Seis paseos literarios de camino a la normalidad
Enrique Vila-Matas, Elvira Navarro, Manuel Rivas, Aixa de la Cruz, Justo Navarro y Elisa Ferrer proponen un paseo por Barcelona, Madrid, A Coruña, Bilbao, Málaga y Valencia y recomiendan un libro para entender sus ciudades
Pasear sin rumbo fijo es un ejercicio que durante siete semanas ha estado prohibido. Autores como H. D. Thoreau, Walter Benjamin, Guy Debord o Rebecca Solnit sostienen que es una forma de pensar. Seis escritores españoles invitan a un sugerente caminar por otras tantas ciudades españolas que hoy inician el lento camino a la normalidad.
Barcelona, un descenso. Por Enrique Vila-Matas
La atmósfera es completamente real, aunque deambulo tarde en la noche. Estoy en lo alto de la ciudad, ando por la misma zona en la que en una verbena de san Juan el llamado Pijoaparte surgió de las sombras de su barrio y bajó caminando por la carretera del Carmel, hasta alcanzar la plaza Sanllehy, que es adonde acabo de llegar y desde donde voy marchando, en zigzag continuo, hasta alcanzar el 546 de la calle Cerdeña, donde un día estuvo la casa del capitán Blay, víctima de la guerra y lúcido en su locura. Cruzo, segundos después, por el campo de hierba artificial del Europa al que mi padre, por ser amigo del aventurero Zalacaín (fugaz presidente del club), estuvo una vez ligado. Y pronto queda también atrás la Travesía del Mal mientras voy bajando, con ritmo de paseo, por el Torrente de las Flores, arteria del barrio mental de Juan Marsé, sutil mezcla de las antiguas barriadas de La Salut y el Carmel, las del Guinardó y Gràcia. Voy bajando y al mismo tiempo noto la cercanía del Eixample, la zona más oscura de Barcelona, la misma en la que Carmen Laforet situó la lóbrega atmósfera de Nada, su implacable retrato milimétrico de la burguesía catalana.
En fin, voy y no voy, dejándome caer por el Torrente, sabiendo que, una vez rebasada la plaza del señor Rovira, mi campo visual se habrá poblado aún más de nietos de los derrotados históricos, de aquellos “hombres de hierro forjados en tantas batallas, hoy llorando por los rincones de las tabernas”. Voy y no voy, casi ya directo, en línea recta, hacia el territorio de la infancia, el paseo de mi vida, el Paseo de San Juan, al que llegaré seguramente con las primeras luces, cuando el día esté ya clareando. Podría reconstruir de memoria, casa por casa, el tramo del Paseo de San Juan que va desde la esquina con Rosellón (donde ahora vive Joan de Sagarra) hasta la de Valencia, donde están los Maristas, la desquiciada escuela: el trayecto de siete minutos que mayor número de veces he recorrido en la vida, ya que en una época lo hice cuatro veces por día, de casa al colegio y del colegio a casa en dobles sesiones de mañana y tarde. Y recuerdo cómo, al acabar la jornada, muchas veces ya en noche cerrada, no podía apartar los ojos de la coloración submarina de los portales del Eixample, con su misterio y profundidad ocultando mi futuro.
Multiplíquese más de cien veces al mes a lo largo de catorce cursos de trescientos días cada uno, y tendremos el número de recorridos que di durante la larga época escolar por ese paseo de mi vida por el que ahora desciendo con decisión, camino del Arco de Triunfo y del puerto, camino de unas Ramblas que ya no son lo que fueron cuando una gente brutalmente local constituía su único espectáculo, aquel gran río de humanidad que bajaba hasta el mar, donde solía acabar nuestro paseo andado, tantas veces hecho de desesperaciones por el fracaso de nuestros anhelos, un paseo andado que siempre hicimos cuesta abajo y que parece ahora querer recordarnos que, pasado el tiempo, aquello que nos fue negado –la ciudad abierta–, aquello que un día deseamos que llegara a ser Barcelona se va construyendo, pero al revés de cómo lo habíamos soñado, se va forjando con el cruel material de nuestra derrota, con todo aquello que un día, doloroso es decirlo, creímos indestructible.
