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Blogs / Cultura
Elemental
Coordinado por Juan Carlos Galindo

Lea en exclusiva los dos primeros capítulos del final de la trilogía de ‘El cuarto mono’

J. D. Barker cierra con ‘La sexta trampa’ la serie protagonizada por uno de los psicópatas más complejos de los últimos tiempos

Detalle de la portada de ‘La sexta trampa’.
Detalle de la portada de ‘La sexta trampa’.

1

Tray

Día 5 – 5:19

—Eh, caraculo, ¿te parece que esto es un puto hostal o qué? Era una voz áspera, bronca. Siendo la hora que era, tenía que ser un policía, un guardia de seguridad o quizá algún propietario mosqueado. Fuera quien fuese, Tray Stouffer no se movió de entre los pliegues del edredón apestoso. A veces

se van, si te quedas lo bastante inmóvil. Se aburren.

Otra vez la bota: rápida, con fuerza. Directa al estómago. Tray sentía ganas de ponerse a gritar, de agarrarle la pier-

na y defenderse. Pero no lo hizo. Se mantuvo perfectamente inmóvil.

—Me cago en la... ¡Que estoy hablando contigo!

Otra patada, más fuerte que la anterior, justo en las cos- tillas.

Soltó un gruñido. Se ciñó el edredón con más fuerza.

—¿Te haces una idea del efecto que tenéis tus amigos y tú en el valor de los pisos cuando acampáis aquí fuera? Les metéis miedo a los niños. La gente mayor no quiere salir del edificio. No deberían tener que pasar por encima de un mon- tón de basura como tú sólo para ir corriendo a la tienda.

Un propietario, entonces.

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Tray ya se conocía la cantinela.

—¿Sabes lo que hago yo aquí fuera a las cinco de la ma- ñana mientras tú te echas la siestecita tan a gusto en nuestro portal? Pues acabo de salir de un turno de diez horas en la pastelería Delphine. Y la noche anterior hice otras doce horas en ese agujero de mierda que tienen por cocina. Y me toca volver dentro de otras diez. Y lo hago para poder pagar esta casa. Lo hago para contribuir con lo mío. A mí no me verás viviendo en la calle como hacéis vosotros, colgados de mier- da. ¡Búscate un puto trabajo! ¡Haz algo con tu vida!

No había ningún tipo de trabajo para alguien de catorce años. No de los legales. No sin alguna forma de consenti- miento paterno, y eso sí que no iba a pasar nunca.

Se preparó para otra patada.

En cambio, el hombre agarró el edredón, lo levantó de golpe y lo lanzó hacia un lado. Aterrizó en un charco de nie- ve a medio derretir al pie de la escalera del portal.

Tray sintió un escalofrío y se enroscó a la espera de otro puntapié.

—Oye, pero si eres una chavala. Sólo eres una cría —dijo el hombre, y la ira se desvaneció de su tono de voz—. Lo siento mucho. ¿Cómo te llamas?

—Tracy —dijo ella—. La gente me llama Tray.

Lamentó aquellas palabras en el instante en que salieron de entre sus labios. Ya sabía lo que pasaba siempre que ha- blaba con uno de ellos. Era mejor mantener la boquita cerra- da, seguir siendo invisible.

El hombre se arrodilló con una bolsa de papel que le colgaba de la mano izquierda. No era muy mayor, veintitan- tos, quizá. Abrigo grueso. Pelo castaño metido debajo de un gorro de lana de color azul marino. Lo que había en la bolsa olía delicioso.

La sorprendió fijándose en la bolsa.

El escritor J.D. Baker
El escritor J.D. BakerDayna Jung

—Tray, me llamo Emmitt. ¿Tienes hambre?

Ella asintió con la cabeza, consciente de que eso también era un error, pero sí que tenía hambre. Mucha.

El hombre metió la mano en la bolsa de papel y sacó una barra de pan pequeña. De la superficie crujiente salía un humo que flotaba en el aire gélido de Chicago; por un ins- tante, Tray se olvidó del viento glacial que entraba desde el lago y que aullaba por la calle con cada soplido.

