Las nuevas ciudades
En este segundo capítulo de ‘El mundo entonces’, un manual de historia sobre la sociedad actual escrito en 2120, se cuenta cómo eran las ciudades y las casas en 2022
El gran cambio fue la urbanización: que más gente viviera en ciudades que en campos por primera vez en la historia de la humanidad. Y la ciudad era un modelo en mutación constante: sus formas, sus funciones cambiaban sin cesar. A lo largo del siglo XX se habían sucedido la aparición de los “rascacielos” corporativos, la proliferación de edificios de —pocos— pisos para las nuevas clases medias, la construcción o restauración de centros urbanos pretenciosos, el desplazamiento de las “buenas familias” hacia los suburbios, el abandono de los centros a poblaciones marginales, su recuperación por los jóvenes burgueses de finales del siglo. A principios del XXI, en los países ricos, los centros de las ciudades habían vuelto a ser espacios caros donde vivía una mayoría de profesionales bien pagados que preferían estar cerca de sus empleos y disfrutar de las alternativas de consumo y ocio que esos enclaves ofrecían. En cada una de esas “manzanas” urbanas —cuadrados de unos cien metros de lado y una media de 40 edificios— podían vivir entre tres y diez mil personas: la población de un pueblo grande o una ciudad pequeña. Nunca tanta gente había vivido tan junta. Ese amontonamiento debió crear interacciones de las que no sabemos nada particular, porque los documentos de la época lo comentan poco. Es algo que les pasa mucho: no comentan lo que no saben considerar extra-ordinario.
En esos primeros años del siglo, de todas formas, los centros urbanos estaban en una fase de despoblamiento. El ciclo clásico de los países ricos consistía en que los jóvenes “exitosos” —bien integrados— se instalaban en esos centros cuando entraban en el mercado laboral y allí se mantenían tras su matrimonio pero, a menudo, se mudaban más lejos cuando la llegada de los hijos los llevaba a buscar más espacio —que, allí, era escaso y demasiado caro. Muchos, entonces, migraban a barrios suburbanos donde podrían tener más lugar y, con suerte, sus plantas y sus aguas, pero debían soportar largos viajes cotidianos para llegar a sus obligaciones.
En aquellos días también eso cambiaba: la mejora de las comunicaciones favoreció el teletrabajo (ver cap.15) y disminuyó la necesidad de vivir cerca de oficinas que, gracias a él, empezaban a volverse inútiles. Todo lo cual fue bruscamente acelerado en 2020 por aquella irrupción llamada “lapandemia” (ver cap.7). Por su causa, cantidad de personas acomodadas volvieron a dejar el centro y se lanzaron hacia los suburbios e, incluso, pueblos más alejados. Las ciudades se convertían cada vez más en centros administrativos —ya ni siquiera comerciales, porque la gran función de mercado se refugiaba en los “shopping malls” periféricos y, sobre todo, en el comercio virtual. Las ciudades más clásicas, las más “afortunadas”, se volvieron también el producto principal que vendía aquella forma tan difundida del ocio y el negocio de esos años que llamaban “turismo”. En ellas, las viviendas se destinaban al alojamiento temporario de los “turistas”, los comercios a sus efímeros consumos. A mediano plazo esa tendencia fue vaciando esos lugares, despojándolos de su sentido original sin ofrecer ningún reemplazo sólido.
Las ciudades del 2022 estaban rodeadas por dos tipos de suburbios: por un lado, los barrios caros donde vivían los que podían, completados con esos comercios y buena infraestructura privada de salud, educación, seguridad, transporte reservada para ellos. Y por otro, a la misma distancia del centro de la ciudad pero en otros cuadrantes, los suburbios desastrados que recibían y contenían a los más pobres que habían migrado desde el interior rural o el exterior necesitado. En muchos países esas aglomeraciones, más parecidas a una ciudad antigua que a una aldea campestre, solían carecer de hospitales, escuelas, cloacas, calles —que los estados no siempre proveían.
La yuxtaposición de hábitats tan contrarios provocaba, por supuesto, miedos: los más ricos intentaban evitarlos contratando batallones de seguridad privada —que se había vuelto, en muchos países, una de las industrias más rentables.