UN LIBRO: Diario de Escudellers, de Sergio Pitol (incluido en El arte de la fuga). Extraordinario recuento del infierno vivido por Pitol en junio y agosto de 1969, en la Barcelona más canalla de todos los tiempos.
Madrid, pasado presente. Por Elvira Navarro
En el siglo XIX corría la leyenda de que al Cerro Garabitas acudían las almas de los muertos antes de abandonar este mundo. Peregrinar hasta Garabitas es una excursión habitual cuando se va en teleférico a la Casa de Campo. Por aquellos lares pervive con fuerza el pasado, como si el tiempo se hubiera detenido. Una ciudad contiene su historia a menudo de forma laberíntica, y puedes encallarte en una memoria que no es tuya, pero que te construye.
Caminar por la ciudad también es rememorar paseos antiguos. Veinte años atrás, cuando me vine a vivir a Madrid, todo parecía más tenebroso y era menos global. El teleférico conserva ese espíritu. Del esplendoroso, y demodé, paseo de Pintor Rosales, se va en cabina, volando sobre los edificios, hasta un apeadero anacrónico, como las viejas películas de ciencia ficción que contaban el futuro. A lo lejos, el parque de atracciones se perfila con su sonido de film de terror, pues se oyen los chillidos de la montaña rusa a la que llaman Abismo y el aullido de la caída libre de La Lanzadera. El Abismo asoma entre la vegetación, como un ángel del fin del mundo, y al atardecer todo cobra el aspecto de un templo coronando la loma, al que acudieran los fieles portando ofrendas que las cabinas del teleférico llevaran a los dioses del cielo.
Una mañana, fui desde allí al lago poco antes de que se iniciaran las recientes obras de limpieza. Nada había cambiado. El agua cenagosa, los vapores malolientes, las canastas para los kayaks sobre las que se posaban cormoranes quietos y brillantes. No logré saber si aún funcionaba la lancha motora que permitía soñar a los niños con un lago de verdad. Para los adultos, montar en ella debía de ser parecido a lo que experimenta un patito en una bañera. Me contaron que antes era típico comer en los chiringuitos ricas chuletas de cordero con un chorrito de limón, pero yo sólo recordaba un almuerzo con mi madre, las dos ateridas en una terraza desde la que observábamos el perfil desafiante de Madrid y masticábamos patatas que sabían a aceite de coche. Mi madre es ya otro fantasma.
La última vez que visité la Casa de Campo y a sus espectros entré por donde solía hacerlo cuando, de universitaria, buscaba huellas de la guerra. Me refiero al recinto ferial, al que se accede por la avenida de Portugal. En esta zona desabrida pervive la sombra de coto privado, con el que el pueblo no podía ni soñar. El mayor parque público de Madrid fue, durante siglos, usado sólo por los reyes, y la sensación de inaccesibilidad persiste debido al paseo de Extremadura, que es una carretera, a las vías del metro y a que la ciudad se enreda aquí en una maraña de naves, carreteruchas y caminos que imposibilitan avanzar en línea recta y convierten la travesía en una incógnita. Todo parece una puerta a lo desconocido. Ese día, antes de perderme, llegué hasta el malogrado Pabellón de los Hexágonos, mejor construcción de la Expo de Bruselas de 1956, que se pudre como un órgano sin función. Había una paz de cementerio, de margen, del que quiere que le dejen tranquilo, y también del que está fuera del sistema, de la ley. Nadie te veía, o eso parecía, porque yo observaba a una chica pelirroja que, con disimulo, esperaba a que me fuera para agacharse y volcar en el suelo comida para gatos. Me digo ahora que esos fantasmas sí venían del futuro, donde descansaremos bajo ruinas, y que las ruinas son hermosas.
