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The Rolling Stones
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Eternos Rolling Stones: lección de ‘rock and roll’ en su concierto en Madrid ante 45.000 personas

El veterano grupo desafía al tiempo con un buen recital de dos horas y cuarto en el Metropolitano

Mick Jagger, escoltado por Ronnie Wood (izquierda) y Keith Richards, durante su concierto este miércoles en Madrid.Foto: CLAUDIO ÁLVAREZ | Vídeo: EFE
Carlos Marcos

Charlie Watts se llevó la primera ovación de la noche. Un vídeo con imágenes del carismático batería cuando todavía no había nadie en el escenario dio el pistoletazo de salida al concierto número 24 de los Rolling Stones en España. Luego sonó el turbio riff de guitarra de Street Fighting Man.

Y ahí estaban otra vez. Mick Jagger con sus bailes; Keith Richards ejecutando ese característico movimiento de amague con el brazo derecho, y Ronnie Wood con su cara chupada y su sonrisa pícara. Igual que en sus visitas a España de 1976, de 1982, o de 1990, 1995, 2017… Solo faltaba alguien, la distinción de Charlie Watts, que nos dejó en 2021, su pelo canoso y su rictus de pedernal. Lo demás estaba allí. Cuando la mayoría de los 45.000 espectadores del concierto del miércoles en el estadio Metropolitano nacieron, los Rolling Stones ya existían. Anoche, solo la luna que lucía imperial en el cielo de Madrid era más vieja que ellos.

Pero lo lograron de nuevo. Ya en 1990 se decía que podía ser su última gira. Han pasado 32 años y por supuesto no nos atrevemos a decir que esta de 2022, bautizada Sixty (por los 60 años de carrera del grupo), sí será la última vez que los veremos en un escenario. Ya no pagamos la entrada para escuchar nuevamente (I Can’t Get No) Satisfaction o Jumpin’ Jack Flash. Ni siquiera la prioridad es descubrir esa canción que rescatan del olvido y que llevan años sin tocar, en este caso una Out Of Time que sonó a gloria. No, esa no es nuestra aspiración.

Vamos a sus recitales para comprobar que es cierto, que están ahí, que esos abuelos setentones son capaces de mantenerse en pie durante dos horas y cuarto soportando una descarga eléctrica que tumbaría a un elefante. Y esas figuras escacharradas de Keith, Mick y Ronnie nos revelan que, incluso profesando el ateísmo más dogmático, los milagros existen.

Ambiente en el estadio Metropolitano durante el concierto de los Rolling Stones, el miércoles.
Ambiente en el estadio Metropolitano durante el concierto de los Rolling Stones, el miércoles.SUSANA VERA (REUTERS)

El miércoles, en las inmediaciones del Metropolitano, con un ambiente excelente y con cientos de logotipos de la lengua stoniana (en camisetas, gorras, tatuado en cuerpos…) visibilizándose por todas partes, Pedro Moreno, 58 años, apuraba una lata de cerveza acompañado de su hija, Marina, 24. Ella es la que habla: “Mi padre me llevó al Calderón cuando yo tenía cinco años. Apenas me acuerdo, claro; luego me llevó, también al mismo estadio, con 13 años, y ahí ya recuerdo algo. Cuando me llamó hace unas semanas por teléfono a Oviedo, que es donde vivo, para decirme si me apetecía venir, mi respuesta fue: ‘¿Pero todavía siguen vivos?’. Y aquí estoy. Hace mucho que no escucho su música. Ahora me gusta el trap, pero me parece un planazo y sé que mi padre lo va a disfrutar”. Su padre, al lado, no podía estar más orgulloso. Había gente joven, mucha; también rockeros curtidos en mil batallas; padres y madres con sus hijos adolescentes, estos últimos con la consigna de “al menos una vez en la vida”.

Y no les decepcionaron los Rolling Stones, que ofrecieron un buen concierto en un estadio que al final se llenó: las últimas entradas se vendieron minutos antes de comenzar. La puesta en escena ya no es tan horizontal como antes. Mick, Keith y Ronnie no tocan a metros de distancia. Ahora el escenario se les hace grande. Tienden a recogerse, a juntarse en el centro. Se miran, se tocan, se hacen señas. Actúan como si estuvieran en un club, y eso son buenas noticias. Incluso han prescindido de muñecos hinchables y demás atracciones para centrarse en la música. Las canciones han bajado de revoluciones, las ejecutan ralentizadas, con enjundia, para adentro. Qué bien suena Tumbling Dice en ese formato quedón, qué maravilla el punteo de Richards en Slipping Away. El armazón aguanta, vaya si aguanta.