(Era flagrante: también las ciudades reproducían a su escala la división más decisiva de aquel mundo, la dicotomía entre aquellos cuya posición conómica les permitía disfrutar de todas las ventajas y aquellos que no siempre alcanzaban a comer lo que necesitaban. El MundoRico y MundoPobre, por llamarlos con una terminología que entonces terminó por imponerse, eran dos realidades perfectamente diferentes —y, por eso, una de las mayores complicaciones a la hora de establecer los datos y los hechos que intentamos contar.)
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En cualquier caso, 2022 todavía era una época de enormes concentraciones urbanas. Por supuesto, estas ciudades desmesuradas —“megalópolis”— no se parecían a las clásicas: con poblaciones de 20 o 30 millones de personas ya no eran lo que antaño se habría llamado una ciudad sino una “conurbación”, un agregado de espacios urbanos ensamblados sin un centro único, colección de barrios y más barrios amontonados e interrelacionados, comunicados por trenes y autopistas, cuyos habitantes podían residir en uno y trabajar en otro a horas de distancia en transportes colectivos siempre deficientes o transportes individuales que, por su proliferación, no hacían sino atascarse en esas carreteras.
Esas ciudades incontinentes concentraban críticas y desconfianzas. Reaparecía cada tanto la sensación de que eran espacios hostiles, depositorios de millones que no se conectaban entre sí. Historias lo refrendaban cada tanto: por ejemplo, en aquellos días, el relato de la muerte de un fotógrafo francés de cierta fama, residente en París —una ciudad clásicamente “civilizada”—, que, a sus 84 años, se cayó en la calle una noche de invierno y allí se quedó nueve o diez horas sin que nadie se acercara a ayudarlo. A la mañana siguiente, cuando alguien osó mirar qué le pasaba, ya había muerto. El episodio se contó como otra evidencia de esas vidas en que nadie se preocupaba por el prójimo, donde cada cual vivía la suya con desdén y miedo por los otros: era el tipo de relato que sustentaba la mala fama de esos espacios donde nadie se sentía contenido.
Los críticos de las ciudades, mientras tanto, se mantenían firmes en su defensa de un “pasado mejor” inocente, increíble: algunos se apoyaban en el experimento de un etólogo norteamericano, John Calhoun, que había instalado ratas en un espacio cerrado, de alta densidad, semejante a una ciudad. El resultado, dijo, fue que sus roedores se volvieron un desastre: jóvenes dejaron de cumplir con sus obligaciones, madres abandonaron a sus hijos, mayores sometieron a su poder a otras, sus sexualidades se hicieron complicadas y violentas. Eso, dijo Calhoun, es lo que la ciudad hacía a las ratas —y, por ende, a las personas. El argumento, que nos ponía en una liga poco prestigiosa, fue, curiosamente, muy utilizado.
Pero, aún sin ratas de por medio, era evidente que la forma ciudad estaba en crisis —y en auge al mismo tiempo. Especialistas anunciaban que por encima de los diez millones de personas todo eran inconvenientes, y cifraban la urbe ideal en menos de un millón, la cantidad suficiente para mantener todas las relaciones y servicios necesarios sin que el gigantismo dificultara la vida cotidiana. Todo esto, decíamos, se vería modificado por la expansión del home working —que influiría tanto como la tecnificación del agro en el rediseño de los equilibrios demográficos. Una de las principales utilidades de la ciudad —la concentración de la mano de obra necesaria en un radio accesible— dejaba de ser precisa si una cantidad importante de trabajadores podía prestar sus servicios desde cualquier lugar. O, incluso, si el trabajo dejaba de ser el centro de las vidas (ver cap.15).
(La ciudad siempre había sido considerada como el caldo ideal para el desarrollo de la cultura, del progreso. Así, un mundo mayormente urbano debería haber sido un mundo más culto y progresivo. Dos cuestiones, al menos, lo impidieron: por un lado esas ciudades desestructuradas no tenían mucho que ver con las ciudades clásicas. Y, por otro, el avance de la vida virtual deslocalizó cada vez más a sus practicantes: frente a una pantalla, daba igual estar en una ciudad o en medio del desierto.)