UN LIBRO: Mi gran novela sobre La Vaguada, de Fernando San Basilio, un retrato sabio y humorístico de la sociedad consumista y del Madrid actual en la medida en que buena parte de la ciudad se ha convertido en un gran centro comercial.
A Coruña, el paseo de los abrazos. Por Manuel Rivas
El verdadero bautismo coruñés era y es escapar a una ola vagabunda en la Coraza de Riazor, o en la orillamar de Monte Alto, donde los farallones tienen el nombre de las Ánimas, o en el lugar del punkismo mágico, allí donde galopa el mar la roca llamada Cabalo das Pradeiras y donde los menhires tienen ventanas. La mejor forma de acabar la escapada es siempre un abrazo.
La primera gran aventura es subir a la torre de Hércules o faro de Breogán. El más antiguo del mundo en funcionamiento (nomás me matarían si no lo digo). Un paseo mítico, 234 escalones, con un descanso de cripta onírica, para subir al Aleph marino, el mejor mirador del atlántico. En la rosa de los vientos, Noroeste Cuarta Oeste, el lugar situacionista de la imaginación. Al lado de la gran linterna, se puede ver lo invisible. Irlanda o América, depende de los días. Pero lo mejor, después de la escalada, el vértigo y el viento ebrio, es imaginar el abrazo.
El faro forma un triángulo psicogeográfico con la antigua prisión provincial y con el cementerio marino de San Amaro. La cárcel está abandonada por los humanos, guardias o presos. Al ojo panóptico del poder solo le queda la nostalgia de vigilar las aves migrantes que anidan tan interesante arqueología. El cementerio marino, como atestiguan generaciones, es uno de los más sanos del mundo. La cárcel y el cementerio son otros dos buenos lugares para abrazarse. Toda la borda del faro lo es, con sus grutas, playas y calas de felicidad clandestina. Ese espacio de ciudad acantilada, orillera, donde la gente al andar traza su propia línea del horizonte, tiene la hipnosis del origen, del sentimiento oceánico.
A Coruña es una ciudad anfibia y tuvo su pintor anfibio. Urbano Lugrís. Quiso pintar el fondo marino con un escafandro. Lo hizo en lienzos, tablas y murales inolvidables, y también con tinto ribeiro en la mesa de los bares. El paseo por Lugrís, por esa Coruña intemporal, ese paraíso inquieto, pintado con el deseo y la pena del mar, tal vez es lo más real, frente a la usura del tiempo.
Y ese paseo surreal te ensancha la mirada. Te permite ver una Coruña oculta tras las esquinas, o escondida en una redoma de saudades. Ese paraíso inquieto de las pequeñas plazas y jardines de la Ciudad Vieja, como la plazuela de las Bárbaras o el Jardín Romántico. Allí donde está enterrado John Moore, un militar héroe en salvar vidas, a quien visita los días de niebla su amante y aventurera lady Stanhope. No he visto por allí las cámaras de los programas del corazón. Pero es un lugar para el abrazo intemporal.
Hubo un tiempo en que, en el escudo de la ciudad, las luces del faro sostenían un libro. En el paseo de las saudades, el andar te lleva a la calle Sinagoga. A Coruña es una ciudad de impresores y librerías. ¿Y qué me dice usted de las panaderías? ¡Donde hay buen pan, hay librerías! Es una ciudad musical, con una ruta de navegación al desvío. A Coruña siempre tuvo fama de dormir de pie. Lo que nunca ha estado en crisis es la producción de bohemia y la brújula de las vanguardias.
El paseo, en sí, es una vanguardia. Una multitud dadaísta, a su manera, pasea por los Cantones coruñeses, la cubierta de la ciudad trasatlántica, con sus fachadas de galerías acristaladas y sus casas barco y los ensayos utópicos de ciudad-jardín.