Le rugió el estómago, lo bastante fuerte para que ambos lo oyesen.

Emmitt partió un trozo de pan y se lo dio. Tray lo devo- ró en un par de mordiscos, sin apenas preocuparse por mas- ticarlo. Quizá fuese el mejor pan que había tomado en su vida.

—¿Quieres más?

Tray asintió, aunque sabía que no debía.

Emmitt dejó escapar un resoplido. Alargó la mano y le acarició la mejilla con el lateral del índice. Se le fueron los ojos de su rostro hacia la garganta, y su mirada se deslizó por debajo del cuello del jersey de Tray.

—¿Por qué no entras conmigo? Puedes tomar todo el pan que quieras. Tengo más comida, también. Una ducha caliente. Una cama mullida. Yo...

Tray golpeó con ambas manos los hombros del tío, que, apoyado en una rodilla, tenía una postura en la que apenas guardaba el equilibrio y no estaba preparado para el impac- to. Rodó de espaldas, se le cayó la bolsa de la mano y se golpeó la cabeza contra la barandilla metálica de la escalera del edi- ficio.

—¡Serás cabrona! —le gritó.

Tray ya estaba en pie antes de que él se pudiese levantar. Cogió la bolsa de papel, agarró su mochila y bajó corriendo los cinco escalones, pilló el edredón y salió disparada por la calle Mercer. El tío no la iba a perseguir; rara vez lo hacían, pero de cuando en cuando...

—¡Que no te vuelva a ver por aquí, joder! ¡La próxima vez que te pille, llamo a la policía!

Cuando Tray se atrevió a echar la vista atrás, Emmitt ya se había levantado, había recogido sus cosas y estaba entran- do por la puerta del edificio. Aun a esa distancia, la chica se imaginó capaz de sentir el calor de aquel pasillo.

No dejó de correr hasta que llegó a las puertas del cemen- terio de Rose Hill. A esas horas estaban cerradas, pero ella estaba delgaducha, y un momento después ya se las había arreglado para colarse entre los barrotes de hierro y plantar- se al otro lado con la mochila y su edredón a rastras.

Chicago tenía un buen número de albergues, pero Tray ya había pasado por aquello. A esas horas, estarían cerrados a cal y canto. Todos cerraban las puertas en algún momento entre las siete de la tarde y la medianoche, y no te dejaban entrar en ninguno a las tantas de la madrugada. Y, aunque lo hiciesen, daría lo mismo. Estarían llenos. A veces se mon- taban colas ya a mediodía, y nunca había espacio suficiente.

Además, Tray se sentía más segura en la calle. Había «Em- mitts» en todas partes, y más en los albergues, y lo único peor que tropezarse con un Emmitt en el portal de un edificio o en un callejón a resguardo del viento era tirarte toda la noche encerrada en un albergue con uno de ellos. En ocasiones con más de uno. Los Emmitts solían juntarse para ir de caza en manada.

A ella no le daban miedo los cementerios. Después de dos años en la calle, Tray ya había dormido en todos al menos una vez. Rose Hill era uno de sus preferidos, por los mauso- leos: al contrario que en Oakwood o en Graceland, en Rose Hill no los cerraban con llave por la noche, y, aunque había varios vigilantes de seguridad, en una noche tan fría como ésa se quedarían jugando a las cartas en la oficina, viendo la televisión o incluso durmiendo. Bien que los había visto ella por las ventanas.

Subió por Tranquility Lane a través de la nieve recién caída. No le preocupaban mucho las huellas que iba dejando, sabía que el viento se ocuparía de ellas. Sin embargo, tampo- co había razón para correr riesgos, así que, al llegar a lo alto de la cuesta, en lugar de girar a la izquierda por Bliss Road, cruzó al otro lado para salir de Tranquility y se agachó para adentrarse en la pequeña arboleda que discurría paralela a Bliss.