Aquellas ciudades de aluvión se habían formado según dos modelos muy distintos: en China, sobre todo, eran el resultado de grandes planes estatales que habían previsto sus más mínimos detalles, y las realizaban con el control y el poder del Estado para concentrar en ellas la fuerza de trabajo que sus nuevas industrias requerían. Eran espacios un poco monstruosos por lo precisos y ordenados: grandes extensiones llenas de edificios semejantes de 15 o 20 pisos, surcadas por calles idénticas y provistas de los servicios básicos necesarios para que sus habitantes pudieran llegar puntuales a sus nuevos empleos, descansar, regenerar su fuerza de trabajo. Shanghai, que aparecía como el modelo a imitar o detestar, tenía la mayor cantidad de edificios de más de doce pisos del mundo: ya pasaba los 25.000. Seúl, la segunda, amenazaba con 17.000. En esas ciudades “shanghaificadas” —así se decía— las personas eran piezas de un engranaje muy bien aceitado y sentían que habían logrado algo, un orden, un progreso, una seguridad que no habían conocido nunca antes.
Allí vivían, en general, las nuevas clases medias más o menos altas —cuanto más alto mejor. Las nuevas potencias orientales se empeñaron en crear mega ciudades mientras las viejas impotencias europeas preferían intentar ciudades chicas, donde nada estuviera a más de 20 minutos de viaje —de ser posible en bicicleta o alguno de esos raros vehículos de tracción a sangre que entonces proliferaban.
En ellas —en sus alrededores— los más ricos de los países más ricos se hacían levantar casas perfectamente aisladas que solían acumular en alegre desorden arquitecturas anteriores: se había pasado el tiempo en que esos poderosos fomentaban cierta idea de la vanguardia estética —o, al menos, de un estilo de época— y en esos días se construían falsos castillos que podían mezclar un poco de carácter italiano con francés con griego con japonés con indio con una cúpula de mezquita turca. Eran curiosos de ver, según las fotos: como si, sabedores de algo, temerosos de algo, hubieran querido conservar la historia de la humanidad en sus moradas. Contra el miedo al futuro, sus casas eran un compendio de todos los pasados.
Pero los edificios más notorios no eran viviendas sino oficinas: otro ejemplo de la hegemonía de las corporaciones. En el año 2000 había en el mundo unos 600 “súper rascacielos” corporativos; en el 2020 eran más de cinco veces más: 3.250. Su estilo era consecuencia del nuevo dominio de los materiales: los ingenieros y arquitectos habían aprendido a retorcer tanto el acero como el vidrio como el cemento –su materia básica– y se aprovechaban. Era muy difícil, entonces, ver las líneas y ángulos rectos que habían caracterizado a los grandes edificios del siglo XX; todo era curva, capricho, voluta, espiral. Los constructores habían pasado de la geometría euclidiana a la cinta de Moebius.
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En el resto de eso que algunos todavía llamaban Tercer Mundo —el MundoPobre— las megalópolis eran lo contrario de cualquier planificación: acumulaban, sin ningún programa, capas sucesivas que crecían al ritmo de las migraciones internas. Los recién llegados se instalaban en las periferias, en tierras previamente vacías —pantanos, barrancos, basurales—, de difícil acceso, sin servicios, que su entusiasmo o su desesperación volvían habitables: que ellos civilizaban, en sentido estricto. Así se armaban barriadas caóticas, calles de tierra, cloacas escasas, bruta contaminación, tremendos basureros, poca presencia del estado bajo ninguna de sus formas —hospitales, escuelas, policía— aunque, aún así, esa presencia solía ser mayor que en el campo. Y aparecía, muchas veces una paradoja cruel: esas tierras baratísimas o gratuitas que los migrantes habían ocupado se encarecían gracias a su ocupación y sus mejoras y entraban en el mercado inmobiliario; así llegaba, eventualmente, el momento en que sus ingresos escasos no les permitían mantenerse en ellas y debían abandonarlas —y salir a buscar nuevas tierras baldías para repetir el proceso.
La suma de esas barriadas formaba círculos que cercaban a la ciudad tradicional: refugio de los más pobres, a veces funcionaban como vivero de delincuencia y de insurrecciones. Los habitantes del centro y los suburbios ricos se indignaban y aterraban –tenían, muchas veces, la impresión o la certeza de vivir amenazados– pero al mismo tiempo aprovechaban la existencia de esas reservas de mano de obra abundante y descalificada para conseguir servicios muy baratos. Mientras tanto, los estados solían responder a los reclamos y amenazas con dádivas y subsidios que intentaban mantener la calma –hasta que algo estallaba.
