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LECTURA

Temor del pasado

La Fundación Banco Santander recupera la obra del escritor hispano-chileno Ramón de la Serna y Espina, el hijo mayor de Concha Espina, con la publicación de 'La torre invisible', que reúne sus novelas, obras de teatro y artículos

Hasta en lo más entrañado de la psique, en aquello que con carácter sintomático o simbólico aflora a la conciencia, persiste el temor del pasado. En la interpretación de los mitos, de las leyendas, pero en el mito rudimentario especialmente, halló un riquísimo hontanar de sabiduría, más que de ciencia, el tremendo —incluso físicamente— Jung. Victoria Ocampo le invitó a dar conferencias. "¿Para qué?", replicó. Tratar con él no era fácil. Su norma ética, sin embargo, le impulsó a darme públicamente las gracias por lo poco que hice para difundir su doctrina. Y es que los hombres "difíciles" son, frecuentemente, los mejores. "Entienden": saben ser inteligentes ante lo más misterioso bajo el sol. Lo contrario es pecar por ignorancia, lo que, en algunos casos, no significa atenuante para la Iglesia católica, por ejemplo. Según ella, "hay la obligación de no ignorar ciertas cosas".

Temor del pasado: los terrores del primitivo pueden despertar en "la realidad del alma" (Jung) y provocar neurosis "inexplicables", torcer una existencia, sumirla en calígine y martirio. En un ilustre periódico de determinado país hemos leído un estudio sobre Jung en el que se atribuye este descubrimiento a la biografía del autor: a su vida, si afinamos un poco. Claro que la vida individual, incluso la "biografía", pueden condicionar muchas cosas, mas sin pasar de ahí.

Temor del pasado... ¿Pero no se celebra a este con estrepitosos aniversarios, con fiestas y regocijo? No siempre. A menudo se le celebra con solemnidad, con inmovilidad y silencio, con ofrenda, signo del viejo sacrificio, con reverencia y compunción. Es el instante en que hemos visto llorar a héroes.

Con las festividades en memoria de la fundación de París (segundo milenario) se presentó la gran ocasión. Decir "oportunidad" nos sonaría a blasfemia. Porque si al cabo se vence una "crisis" que nada tiene que ver con economía, justamente París se nos brinda hoy con la fuerza de una pugnacidad que es ya cosa de asombro. ¡París, esa torre de Occidente!

En el refranero popular prusiano existía —hay motivos, por lo pronto, para hablar, con pena y sin aceptar sarcasmos, en pretérito— esta expresión proverbial: Berlin bleibt Berlin, algo así como "Berlín seguirá siendo siempre Berlín". Mas diríase que, a pesar de la conocida onomatopeya de Rubén Darío, precisamente "París seguirá siendo siempre París". O que no está dispuesto a dejar de serlo, por lo menos. Puede ocurrir que el portento, como la elegancia, sea "una cosa que no tiene nada de particular". O que —por asirnos a nuestro propio refranero—, "entremos nosotros en París, pero que París no entre en nosotros". Esto es viejo y repetido, pero no fuera de "lugar", acaso. ¿Entonar un canto a Lutecia? A fe que no lo necesita y esto sí que estaría fuera de lugar. Sería abominable. En la expresión —como en el término espacio— va incluida la noción de tiempo, y aun confundida, identificada, a veces. Juegos terribles del espíritu de nuestro idioma.

París es aún la suma justificación histórica, el alegato supremo de que la gran "cultura" del mundo se desplaza, hasta hoy, hacia Occidente. Incluso la que desde Oriente nos sigue llegando. Muy sin pretensiones, y con muy llana ironía, solía decir Auburtin que el Occidente es una invención de los griegos (¡"orientales"!) y que seguimos dándoles vueltas sin haberlos superado. Cuando divisó la Acrópolis por vez primera en la lontananza, también a él se le ocurrió, como a Renan, caer de rodillas.

—¿Por qué no lo hace? —le preguntó su acompañante.

—Porque me da vergüenza: ¿qué pensaría el chófer? —replicó.

Decíamos que París es la demostración de que «el mundo» se desplaza hacia Occidente. Ha sido la demostración de lo contrario también, que la Historia tiene estos caprichos y la "memoria" está matando al "recuerdo" en nuestras mentes. Con el emperador Juliano (361-363), el mundo retrocedió en sentido opuesto y por una fase espléndida y mal estudiada, sin la que no seríamos Occidente, ni nada seríamos. Pues por Bizancio invade al Occidente de Europa el cristianismo, transformándola en lo que es, y haciendo más tarde de nuestra América el más límpido trasunto de este mundo occidental sin el que hemos llegado a no concebir la existencia humana. La nuestra: la de este corazón, la de esta entraña, la de este aliento que nos consume y nos lleva. El fracaso del emperador Juliano para impedirlo se inició en París.

¡Cuánta fatiga cruenta en todo ello! Casi aceptaría uno el regocijo de los aniversarios y eliminaría la severa ceremonia, buscaría el aturdimiento, la embriaguez de un porvenir soñado. Sí, más vale no recordar. Si la liviandad no acechara para caer sobre lo liviano, valdría más la ligereza, lo ligero, lo "inconsistente". Hasta la pirotecnia y el artificio valdrían más para tapar ese dolor, para ahogar esa melancolía de que nadie podrá curarnos.

Porque diríase que, al intuir certeramente en su futuro una proyección de su pasado, es a este al que teme en realidad el hombre.

La torre invisible. Antología esencial. Ramón de la Serna y Espina. Fundación Banco Santander. 570 páginas.

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