Pero el mejor paseo coruñés es el excéntrico. Hay una línea axial que une el faro con el Castro de Elviña, la citania celta, la primera ciudad y, ahora, la última aldea. Desde la infancia recuerdo que justo en el ara solis habían espetado una gran torre de alta tensión, por lo que deducimos que los celtas, en Galicia, habían muerto electrocutados. Ahora la han quitado. No hace falta ir al solsticio a Stonehenge. Cómo no abrazarse en este lugar donde un día apareció el tesoro de un ánade de oro.
UN LIBRO: La tribuna, de Emilia Pardo Bazán. Las cigarreras coruñesas protagonizaron la primera gran huelga feminista en el mundo. Esta es la historia de una joven líder, Amparo, y su lucha por libertad social y personal. Aquí, doña Emilia es una escritora salvaje. Escribe una obra insólita y valiente en la historia de la literatura española, incluido nuestro tiempo. ¡Publicada en 1883! La protagonista, Amparo, rompe todas costuras, para apostar por una libertad radical.
Bilbao, la ciudad inventada. Por Aixa de la Cruz
Creo que no aprendí a pasear hasta que me embaracé. Antes solo corría. Calentaba articulaciones bajo el puente del Arriaga y emprendía ruta por la ribera de Abando, feliz de acelerar los fotogramas del Bilbao de las postales y a empujones con los turistas que se apelotonaban frente al Guggenheim. Buscaba las rutas mejor asfaltadas; solo eso. Ahora que he bajado la velocidad y camino atenta al paisaje, mi recorrido empieza allí donde terminaba mi entrenamiento, a los pies del puente Euskalduna, en la explanada que pertenecía a los antiguos astilleros y que ahora marca la frontera entre el paisaje urbano embellecido y el paisaje urbano en obras. No soy la única treintañera que siente predilección por esta zona. Somos muchos los que guardamos una imagen idealizada de ese Bilbao industrial y naviero, siempre turbio de xirimiri, del que tanto nos han hablado nuestros padres pero que jamás llegamos a padecer, y venimos hasta aquí en busca de sus ecos.
Lo que más me gusta del muelle de Olabeaga es que lo han intentado domesticar sin éxito. Hace doce años que es peatonal, pero la acera, que corre entre la ría y el monte, es tan estrecha que solo admite paseantes en fila india. Cuando hay mareas vivas, el nivel del agua sube a escasos centímetros del asfalto y luego baja como si alguien hubiera tirado de la cisterna, con lo que es fácil sentir claustrofobia. Sabes que, en caso de riada, no hay salida. Aun así, en la parte inicial del paseo, bajo las escamas grises del Nuevo San Mamés, han abierto una terraza al aire libre en una de las antiguas dársenas de carga. Es un local muy chic, con música electrónica suave, cócteles elaborados y buenas vistas, pero la ría es caprichosa y lo mismo te devuelve maderos que cadáveres hinchados de ratas, por lo que prefiero tomarme un café en una antigua lonja de pescado que hay unos metros más adelante. Es el último bar de la zona. A partir de aquí, se suceden los bloques de viviendas, edificios chatos de barrio pesquero con la pintura desconchada que dan paso a un frontón que da paso a un muro. Con el muro, desaparecen los encantos a este lado de la ribera y cobra relevancia la de enfrente: Zorrozaurre.
