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Ahora sí, abracemos el cansancio

La pandemia y el teletrabajo provocan agotamiento, según la OMS, el síntoma no es nuevo, la literatura ha narrado cómo se ha forjado esta sociedad de hombres y mujeres cansados

Una casa adaptada al teletrabajo.
Una casa adaptada al teletrabajo.Getty Images
Patricio Pron

Trabajar cansa, tituló Cesare Pavese uno de sus poemas más famosos, pero lo cierto es que no trabajar por una razón o por otra o teletrabajar también cansan, como sostiene la Organización Mundial de la Salud (OMS) en su último informe, al alertar de que el 60% de los europeos acusa síntomas de apatía y desmotivación provocados por los “inmensos sacrificios” de los últimos meses: como afirmó en rueda de prensa el director del organismo, Hans Kluge, “el coste ha sido extraordinario y nos ha agotado a todos, donde sea que vivamos y lo que sea que hagamos”.

No son síntomas nuevos, sin embargo: hace diez años el filósofo alemán Byung-Chul Han habló por primera vez de una “sociedad del cansancio” cuya manifestación más explícita sería el aumento de enfermedades como la depresión, el déficit de atención y el burn-out, todas ellas, reacciones a la aceleración de los flujos informativos y a una demanda excesiva de productividad: en una sociedad articulada en torno a un mercado laboral insuficiente cuyos peores rasgos ha radicalizado la pandemia, todos estamos “cansados del universo y de la sociedad” y sólo somos “ricos en ansiedad”, como escribió Fernando Pessoa.

“Cansancio sin recompensa es tortura”, definió Kerlynne Ferrer haciéndose eco del malestar que produce el tipo de trabajo no manual y sin un propósito claro que, desafortunadamente, constituye la actividad principal de millones de personas en este momento. John Lennon, uno de los grandes “cansados” de la música del siglo XX admitió, por su parte, en su canción A Hard Day’s Night que había trabajado “todo el día como un perro” y debería estar “durmiendo como un tronco”, en I’m Only Sleeping pidió “por favor no me despiertes, no me sacudas / Déjame donde estoy / Sólo estoy durmiendo” y en I’m So Tired reconoció que, aunque estaba “muy cansado” iba a encenderse otro cigarrillo, culpando de paso a sir Walter Raleigh, que hizo posible la popularización del tabaco en Gran Bretaña, por el hábito.

Acerca del cansancio es mucho lo que hay, todavía, para decir, como recuerda el historiador y sociólogo francés Georges Vigarello en su nuevo libro, Historia de la fatiga (Seuil); en él, Vigarello sostiene que cansancio y fatiga no son términos ahistóricos: desde la Edad Media hasta nuestros días, ambos han visto modificados los síntomas por los que se los reconoce, las causas que se les atribuyen, los términos con los que se los denomina, los remedios que se les dan y la forma en que son percibidos por los individuos y por la sociedad, por ejemplo otorgando una mayor importancia al “exceso de trabajo” de los hombres en detrimento del de las mujeres, cuyo agotamiento fue reducido durante décadas a una simple “neurastenia”, enfermedad que el psiquiatra alemán Emil Kraepelin definió en una ocasión como un “agotamiento sin cansancio y un cansancio sin agotamiento”.

Historia de la fatiga es un libro tremendamente estimulante, pese a su tema: presenta al sujeto occidental como una especie de Sísifo condenado a empujar cuesta arriba un enorme canto rodado que, al llegar a la cima, se le escapa de las manos y cae, obligándolo a volver a empujarlo una y otra vez hasta el final de los tiempos. Quizás Sísifo haya sido condenado a esa tarea interminable e inútil por haber cometido una infidencia: otras fuentes sostienen que pudo haber sido por asaltar a los viajeros; como sea, a Albert Camus, que escribió sobre él uno de sus mejores libros (El mito de Sísifo, 1942), no le interesa tanto la causa del castigo como la posibilidad de razonar por qué Sísifo, como el resto de nosotros, puede sentir por un instante, a pesar de su condena, algo parecido a la felicidad. Y es precisamente en procura de esa felicidad, o de algo más o menos parecido, que la protagonista de Mi año de descanso y relajación de Ottessa Moshfegh (2018) se refugia en el sueño inducido químicamente, en una fábula acerca de la paradoja de dormir para despertar de la pesadilla narcisista.

