El polvo como obra de arte total
De Marcel Duchamp a Elena del Rivero, los creadores del último siglo han utilizado los ácaros en sus trabajos para medir el tiempo y el espacio
Es difícil aceptar la idea de que una partícula de polvo tiene un comportamiento extravagante, pero así es. Cuando un ácaro escoge el nido, propaga su “indeterminación” (materia fecal) a otras partículas, superponiéndose a ellas, abriéndoles y cerrándoles el paso, acotando cada vez más su campo gravitatorio, que no es muy diferente al mundo cuántico de dinámicas de masas o al movimiento de un individuo en una discoteca. El ácaro puede resistir la aspiradora más potente y sus comunidades matriarcales duran hasta cuatro veces más que las masculinas debido a que han de gestar su prole, que tras un tiempo se disolverá en un dibujo difuso, el espacio entre el pasado y el futuro. En esa superficie no hay nada razonablemente “presente”, a no ser que veamos en ella una obra de arte.
El mundo sin tiempo es el de los astrofísicos y los artistas, porque el de los acontecimientos duerme aburrido de muerte sobre el epitafio de la revolución: “Caballeros, el tiempo de la vida es muy breve... Si vivimos, vivimos para pisotear a los reyes” (Shakespeare, Enrique IV). Durante meses, Marcel Duchamp dejó que el polvo se acumulara en una plancha de vidrio. Un día, Man Ray se presentó en su estudio con su cámara panorámica y realizó una fotografía de larga exposición del panel, que estaba colocado horizontalmente sobre unos caballetes. La imagen del cultivo de polvo parecía un asentamiento precolombino, con sus misteriosas marcas y dibujos en bajorrelieve. Poco después de que su amigo tomara la fotografía –Élevage de poussière (1920)–, Duchamp fijó las motas a unos filtros con un barniz, retiró el resto y llevó el panel a unos fabricantes de espejos de Long Island para que lo platearan. Después lo insertó en la parte inferior de la obra que posteriormente se convertiría en uno de los enigmas más extraordinarios del arte del siglo XX: el Gran Vidrio.
Un proceso similar llevó al dúo irlandés James Plumb Studio a realizar su pieza Stained Moons, que instalaron en un mágico enclave de los acantilados de Londonderry, entre el 9 y el 23 de febrero pasados. James Russell y Hannah Plumb habían encontrado una pila de vidrios en un invernadero abandonado y enseguida fantasearon con un nuevo destino para ellos. Observaron que el irregular baile granular de las partículas sobre las transparencias era muy parecido al de los procesos fotográficos, con sus intervalos fosilizados, puntillistas, como un cuadro de Seurat. ¿Qué dibujo de la naturaleza podían esconder aquellos cronógrafos de polvo? Los limpiaron uno a uno con el cuidado de quien restaura una talla gótica, dejando intacto un gran círculo en el centro. Superpusieron las placas, organizándolas por grupos, y después las iluminaron con retroproyectores sobre láminas de papel. De las diversas combinaciones de los depósitos de suciedad proyectados por las linternas mágicas salieron las ocho fases lunares, que finalmente se colgaron en el interior de un edificio circular del siglo XVIII, el Mussenden Temple, una biblioteca en desuso al borde del Atlántico, conformando un entorno tan real y matemático como sublime.
El tiempo está en la huella de Neil Armstrong sobre el polvo lunar y en el incansable escultor que Marguerite Yourcenar describió posado en la rodilla de Aquiles “donde reside toda la velocidad de la carrera (...) y en un sexo reconocemos la forma de flor o de fruto”. Porque la vida es interrogarnos sobre la gramática del tiempo, encontramos el pasado tan diferente del futuro. En sus coreografías espontáneas de cuerpos de todas las edades, Yvonne Rainer (The Concept of Dust, 2015) ve historias de nostalgia, caducidad y destino. Stan Brakhage sincronizó en Tortured Dust (1984) los tres años más difíciles de su vida que, en última instancia, es lo que duró la decadencia familiar, con la emancipación de sus hijos y un divorcio, en un deshacer y volver a hacer parecido al de las piedras de los dioses griegos que se degradan sin agonía, pues de sus rostros nacen verrugas que son conchas marinas y de sus rizos blancos asoma musgo. Y en el desastre de las Torres Gemelas, que destruyó su estudio frente a la torre sur, Elena del Rivero ve la emoción abstracta del sufrimiento, la voz y las palabras de los que ya no están (El archivo del polvo, 2019).
Partículas elementales, cuantos de gravedad y ácaros no habitan el espacio sino que son el espacio mismo. Su existencia depende de la interacción. Es lo que hace que acontezcan y que sobre ellos tengamos un punto de vista único: donde unos ven el dedo que quita el polvo de un mueble, otros contemplan la luna.
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