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LIBROS

La monja mística que terminó emparedada

La historiadora Rosa M. Alabrús traza las líneas maestras de una crónica de la espiritualidad que sigue pendiente a través del caso poco conocido de la dominica catalana Hipólita de Rocabertí

'Verdadero retrato de Sor Hipólita de Jesús' (1679), grabado de Francisco Quesádez.
'Verdadero retrato de Sor Hipólita de Jesús' (1679), grabado de Francisco Quesádez.Biblioteca Nacional de España

Hasta fechas muy recientes la historia de la espiritualidad femenina estaba por escribir. Todo parecía girar en torno a la carismática pero aislada figura de Teresa de Jesús: la bibliografía sobre ella es inmensa, inabarcable. Lentamente vamos comprendiendo que su obra se desarrolló en un contexto colectivo donde se aprecia un semillero de tentativas de autorrealización. Las aportaciones son de muy distinto calado, pero todas ellas contribuyen a dibujar un panorama mucho más enriquecedor y también más próximo a aquella realidad extraordinaria. ¿Por qué extraordinaria? Porque si bien la tradición, la religión y la vida cotidiana imbuían a las mujeres de una sensación profunda de inferioridad intelectual y se veían obligadas, por la fuerza de los hechos, a admitirla como natural al tiempo que procedente del mandato divino, hay que preguntarse cómo algunas de ellas, en los severos tiempos del tridentismo, consiguieron superar el aplastamiento del ser que sufrían otorgándose permiso a sí mismas para pensar, alejándose de la misoginia inculcada por la enseñanza patrística.

En el contexto esbozado resulta muy iluminador el estudio de la historiadora Rosa Alabrús, Razones y emociones femeninas. Hipólita de Rocabertí y las monjas catalanas del Barroco, por dos razones sustanciales, aunque los caminos que explora su autora darían para mucho más. En primer lugar, reúne una documentación excepcional y traza asimismo con acierto las líneas maestras de esa historia de la espiritualidad todavía pendiente, a partir de un caso concreto y poco conocido, el de la dominica catalana Hipólita Rocabertí y el círculo de monjas catalanas del Barroco.

Se la ha comparado con Teresa de Jesús por su cultivo de la mística y su capacidad para divulgarla a través de la escritura, pero sus tiempos y sus destinos fueron dispares

Como ha demostrado la historiadora Gerda Lerner (La creación de la conciencia feminista. Desde la Edad Media hasta 1870), la mística fue una vía de penetración intelectual excepcionalmente fecunda para las mujeres. En la medida en que se apoyaba en la importancia del conocimiento trascendente, es decir, que no era producto de un pensamiento racional (inaccesible a partir de la formación de las primeras universidades medievales) sino fruto de un modo de vida, de una inspiración genuina y un entendimiento generado por revelación. La vía mística resultaba pues una alternativa practicable a la espiritualidad de las mujeres, en la medida en que permitía percibir a Dios como un ente accesible a través del amor incondicional y la entrega máxima. Para alcanzar esa íntima comunión, beatas y monjas se valían de cualquier material que la experiencia de la vida pudiera proporcionales y en este sentido estaban bajo la directa influencia de un imaginario que veían representado en imágenes, en iglesias y en textos sagrados a los que podían acceder. Ello explica la naturaleza de sus visiones. Sin duda Teresa de Jesús fue asombrosamente original en su recorrido místico, llegando a alcanzar un sistema teológico coherente. Y a su figura Rosa Alabrús dedicó un libro anterior, escrito en colaboración con el también historiador Ricardo García Cárcel, una referencia imprescindible para el estudio de la Edad Moderna en España. El libro se titulaba Teresa de Jesús. La construcción de la santidad femenina (Cátedra, 2015) y contraponía la fulgurante posteridad de la religiosa abulense (fue canonizada a los 40 años de su muerte, muy poco tiempo para un proceso que podía durar siglos) al tapón eclesiástico con que se frenó la postulación de otras religiosas que también lo merecían debido a la explosión de fervor religioso en la época, apuntándose ya entonces el caso de Hipólita de Rocabertí, objeto central del libro que ahora se comenta.

La dominica era hija natural, prima de la carmelita Estefanía de Rocabertí, fundadora del Carmelo descalzo catalán (junto con Catalina de Cristo y Leonor de la Misericordia) e impregnada de la devoción ignaciana que caracterizaba a las mujeres de la saga Rocabertí. Las estancias de Ignacio de Loyola en Manresa y Barcelona habían concentrado a su alrededor un núcleo de mujeres nobles que le apoyaban incondicionalmente. Entre todas destacó Isabel Roser: al quedar viuda marchó a Roma con la idea de abrir una sección femenina de la Compañía de Jesús recién fundada (1540). Había hecho enormes aportaciones económicas (Ignatius escribirá: “os debo más que a cuantas personas en esta vida conozco”). Pero ese viaje a Roma topó con la negativa tajante del propio Loyola al jesuitismo femenino (1543-1546). A partir de cierto momento dejó de recibirla. Roser regresaría a Barcelona y mantendría hasta su muerte su fidelidad al fundador de la Compañía como guía espiritual.

A Hipólita de Rocabertí (1549-1624) se la ha comparado con Teresa de Jesús por su cultivo de la mística y su capacidad para divulgarla a través de la escritura, pero sus tiempos y sus destinos fueron dispares. Al activismo fundacional teresiano, la madre Hipólita opondrá la vida de recogimiento y contemplación propugnada por el tridentismo, forzándose con los años a una verdadera aniquilación del yo. Perdida en Dios, su vida parece expuesta a un pavoroso desenfreno de castigo y mortificación, negándose las comodidades más elementales, como dormir sobre una esterilla. Por ello en sus escritos ahonda en las figuras bíblicas de Marta (acción) y María (contemplación). Ella se identifica con esta última y en su obra Las mercedes recibidas de Dios desarrolla la idea de que su comunión con Él la consigue a cambio de estar siempre enferma (una idea que recuerda la expuesta por Teresa de Cartagena en su Arboleda de los enfermos). La postración corporal en un principio la llenó de melancolía y desconsuelo hasta que la misericordia divina se apiadó de ella enviándole el don de la contemplación y gracias a él, la sabiduría. En los últimos años pidió el emparedamiento, una forma radical de clausura femenina que ya defendía en el siglo XIII Gonzalo de Berceo en su Vida de Santa Oria. ¡Cuántas veces el flujo del espíritu roza lo inexplicable!

Razones y emociones femeninas. Hipólita de Rocabertí y las monjas catalanas del Barroco. Rosa M. Alabrús Iglesias. Cátedra, 2020, 270 pp.

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