A diferencia de la protagonista del libro de Moshfegh, el escritor austríaco Peter Handke aprendió a no temer el cansancio, en su caso, algunos años antes: en marzo de 1989, al regresar de una gira mundial, Handke se refugió en el pueblo jienense de Linares y escribió su Ensayo sobre el cansancio, en el que confrontó su agotamiento personal y las visiones negativas en torno a la fatiga con la posibilidad de que ésta sea parte ineludible de una vida plenamente realizada: para Handke, el cansancio puede ser una fuente de inspiración que nos permita comprender qué dejar de lado. Como el Bartleby del relato de Hermann Melville (1853), quien “preferiría no hacerlo” y al que su negativa radical va arrinconándolo hasta su muerte; como prácticamente la totalidad de los personajes de Samuel Beckett; como el joven estudiante de Un hombre que duerme de Georges Perec (1967), quien renuncia una mañana a dar un examen y a continuación se abandona a sí mismo en un ejercicio de desapego insatisfactorio y, en última instancia, inútil; como buena parte de las novelas inglesas de la última Posguerra; como el Oblómov de la novela homónima de Iván Goncharov (1859), el pequeño aristócrata ruso cuyas buenas intenciones se ven frustradas una y otra vez por la pereza, una pasión quizás excesiva por las buenas comidas y la inevitable siesta posterior y un cansancio profundísimo de las realidades de la existencia; como el hijo de Oblómov, que interpretó el extraordinario cómico irlandés Spike Milligan en el teatro en 1965; como los personajes del escritor alemán Wilhelm Genazino, Handke vislumbra en el cansancio el potencial transformador que por lo general se le niega. Naturalmente, la suya no es la indolencia de los grandes soñadores de nuestra cultura: el Rip Van Winkle de Washington Irving, la bella durmiente de Charles Perrault, los hermanos Grimm y Walt Disney, la Alicia de Lewis Carroll, Julieta en presencia de Romeo, las bellezas durmientes de Stephen King, los astronautas dormidos que despiertan deliberadamente o por error en cientos de filmes y libros de ciencia ficción, el abuelo de Los Simpsons. Al igual que para Charles Baudelaire, cuyo tedio es una forma de resistencia a los imperativos de la sociedad industrial, para Handke, aceptar el cansancio es avanzar en dirección a una transformación de la sociedad que se beneficie de la posibilidad de, en palabras de Byung-Chul Han, “hacer uso de lo inutilizado”, de lo que es considerado irrelevante.

Para Vigarello, “la fatiga se ha convertido en un modo de ser, un estado constante y banal”. La pandemia, en cuyo marco la publicación del libro adquiere un significado añadido, ha ratificado el carácter permanente de ese estado, que preside también las elecciones del ocio en el confinamiento, ya que, como es evidente, los productos de la industria cultural son todos similares pese a su apariencia de novedad y variedad: en última instancia, y como pone de manifiesto (entre otros) el algoritmo de Netflix, sólo se nos permite escoger entre productos iguales.

“Ya has jugado / (Creo) / Y roto los juguetes que más te gustaban / Y ahora estás un poco cansado / Cansado de las cosas que se rompen, y… / Sólo cansado / Yo también lo estoy”, escribió el poeta estadounidense E. E. Cummings; esas cosas que se rompen son, sin embargo, en este contexto, una sociedad que fantasea con un crecimiento ilimitado de la producción económica en el marco de una vida física que es limitada por definición. Abandonar las ideas preconcebidas en torno a estas cuestiones podría tomarnos toda una vida, y tal vez ya no haya tiempo de hacerlo, dados la aceleración del cambio climático, el agotamiento de los recursos naturales y la pérdida de diversidad biológica; pero quizás sí se pueda todavía, y Han tiene un plan para ello, un proyecto de reconquista del entusiasmo que consiste, entre otras cosas, en la lectura y, especialmente, en el teatro, el tipo de experiencia artística en el que se produce la simultaneidad del tiempo de lo narrado y el tiempo de lo vivido. Uno desearía dormir y despertar dentro de mucho tiempo, idealmente, menos agotado: pero quizás el de la pandemia sea “el” momento para, por fin, abrazar el cansancio e intentar comprenderlo.

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