Esas ciudades de aluvión fueron, probablemente, uno de los fenómenos más distintivos de esa época: se calculaba, sin gran precisión, que en 2020 unos 1.300 millones de personas —una de cada seis en todo el mundo— vivían en esos barrios desastrados. En general, los campesinos que iban llegando creaban, además de una capa urbana, una capa social: se volvían los más pobres —más pobres que los más pobres—, encerrados en esos enormes guetos que rodeaban a las ciudades clásicas. Al principio solía suponerse que eran lugares de paso, desde donde sus habitantes conseguirían “subir” a la ciudad; ya en esos días los gobiernos y los vecinos solían aceptar que no habría salida. En esos espacios, levemente mejorados por la intervención del estado o las iniciativas comunales, generaciones de ex migrantes se sucedieron las unas a las otras, crearon su propia idiosincracia.
Ese cambio de hábitat tuvo muchos efectos. Uno fue la caída de la natalidad. La urbanización solía implicar una disminución de la fertilidad: las personas en el campo debían pensar que era más fácil alimentar y sostener a muchos hijos —y, por otro lado, en las ciudades tenían acceso a métodos anticonceptivos que antes no manejaban. Y, además, al tener más opciones sanitarias y, por lo tanto, reducir la mortalidad de los más chicos, parían menos: en esos años terminó de quedar claro que no había mejor argumento para disminuir la natalidad que convencer a madres y padres de que sus hijos seguirían vivos cuando llegaran a la edad adulta.
Las familias se hicieron más pequeñas y la amenaza habitual de la bomba demográfica disminuyó por unos años. Pero las migraciones y la instalación en esos hábitats confusos acabaron con las relaciones estables, consolidadas, de los vecinos en los pueblos. También se diluyeron sus raíces culturales, producto de siglos de transmisión de persona a persona: la vida en esas barriadas estableció una pertenencia más confusa, más permeable a la acción de los grandes medios y los líderes políticos y religiosos que, con frecuencia, se aprovecharon de este desarraigo. Y, al mismo tiempo, esa masa ensamblada, novedosa, empezó a tener una producción cultural propia que, en muchos casos, se convirtió en estandarte de las ciudades o países en cuyo margen vivían (ver cap.20).
Hubo otras consecuencias, y las iremos viendo. El dato principal sigue siendo que los campos del mundo dejaron de ser el hábitat principal de los humanos. Se despoblaron y se volvieron un espacio para la producción —básicamente de alimentos— que requería cada vez menos mano de obra. Ya conocemos los efectos de ese cambio.
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Las viviendas siempre fueron un indicador decisivo del estado de una sociedad, que la historia nunca estudió bien. Quizá sea una rémora de la vieja arqueología: las casas del común —hechas con materiales fugaces— nunca sobrevivían y los historiadores se veían reducidos a trabajar con los templos y fuertes y palacios que podían recuperar. Sobre las casas, habitualmente, sabían poco: tenían que imaginarlas. Nosotros, gracias a nuestra cercanía y al alud de información que pudo conservarse, sabemos cómo eran las viviendas de esa Tercera Década del siglo pasado.
De aquellos 8.000 millones, una cuarta parte vivía amontonada en casas que no merecían ese nombre: sin los mínimos servicios necesarios, en condiciones de habitabilidad y mantenimiento tan precarias. Entre los casi 6.000 millones que vivían en moradas más dignas, más de la mitad lo hacía en casas plantadas en el suelo; el resto, en esos dispositivos de habitación llamados apartamentos, departamentos, pisos —que consistían básicamente en superponer un espacio habitable sobre otro y otro y otro más, de forma tal que diez, veinte familias diferentes se acumulaban verticalmente sobre el mismo segmento de suelo. La idea de caminar medio metro por encima de cabezas ajenas, medio metro por debajo de otros pies ya llevaba muchos años funcionando y no parecía, entonces, molestarlos.
Salvo en ciertos lugares de ciertos países —China y Corea, sobre todo— los edificios altos eran exclusivos de las ciudades. En ningún país del mundo vivía tanta gente en edificios de pisos como en España: eran tres de cada cuatro, comparado con Estados Unidos u Holanda o Inglaterra, donde no llegaban a ser uno cada cuatro. Era otro ejemplo de la relatividad: para los habitantes de los países más ricos, vivir en una casa era un lujo; para los de los países pobres, el lujo era acceder a un edificio.
