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LECTURA

“Una sensación agradable”: ser productivo en tiempos de crisis

Para el escritor estadounidense, los días parecen haberse reducido de manera radical. Es una paradoja: nunca había tenido tanto tiempo para ser productivo y tan poca voluntad de producir

Un hombre corta la hierba en un campo de tenis de Weybridge (Reino Unido), el 12 de mayo.
Un hombre corta la hierba en un campo de tenis de Weybridge (Reino Unido), el 12 de mayo.Peter Nicholls/Reuters

Soy el tipo de novelista al que le gusta trabajar a solas, en privado, y durante mucho tiempo. Las buenas ideas no brotan a borbotones en mi cabeza en cuanto abro el grifo: aparecen lentamente, fragmento a fragmento, a lo largo de sucesivos borradores y revisiones, conformadas, moldeadas y alimentadas durante años.

En todo caso, eso fue lo que le dije a una editora la semana pasada, cuando me invitó a escribir algo sobre la actual catástrofe mundial con sus lectores europeos en mente: una aproximación al asunto desde Estados Unidos, un ensayo sobre la pandemia, la cuarentena y “lo que significa todo esto”. Añadí que me resultaba muy difícil hablar de todo lo que significa la pandemia cuando aún estamos atrapados en su primer, y terrorífico, borrador.

—Es demasiado pronto —concluí echando mano de la típica coartada del novelista.

Pero tengo que confesar que, además, existe un problema de enfoque. Últimamente, mis días parecen haberse reducido de manera radical. Es una paradoja: nunca había tenido tanto tiempo para ser productivo y tan poca voluntad de producir.

Me siento exasperado por la concentración de mis amigos, por su capacidad de acometer un arduo trabajo mental. No estoy orgulloso de ese sentimiento

Mi horario de antes de la pandemia me parece ahora una ensoñación caprichosa y divertida: escribir cinco páginas por la mañana, machacarme haciendo ejercicio, responder los correos electrónicos nuevos, leer una novela. En estos días, cuando me siento delante del ordenador por la mañana y me dispongo a escribir, la tentación de revisar si he recibido alguna notificación en el móvil sobre la covid-19 resulta irresistible. Nada de ejercitarme hasta sudar: todo lo que no sea un relajado paseo en bicicleta me parece decididamente agotador. Si intento responder un correo, a menudo me encuentro haciendo clic sin rumbo, saltando de una fuente de noticias a otra como una hoja arrastrada por el viento. En casa, la happy hour empieza más temprano cada día. La semana pasada, mi esposa y yo nos servimos un par de copas de vino y, literalmente, sin la menor ironía, brindamos por la intención de beber un poco menos.

Es como si hubiera tenido que bajar muchísimo el nivel de dificultad de mi vida en general, y soy consciente de que otras personas no están reaccionando así.

Navego por Facebook y descubro que distintos amigos están haciendo cosas increíbles y con frecuencia siento envidia. No me importa admitirlo: puedo aceptar que, algunas veces, en momentos de debilidad, soy tan mezquino como para sentir celos al ver el excelente trabajo creativo que hacen mis amigos durante la cuarentena, para sentirme soso en comparación, amorfo. No envidio su trabajo en sí, sino su capacidad para hacerlo. Por ejemplo, tengo un amigo violoncelista que está preparando y después tocando en Internet los estudios más difíciles de todo el repertorio de su instrumento. Otro, trompetista en la Filarmónica de Nueva York, ofrece serenatas a su vecindario de Chelsea todas las noches desde la azotea. Una amiga violista se grabó tocando un rigodón en cinco partes. Un amigo artista organiza elaboradas fiestas de disfraces en Zoom. Algunos intercambian poemas entre sí; otros, obras de arte. Tengo un amigo que está a punto de lanzar una maldita revista centrada en las artes pospandémicas. Este tipo de cosas están por todas partes en las redes sociales: las personas creativas son increíble, profunda, intimidantemente creativas.

En mis momentos de generosidad, todo eso me parece inspirador, pero en los momentos débiles me resulta un tanto opresivo. En mis momentos de amargura, me ha dado por llamarlo “el Complejo Creativo-Industrial de la covid-19”. Me siento exasperado por la concentración de mis amigos, por su dinamismo, por su capacidad de acometer un arduo trabajo mental en medio de la crisis. No estoy orgulloso de ese sentimiento.

He cambiado mi definición sobre lo que es “un buen día de trabajo”: en lugar de mis habituales cinco páginas diarias de escritura, me siento conforme si llego a terminar una sola

Yo, últimamente, no me he sentido ni concentrado ni dinámico. En medio de la ansiedad —las anécdotas terribles, la compulsión de leer las noticias cada diez minutos, la inquietud por el futuro, la preocupación por los amigos contagiados y los que tienen enfermedades previas que los ubican en grupos de riesgo—, he cambiado mi definición sobre lo que es “un buen día de trabajo”: en lugar de mis habituales cinco páginas diarias de escritura, me siento conforme si llego a terminar una sola; en lugar de responder escrupulosamente a mis correos, me permito rezagarme; en lugar de leer novelas enteras, me contento con releer fragmentos de mis favoritas.

Ayer encontré un pasaje en El rey pálido de David Foster Wallace sobre un hombre que cortaba el césped de una manera extraña: antes que cortarlo todo de una vez, prefería dividirlo en diecisiete pequeñas secciones, trozos o franjas, que iba cortando por separado en el transcurso de una o dos semanas. Lo hacía así porque le gustaba la sensación de haber terminado algo y quería reproducir ese sentimiento tantas veces como pudiera: experimentar diecisiete pequeñas victorias en vez de una única victoria mayor. Wallace lo describió como “una sensación agradable”: saber que tienes una tarea que terminar y terminarla con éxito.

Al releer ese fragmento me di cuenta de que es así como estoy manejando no solo mi trabajo creativo durante la pandemia y la cuarentena, sino toda mi vida: centrándome en pequeñas “sensaciones agradables” y concretas como escribir una sola página de una novela nueva, probar una receta diferente y exótica, plantar semillas y ver cómo germinan, hablar con amigos y familiares, limpiar la cocina, regar el césped, ir en bicicleta a una velocidad sensiblemente superior a la de mi paseo anterior. Nada de esto es heroico ni grandioso, ni responde a grandes preguntas, ni es digno de ser publicado online, pero produce una sensación agradable y realmente lo recomiendo.

Traducción de Álex Vicente.

Nathan Hill es escritor estadounidense, autor de la novela El Nix (Salamandra).

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