Zorrozaurre fue una península y ahora es una isla. En Bilbao gustan mucho los proyectos faraónicos y esta es nuestra extravagancia mayúscula. Hemos anegado un istmo para separarnos del apéndice más decadente de la villa y, cuando lo rehabilitemos, inauguraremos un nuevo puente que nos conecte a él. Desde esta orilla, se aprecia el trasiego constante de camiones, cementeras y grúas, y la deconstrucción en vivo y en directo de un skyline. Cada vez que vengo hay un nuevo solar vacío donde antes hubo un bloque de viviendas, una nave industrial o una fábrica. Ya apenas sobreviven algunos edificios pintorescos– un pequeño palacete, las ruinas de la antigua fábrica de Artiach, una marmolería abandonada con sus enanos de jardín a la intemperie…–, aislados entre sí como si estuvieran cumpliendo cuarentena. Pero es fácil romantizar la decadencia a media tarde, cuando la ría zigzaguea con destellos plateados hasta perderse en la margen izquierda.
Vuelvo a casa con una sensación exótica. Todo esto que es tan feo pronto será precioso y habitable. Pronto será refugio de runners y turistas y los milennials tendremos que trasladar nuestra nostalgia inventada a otro sitio. Buscaremos las huellas de esa ciudad mítica que nunca conocimos en nuevos bastiones. Quizás en Barakaldo. Quizás en Ortuella. Quién sabe.
UN LIBRO: Mejor la ausencia, de Edurne Portela. Es el libro que mejor ilustra ese Bilbao decadente de los años 80 que a mi generación le ha llegado a través de las canciones de Eskorbuto pero que en la novela se resiste con fuerza a cualquier idealización.
Málaga, punto de llegada. Por Justo Navarro
Imagino que subo desde el malecón por el paseo de la Farola de Málaga hace seis meses y dejo a mi derecha el antiguo gobierno militar y a mi izquierda el muelle 1 y el muelle 2 del puerto, fondeadero de tiendas y bares restaurantes y un cubo-museo de cristal y vinilos de colores, y busco la sombra de los plátanos del Paseo de los Curas, porque el palmeral del puerto siempre me recuerda a Miami aunque nunca haya estado en Miami. Hay coches, incluso coches de caballos, pero no tanto tráfico como otros días. Es sábado y estoy ya en la Plaza de la Marina, un día espléndido, de noviembre. O no he llegado desde el malecón por el Paseo de los Curas y es otro sábado de hace seis meses y acabo de bajarme del autobús en la parada del puerto.
Da lo mismo: estoy en la Plaza de la Marina, lo primero que ven los que acaban de bajar del crucero por el Mediterráneo o por el Atlántico-Mediterráneo, la aparición de Málaga: un parking de 440 plazas a la entrada del área comercial, la fuente, el monumento al vendedor ambulante de pescado, los edificios burocráticos y financieros al fondo de la plaza, el gran hotel que tanto me gusta, cuña clavada entre la Cortina del Muelle y la calle Molina Larios, doce plantas más ático y piscina en las alturas, arquitectura de los años veinte o treinta para los años sesenta del siglo pasado. Y ya estoy en la calle Larios, peatonal. Si la cubrieran se convertiría en una galería comercial como la Vittorio Emanuele de Milán.
Hay gente, más gente cada vez, es sábado, mediodía, la multitud de un sábado de shopping, hace seis meses, noviembre prenavideño, navideño, pronto se encenderán las 180.000 luces festivas, y se expande el árbol de bares que surge de la calle Larios, en flor la feliz, callejera multitud bebedora, el tapeo feliz, el mercadeo feliz y en masa, como en el módulo de embarque de un aeropuerto, pero al aire libre, sin la angustia del vuelo y los controles intimidatorios, y el cielo tan alto y tan celeste como la pantalla iluminada de mi ordenador, y ruido de la calle en el hilo musical, sound of the street, bruit de la rue, bruscio della strada, Strassengeräusch, som da rua, todos los idiomas de los cruceristas en la ciudad llana como una playa asfaltada, con indígenas haciendo de turistas un sábado al mediodía y turistas haciendo de antropólogos, unidos todos por el citymarketing, tiendas de lujo y de no lujo, marcas globales y glocales, gente fluente y dinero fluente y cada vez más invisible, dinero-tarjetas, dinero-teléfono.