Aunque no hubiese farolas, la luna estaba casi llena, y, al divisar los reflejos del lago, Tray no pudo evitar detenerse a verlo. La superficie helada brillaba bajo la fina capa de nieve recién caída. Las estatuas de mármol se alzaban mudas a lo largo de la orilla, con bancos de piedra entre una y otra. Qué lugar tan tranquilo, tan silencioso.

En un primer momento Tracy no vio a la chica que esta- ba arrodillada al borde del agua y que miraba en la dirección opuesta. El pelo largo y rubio le caía por la espalda. Parecía otra de tantas estatuas, inmóvil, contemplando el estanque de aquella manera. Tenía la piel palidísima, casi blanca, prác- ticamente tan lívida como el color de su vestido confecciona- do con una tela tan fina que era poco menos que traslúcida. Tenía las manos juntas a la altura del pecho, como si estuvie- se absorta en la oración, con la cabeza ladeada.

Tray no dijo nada, pero se acercó lo bastante como para percatarse de que la fina capa de nieve que lo revestía todo también cubría a la chica. Y cuando la rodeó para colocarse a su lado, se dio cuenta de que no era una chica, ni mucho menos, sino una mujer. Su llamativa palidez, cada centíme- tro de ella, se interrumpía con una delgada línea roja que le surgía de debajo del pelo por un lateral de la cara. Otra línea desde un lado del ojo izquierdo, en un hilo de lágrimas car- mesíes, y una tercera línea que partía de la comisura de los labios y se los pintaba del rosa más vivo.

Tenía algo escrito en la frente. No, espera, escrito no.

Ante sus rodillas, sobre la nieve, había una bandeja de plata, una de esas que te puedes encontrar en una cena ele- gante, en un restaurante caro, en uno de esos sitios que Tray ya sabía, incluso a los catorce años, que no vería jamás, salvo en la tele o en el cine.

En aquella bandeja había tres cajitas blancas, las tres ce- rradas y bien atadas con un cordel negro.

Detrás de las cajitas, apoyado en el pecho de la mujer, había un letrero de cartón no muy distinto de los que ella misma sujetaba cuando pedía dinero para comer, sólo que Tray jamás había utilizado aquellas dos palabras en particu- lar. El letrero únicamente decía:

Perdóneme, padre

Tray hizo lo único que podía hacer en ese momento.

Echó a correr.

2

Poole

Día 5 – 5:28

Hola, Sam:

Imagino que estará confundido. Imagino que tendrá algunas preguntas.

Sé que yo sí las tuve. Las tengo. Claro que sí.

Las preguntas son la base del saber, el aprendizaje, el descu- brimiento y el redescubrimiento. Una mente inquisitiva no levan- ta murallas que la aíslen del exterior. Una mente inquisitiva es un almacén con un espacio ilimitado, un palacio de la memoria con infinitas plantas, infinitas habitaciones y lleno de objetos relu- cientes. Hay ocasiones, sin embargo, en que la mente sufre algún daño, se derrumba una pared, y el palacio de la memoria necesi- ta alguna renovación, las habitaciones se encuentran muy dete- rioradas. Su mente, me temo, encaja en esta segunda categoría. Las fotografías que tiene a su alrededor, los diarios a su lado, son las claves que lo ayudarán a escarbar entre los escombros, a re- construir.

Estoy aquí para lo que necesite, Sam.

Aquí estaré a su disposición como siempre lo he estado.

Lo he perdonado, Sam. Quizá otros también lo hagan. Usted ya no es aquel hombre. Ahora es mucho más que eso.