Mick Jagger, en plena forma durante su actuación.Foto: CLAUDIO ÁLVAREZ

Mick Jagger demostró que no es terrenal, que no pertenece al mismo mundo donde habitamos usted y yo. Su rostro, surcado por mil arrugas, es el de un hombre de 78 años. No su cuerpo: fibroso y elástico. Movió el trasero como solo él sabe hacerlo y siempre estuvo poderoso de voz. Se pasó la noche humillándonos a los que estábamos a sus pies por su derroche físico, teniendo en cuenta que va camino de los 80. Cantó de maravilla y bailó por una pasarela que le llevaba hasta el centro del césped con el micrófono dentro del pantalón y alzando las manos para calentar a la gente. Solo cabe preguntarse de qué pasta está hecho este hombre. Jagger, que habló casi siempre en español, fue el dueño del concierto. Keith (también 78 años), a su lado, está para el desguace. Ver su estampa desvencijada allí presente ya es un milagro. Lo suyo no es la gimnasia. Parece que no hace nada, que solo pasea por allí y sonríe. Incluso tememos que tropiece con algo y se rompa la cadera. Pero cada vez que sus deformados dedos rascan la guitarra, aquello es la esencia del rock and roll. Se le vio en mejor forma que en visitas anteriores, suelto, disfrutando.

Y Wood, que cumplió el miércoles justo 75 años, ejerció su papel habitual, dibujando los juegos de guitarra con Richards y luciéndose en solos, como el de You Can’t Always Get What You Want. En las piezas más aguerridas, los dos guitarristas montaron un muro sónico brutal que parecía emular al de los hermanos Young, de AC/DC. Así de alto pusieron el volumen. Steve Jordan, que se sentó en una batería tan sencilla como la de su antecesor, cumplió, faltaría más. Y su función se puede calificar de brillante. Pero se echó de menos el toque mágico con swing de Charlie, su sofisticada presencia y esa imagen tan tierna que siempre regalaba gracias a las gigantes pantallas de vídeo: cuando Keith le transmitía con un gesto algún código cómplice y él sonreía. Sí, te añoramos anoche, Charlie.

Tocaron el repertorio de siempre, porque resulta que es lo que la gente quiere. Si no suenan durante la noche Sympathy for the Devil o Honky Tonk Women es muy posible que podamos reclamar la devolución de nuestro dinero legalmente. Es absolutamente improbable que ellos disfruten interpretando estos clásicos, sencillamente porque los han tocado miles de veces. Pero nos gusta pensar que sí y hacemos un acto de fe para convencernos de que echaron el resto solo porque estaban ante nosotros y habíamos pagado 150 euros. Entre tanto clásico abrieron un hueco para Living In a Ghost Town, la pieza que lanzaron en 2020, su primera canción original en 10 años. Jagger imprimió un sentimiento bluesero al tema con un buen solo de armónica. Midnight Rambler irrumpió sucia y peligrosa. Los tres se pusieron macarras con este tema, Wood y Richards ofreciendo una lluvia de guitarras y Jagger soplando su diabólica armónica. Resultó el momento más rock and roll del recital.

Con el transcurso de la noche se apreció un fenómeno inverso al de cualquier espectáculo, inédito y emocionante: fue el público el que ofreció una fiesta a los Rolling Stones y no al revés. La gente quiso colmar de calor y ánimo a aquellos músicos que nos guiaron con sus canciones por el páramo de la época juvenil. Como ocurre con las más placenteras actividades de la vida, allí todo el mundo salió del estadio cansado y feliz. Quizá sea la penúltima vez que los veamos.

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Sobre la firma

Carlos Marcos
Redactor de Cultura especializado en música. Empezó trabajando en Guía del Ocio de Madrid y El País de las Tentaciones. Redactor jefe de Rolling Stone y Revista 40, coordinó cinco años la web de la revista ICON. Es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid y Máster de Periodismo de EL PAÍS. Vive en Madrid.

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