(Tras milenios en que la propiedad del suelo fue la forma elemental de la propiedad privada, esa propiedad se había modificado durante el siglo XX, engendrando un concepto engañoso: la “propiedad horizontal” significaba que quien la poseía no poseía ese suelo sino una mínima proporcion de él, su superficie dividida por el número de capas que se instalaban sobre ella.)
En su gran mayoría las casas eran propiedad privada —de sus habitantes o de los dueños que se las alquilaban. La cantidad de vivienda común que los estados mantenían era ínfima —inexistente, en muchos casos—, con lo cual la casa o piso solía ser la riqueza principal de miles de millones de personas. Por supuesto, incluso entre los que tenían vivienda formal las condiciones variaban estrepitosamente: al no haber ninguna regulación, unos pocos tenían viviendas de mil metros cuadrados para dos personas y muchos vivían de a muchos en cincuenta metros. En épocas caracterizadas por la desigualdad, la que mostraban las moradas era extrema pero no solía ser la más criticada o resentida: muchas veces los más ricos —y/o famosos— ostentaban sus residencias pomposas en los medios de comunicación sin que esas exhibiciones despertaran las críticas y rencores que habrían podido.
El diseño de una casa “normal” —exceptuando las extremas– era muy repetido: la casa era uno de esos dispositivos que parecían haber encontrado su formato preciso y todavía no se planteaba la necesidad de modificarlo. Tenían, entonces, casi todas, una cocina —que cada vez ocupaba más espacio como lugar de vida familiar, dotada de herramientas especializadas—, una sala/comedor donde el “televisor” (ver cap.17) aun campeaba en el puesto principal, un cuarto para el sueño del dueño o los dueños de casa —individuo o pareja—, uno o más cuartos para el sueño de sus hijos si tenían, uno o dos “baños” —donde se concentraban las funciones corporales de los habitantes: la limpieza, el cuidado físico, el aderezo, la evacuación de sus diversos excrementos. En la sala/comedor solía haber un sillón más o menos amplio generalmente instalado frente al televisor y, quizás, una mesa con sillas para comer, reemplazada cada vez más por una mesa baja delante del sillón.
Los cuartos estaban pensados como receptáculos de “camas”, una base de madera o metal que soportaba una bolsa rectangular llena de espuma o goma llamada colchón. Allí dormían los habitantes de la casa, solos o de a dos. Las paredes de los distintos ámbitos, habitualmente pintadas de colores claros, solían mostrar fotos y dibujos —fijos, impresos en una base material—; las puertas internas en general no usaban llaves —que habrían resultado antipáticas o sospechosas— pero la externa tenía más de un picaporte y a menudo estaba conectada a un sistema de seguridad centralizado. La cocina, entre tanto, funcionaba como sala de máquinas: cuatro o cinco aparatos para cocinar —calor directo, calor envolvente, cocción por microondas, tostado, hervido—, dos para conservar con fríos distintos, una para lavar los instrumentos, otra para lavar y/o secar las ropas familiares, y multitud de maquinitas para cortar, triturar, mezclar, batir, licuar, infusionar, afilar instrumentos, extraer jugos y demás funciones. Era sorprendente ver cómo, en esos tiempos de comida natural, no habían conseguido concentrar en uno o dos aparatos todo su proceso.
Pero es que las casas eran, en general, dispositivos muy antiguos. La mayoría tenía décadas —cuando no siglos— y no estaba construida con técnicas recientes. No estaban preparadas para las innovaciones digitales pero, sobre todo, sus defectos de construcción y mantenimiento —cerramientos vencidos, paredes gruesas, deterioros varios— resultaban en grandes gastos de energía para calentarlas. Para lo cual se usaba, en general, combustibles fósiles cuya extracción producía daños ambientales importantes —y, sin embargo, por razones obvias nadie se planteaba todavía la reformulación de cientos de millones de viviendas y, sobre todo, su concepto.
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La desigualdad era el rasgo más definitorio de aquel mundo, y no paraba de crecer. ¿Consiguió soportarlo?
El mundo entonces
Una historia del presente
MARTÍN CAPARRÓS
'El mundo entonces' es un manual de historia que nos cuenta cómo era este planeta, sus sociedades, sus personas, en 2022. 'El mundo entonces' será escrito en 2120 por la célebre historiadora Agadi Bedu y llega a nosotros gracias a la gentileza de Martín Caparrós.