Bienvenido, Mr. Miedo
La corrección política condiciona la política expositiva de los museos, como demuestra la polémica suspensión de una retrospectiva de Philip Guston por cuatro centros de arte
Pocas veces el aplazamiento de una exposición había cargado tanto el ambiente artístico. Se trata de Philip Guston Now, la retrospectiva del artista estadounidense que debía inaugurar la National Gallery de Washington en junio de 2021 para luego llegar al Museo de Bellas Artes de Houston, la Tate Modern de Londres y acabar en el Museo de Bellas Artes de Boston. Tras años trabajando en la muestra, las cuatro instituciones han decidido aplazarla hasta 2024. El movimiento de justicia racial que empezó en Estados Unidos y la necesidad de contextualizar mejor el trabajo de Guston en torno al Ku Klux Klan, dice el comunicado, les ha llevado a hacer una pausa. Un tiempo muerto que un centenar de artistas e intelectuales, de Adrian Piper a Lorna Simpson o Ellen Gallagher, firmantes de una petición contra esa suspensión, ven como un acto de cobardía institucional en un momento en que las ideas incómodas son más necesarias que nunca.
Para los no iniciados, no hay nada ambiguo en el trabajo de Guston. Sus obras caricaturescas muestran a los miembros del KKK en momentos tranquilos y comunican la inquietante realidad de este grupo en su quehacer diario. Guston, que murió en 1980, a los 66 años, escribió que había sido perseguido por el Klan desde que los vio agredir a unos trabajadores en huelga cuando era niño en Los Ángeles. Todo en su pintura es una crítica ácida, un llamada a la igualdad racial. Guston fue un destacado expresionista abstracto hasta que dio un giro artístico durante la guerra de Vietnam, influenciado por los disturbios civiles y la disidencia social. A menudo tildaba el “arte americano” de mentira o farsa bajo una pintura oscura y figurativa que muchas veces incluía dibujos satíricos de Richard Nixon. Quien sabe cómo hubiese retratado a Donald Trump de seguir vivo.
El caso de Guston es la punta del iceberg de un colapso llamado a convertirse en guerra cultural, la idea que mejor define al mundo del arte este 2020 y que se suma a la cultura de la cancelación, el término estrella en 2019. Hablamos de miedo, y de muchos tipos. Miedo al espectador, a la lectura errónea, a un tono incorrecto, a patrocinadores inquietos, a romper el amor filantrópico. Miedo a la violencia, a las protestas y al neofascismo. Y hablamos de autocensura. De cuatro comisarios blancos ampliando los textos de sala de la exposición a destajo tras el asesinato de George Floyd en junio. De cuatro museos que, con este gesto, admiten no tener la suficiente confianza en sí mismos como para contextualizar la obra de un artista, por otro lado, indiscutible.
La presión es extrema y no es nueva. En los últimos tres años, los museos se han puesto cada vez más a la defensiva para hablar de violencia racial. En 2017 la Bienal del Whitney se enfrentó a una reacción violenta por presentar Open Casket, de Dana Schutz, que representaba el cuerpo mutilado de Emmett Till, un adolescente negro que fue linchado por dos hombres blancos en Misisipi en 1955. Ese mismo año, el Walker Art Center de Minneapolis retiró una obra del artista Sam Durant, llamada Scaffold, una escultura en forma de horca destinada a conmemorar varias ejecuciones, entre ellas el ahorcamiento de 38 hombres en Dakota después de la guerra con Estados Unidos en 1862, después de que las comunidades nativas americanas locales se opusieran a ello. Este mismo verano, el Museo de Arte Contemporáneo de Cleveland canceló una exposición de los dibujos de Shaun Leonardo sobre los asesinatos policiales de niños y hombres negros y latinos después de que varios activistas negros y algunos miembros del personal del museo se opusieran a ella. La directora del museo, Jill Snyder, no tardó en arrepentirse públicamente y en dimitir dos semanas después.
La elección de Trump le llegó al Mark Bradford con el encargo ya hecho para representar a Estados Unidos en la Bienal de Venecia de 2017. No lo desaprovechó. Un espacio amenazante y desorientador, con una gran bolsa colgando del techo, obligaba al espectador a colocarse muy cerca, casi pegado, a su vecino. Una acción nada inocente siendo Bradford afrodescendiente, igual que Simone Leigh, la próxima en ocupar el pabellón estadounidense en Venecia en 2022. En 2017 también el MoMA respondió a las políticas de inmigración con una decisión histórica. No solo cerró el museo en la toma de posesión de Trump, sino que también colgó obras de artistas musulmanes rompiendo el discurso narrativo tradicional establecido ya por Alfred Barr. En 2018 llegó el golpe maestro, el capítulo que seguramente abra la historia del arte de este siglo XXI. Nancy Spector, comisaria jefa del Guggenheim de Nueva York, regaló al matrimonio Trump el inodoro de Maurizio Cattelan en respuesta a a la petición presidencial de un van gogh para el salón. Al fin y al cabo, ese váter de oro se llamaba América.
Bajo esa red escatológica está el mundo del arte americano. El Metropolitan Museum de Nueva York, que iba a celebrar por todo lo alto su 150 aniversario, ha despedido de su plantilla a más de 80 empleados y espera un déficit de 150 millones de dólares. El Whitney se ha quitado de encima a 76 de sus trabajadores y el New Museum roza los 50. El MoMA no se queda atrás: 130 trabajadores entre personales de educación y atención al público ya están fuera y los recortes se extienden a todas las áreas del museo. Las protestas se acumulan por doquier, también de los artistas. Dice la organización Artists Relief que el 62% de ellos se han quedado sin trabajo y que el 95% han perdido ingresos. El ICOM pone la puntilla: sin ayudas el 30% de los museos de Estados Unidos no volverán a abrir, aunque la fuerza de la sociedad civil está bajo mínimos.
En sus cuatro años de mandato de Trump, casi daba por finalizado el proceso de desintegración de la estructuras federales, pero entonces llegó la pandemia y con ella, el caos global. Cuando los manifestantes armados accedieron al Capitolio de Míchigan para protestar contra el confinamiento y cuando las protestas del Black Lives Matter se extendieron por todo el mundo poco después, el telón de fondo de los próximos cinco años quedó al descubierto. Un caos del que parece no haber salida, porque seguramente los cuatro museos ya ha condenado a la exposición y han intensificado la guerra cultural que querían evitar.
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