared y detrás de ella pude capturar la mirada perpleja de un niño”, relata González.
“Llevé la imagen a la escuela y la manipulé con la fotocopiadora de color. Guardé el material en una caja y en 1992 compuse la serie y le di título: La violación. Con mi galerista, Evelyn Botella, acordamos llevar la pieza a Arco, pero era 1993 y acababan de aparecer los cuerpos semienterrados de las niñas de Alcàsser. Al final cambiamos de idea”. La obra se exhibiría después en numerosas exposiciones.
La arquitectura industrial y su desmantelamiento es otro de los grandes temas abordados por Marisa González a lo largo del tiempo. En 2000 pudo trabajar en su conocida obra Lemóniz. En ella documenta el desmantelamiento de la polémica central nuclear homónima construida en la costa vasca en los años setenta que nunca entró en funcionamiento por atentados de ETA y constantes manifestaciones. “Gracias a un hermano contacté con la empresa adjudicataria de las obras de desmantelamiento. Me dieron todas las facilidades y saqué un camión de documentación. Papeles y abundantes cachivaches que formaban toda una metáfora social. Aquello eran los restos de una ciudad de la que pudimos conocer detalles de su vida interior, incluidos los que ilustraban sobre la discriminación de la mujer dentro de una extraña ciudad como iba a ser Lemóniz”, recuerda.
Las exposiciones e intervenciones públicas de esta artista han sido constantes. En estos días tiene dos exposiciones individuales (en la galería Vanguardia en Bilbao y en la galería Isabel Hurley en Málaga) y 11 colectivas en marcha. Su obra se ha visto en diversos espacios. En 2015, en Tabacalera (Madrid) le organizaron una retrospectiva, pero no la que seguramente merece. Lo mismo ocurre con los premios oficiales. “No trabajo pensando en premios, pero reconozco que me haría ilusión el Nacional de Artes Plásticas. Me cuentan que quedé finalista en el último Velázquez, aunque finalmente se lo dieron a Elda Cerrato, artista visual argentina nacida en Italia”.
Mientras los reconocimientos llegan o no, Marisa González sigue trajinando con elementos reciclados y retratando los frutos que encuentra en las tiendas próximas. Por indicación de su hija mayor, la arquitecta Nerea Calvillo (especializada en la investigación de la representación visual del aire en la atmósfera), está haciendo el inventario de toda su obra y archivos. “Cuando me ocurra algo, más vale que lo deje todo ordenado”, dice. No ha dejado el activismo y en cualquier foro se la puede uno encontrar protestando porque es de las que creen que las cuotas de mujeres siguen siendo necesarias en todos los centros de trabajo. “Hay que exigir que se imponga la presencia de mujeres en los mandos, no solo en los puestos intermedios”. Y como muestra de ese interés en seguir colaborando, la artista sigue creando entradas de nombres de mujeres vinculadas al arte en la Wikipedia: “Es cuestión de documentarse y conocer el mecanismo para evitar que el silencio se mantenga sobre el trabajo de tantas mujeres”.
Babelia
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