Anson

—¿Qué es esto que tengo delante? —gruñó el agente espe- cial Frank Poole, mientras dejaba a un lado la hoja impresa. Cerró los ojos y se presionó las sienes con el pulpejo de ambas manos. Tenía el peor de los dolores de cabeza. Había intentado dormir en el avión del FBI de regreso de Nueva

Orleans, pero le había resultado imposible. El teléfono saté- lite no había dejado de sonar. Ahí estaba la oficina de campo del FBI en Nueva Orleans, que aún avanzaba a paso de tor- tuga en el despacho de abogados de Sarah Werner y en el apartamento de la planta superior: sólo nueve horas antes, Poole había descubierto el cadáver de la abogada, que lo mi- raba fijamente desde el sofá con los ojos lechosos, los restos putrefactos de la cena en el regazo y un orificio negro de bala en el centro de la frente. El forense había confirmado que llevaba muerta unas semanas, mucho más de lo que Poole había pensado en un principio. Una vez identificada de ma- nera definitiva como Sarah Werner, aquello significaba que la mujer a la que habían visto con Sam Porter en los últimos días, y que afirmaba ser Sarah Werner, en realidad no lo era. Se trataba de algún tipo de impostora, de una infiltrada. Jun- tos, habían ayudado a huir de la cárcel local a una presidiaria y se la habían llevado a la otra punta del país, a Chicago.

Entre una y otra llamada de la oficina de campo de Nue- va Orleans, era el compañero de Porter quien hacía que se iluminara la línea del teléfono satélite. Habían encontrado a Porter en el Guyon, un hotel abandonado de Chicago. La presidiaria a la que había ayudado a escapar se encontraba en el vestíbulo, muerta de un disparo. Porter estaba senta- do en un estado casi catatónico en una habitación de la cuar- ta planta, rodeado de fotos donde salía él mismo con el conocido asesino en serie Anson Bishop, el Cuarto Mono, con una pila de cuadernos a su lado y un portátil con el mensaje anterior en la pantalla.

Por lo que le habían contado, la Metropolitana de Chi- cago había vinculado aquel portátil con una singular serie de muertes acaecidas en los últimos días: varias chicas jóvenes ahogadas y resucitadas hasta que su cuerpo terminaba por venirse abajo definitivamente, y varios adultos asesinados de multitud de formas, todos ellos relacionados con la atención médica de un hombre llamado Paul Upchurch, que en aque- llos instantes se encontraba en un quirófano del hospital Stroger.

Cuando Poole no estaba al teléfono con la oficina de campo de Nueva Orleans ni con el detective Nash, lo estaba

con la detective Clair Norton, que se encontraba en el hos- pital encargándose de una especie de brote epidémico, algo provocado por Bishop, Upchurch y, probablemente, algún otro.

La única persona que no lo había llamado al teléfono satélite era su inmediato superior, el agente especial al man- do Hurless, y Poole sabía que esa llamada no tardaría en llegar y que, joder, más le valía tener algunas respuestas an- tes de que sonase.

—Déjame hablar con él —dijo el detective Nash desde algún lugar a su espalda en la sala de observación.

Poole continuaba con la cabeza hundida entre las manos.

—De eso nada.

Al otro lado de la ventana espejada, Porter permanecía sentado en una silla de metal, con el cuerpo encorvado sobre la mesa metálica a juego. No estaba esposado, y ahora Poole dudaba de que eso hubiera sido buena idea.

—Hablará conmigo —insistió Nash.

Porter no había hablado con nadie. No había pronuncia- do una sola palabra.

—No.

—Sam no es un mal tipo. No forma parte de esto.

—Está metido hasta el cuello.

—Sam no.

—La mujer a la que ayudó a escapar de la cárcel ha sido hallada muerta de un tiro procedente del arma que se ha encontrado en poder de Porter. Tiene residuos de disparo por toda la mano. No ha hecho el menor intento de ocultar el arma ni de huir. Se ha quedado ahí sentado esperando a que tú lo detengas.

—No sabemos si la ha matado él.

—No está negando haberlo hecho —replicó Poole.

—Él no la habría matado a no ser que fuese en defensa propia.

Poole no le hizo caso.

—Ha llamado a la detective Norton, en el hospital Stro- ger, y le ha facilitado información que, simplemente, no po- dría tener a menos que estuviese implicado. Él ya sabía que Upchurch tenía un glioblastoma. ¿Cómo conocía siquiera el

nombre de Upchurch? Ya sabía lo de las dos chicas, detalles que no podría conocer si no tuviese algo que ocultar.

—Ya has oído a Clair. Ha dicho que Bishop se lo contó a Porter.

—Bishop se lo contó —repitió Poole con aire de frustra- ción—. Bishop le contó que le inyectó el virus del SARS a las dos chicas desaparecidas, que las dejó en esa casa con Up- church como si fueran una especie de caballo de Troya.

Poole aún estaba intentando encontrarle el sentido a aquella parte. Kati Quigley y Larissa Biel, ambas desapare- cidas, ambas halladas en casa de Upchurch. Porter afirmaba que les habían inoculado alguna variedad del virus del SARS. El hospital entero estaba en aislamiento mientras analizaban unas muestras de sangre con el objeto de determinar si aque- lla afirmación era verdadera o falsa. En el mejor de los casos, sería una suerte de bulo. En el peor...

—Bishop está jugando con él —dijo Nash—. Es lo que hace siempre.

—Porter le ha dicho a Clair que la ha cagado, que lo sentía muchísimo. Un hombre inocente no dice este tipo de cosas.

—Un hombre culpable huye, no se sienta en una habita- ción y se queda esperando a que llegue la policía y lo atrape. Oculta sus huellas, desaparece.

—Ha robado pruebas —dijo Poole—. Ha desobedecido órdenes. Se marchó a Nueva Orleans, ayudó a sacar de la cárcel a una mujer y dejó un cadáver a su paso. Y otro aquí. Éste es justo el motivo por el que no puedes hablar con él: estás demasiado cerca para verlo. Olvídate de que es tu com- pañero, olvídate de que es amigo tuyo. Fíjate en las pruebas, míralo como a un sujeto desconocido. Mientras no seas capaz de hacerlo, no podrás ser objetivo. Y si no eres objetivo, en- tonces eres parte del problema.

Poole cogió la hoja impresa y volvió a estudiar el texto.

—¿Dónde está el portátil ahora?

—Arriba, en nuestro Departamento de Informática.

—Pues llama y diles que lo metan en una bolsa. No quie- ro que vuestra gente lo toque. Todo vuestro equipo está com- prometido. El laboratorio del FBI lo desmontará y analizará

los datos —dijo Poole—. ¿Qué hay de las fotografías y los cuadernos que encontraste en la habitación donde estaba él?

Nash no dijo nada.

—No me obligues a preguntártelo otra vez.

—Las fotos siguen en el Hotel Guyon, habitación 405. Hice que la fotografiasen y la precintasen. Tengo a un agen- te de uniforme vigilando la planta, dos más en el exterior del edificio —informó Nash—. Me traje aquí los cuadernos, y yo mismo los registré en el almacén de pruebas.

—Déjalo todo tal cual. Que tu gente no toque nada a partir de ahora.

Nash no respondió.

Poole se levantó, y el movimiento hizo que la cabeza le latiese como si tuviera dentro una bola de bolos que le roda- ra de un lado al otro del cráneo y golpeara contra las paredes. Volvió a frotarse las sienes.

—Mira, con esto te estoy haciendo un favor. Sea lo que sea lo que pasa con Sam, si llega a los tribunales, tu equipo y tú tenéis que distanciaros. Si no lo hacéis, cualquier abogado defensor que se precie os va a despedazar el caso. Empezarán con Sam, después irás tú, luego Clair, Klozowski y cualquier cosa que hayáis tocado. De ahora en adelante eres un obser- vador. Todos lo sois. Cualquier otra cosa es un suicidio pro- fesional.

—Yo no abandono a mis amigos.

—No, pero a veces son ellos los que te abandonan a ti. Poole alargó la mano hacia la puerta de la sala de inte- rrogatorios, tiró de ella para abrirla y entró. El clic metálico de la puerta al cerrarse fue uno de los mayores estruendos que había oído en su vida.

La sexta trampa, J.D. Baker, Destino. Traducción de Julio Hermoso. 608 páginas. 20.90 euros.

La sexta trampa,


J.D. Baker


Destino. Traducción de Julio Hermoso. 608 páginas. 20.90 euros.


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