Me muevo por el crucero expandido y el aeropuerto expandido, hospitalidad y seguridad, videocámaras y vigilancia policial visible. Estoy en la Plaza de la Constitución, entre la catedral, si sigo por el pasaje de Chinitas y la calle Fresca, a la derecha, y el río Guadalmedina, si voy por la calle Compañía, a la izquierda, pero siempre shopping mall, tome una vía u otra, siempre tiendas y bares y museos, todos abiertos todavía, iglesias y gimnasios, espectáculos, una catedral, un río, una ciudad entera picassiana, bendito sea el citybranding, ciudad aeropuerto, crucero varado, el mundo de las compras recreativas. Y hay cada vez más gente, como preparándose para el encendido de las luminarias navideñas monumentales, miles y miles y miles de personas, apretándonos unas con otras, no falta mucho ya esta mañana de noviembre. Estoy viendo todo lo que fue y todavía no es. Veo el pasado como si fuera el futuro, ciencia ficción.
UN LIBRO: Málaga monumental. A vista de este ejemplo, de Elo Vega y Rogelio López Cuenca (coordinadores). Una manera crítica y entretenida de andar por la historia de la Málaga de hoy a través de sus monumentos.
Valencia, el arte del paseo. Por Elisa Ferrer
Solía ser yo poco aficionada a pasear. Mucho de correr, poco de disfrutar del paseo. «Correr», eso sí, en la segunda acepción de la RAE, la de ir deprisa, no en la primera, que es donde englobamos lo que hacen los runners con su ropa brillantosa, su actitud premaratoniana. Pero no, no tengo la voluntad de hierro ni los tobillos fuertes, siempre he sido más bien de ir corriendo a los sitios, de llegar tarde, la respiración entrecortada, de adelantar a la gente que ocupa el ancho de la acera y pensar, ¿dónde irán tan despacio?
Estos últimos años, en cambio, he comenzado a ejercitarme en el arte del paseo (la madurez, dicen). Mi afición comenzó en Iowa City, esa ciudadbosque con sus árboles frondosos, sus ciervos escondidos, los conejos bebé de la primavera que al llegar el verano crecen y arrastran sus barrigas por la hierba. Así que, al volver a València, tras trece años sin habitarla, decidí traer conmigo esta nueva afición.
Desde mi vuelta, he perfeccionado el arte del paseo. Lo primero que aprendí es que hay que salir de casa sin necesidad de ir a ningún sitio concreto. Tardé un poco más en descubrir que la mirada no debe estar puesta en los pies o en el reloj, sino que ha de revolotear alrededor y dejarse sorprender. Los brazos deben estar relajados, quizá con un sutil balanceo, sin forzar nunca un movimiento marcial ni tampoco quedarse quietos. Una vez aprendida la mecánica, comencé a deambular por la ciudad que en años anteriores había sido la mía, pero ahora, en cada paseo, me parecía distinta, mejor, única.
Tras este tiempo de aclimatación, ya puedo definir mi paseo ideal por València. Comienza en el Parc Central, donde jardines cada vez más verdes conviven con las antiguas naves de Renfe, ellas y su belleza práctica, que se vuelve romántica cuando las iluminan de noche. Me gusta sentarme a leer en el parque, que me dé el sol (lo de saberse detener para saborear el paseo es algo que se aprende una vez la mecánica está interiorizada, paciencia).
Me gusta continuar andando por mi barrio, Russafa, donde al mirar hacia arriba, mis ojos se cruzan con edificios modernistas. Me he vuelto coleccionista de molduras, colores, balcones, portales. Sin darme cuenta, mientras amplío mi colección, ando hasta llegar al cauce del río Turia, otro parque lleno de verde (en el que hay que esquivar deportistas y carriles bici para no ser arrollada) y me detengo frente a Gulliver, ese gigante que lleva treinta años tendido en el suelo para que, aunque hayamos crecido, volvamos a ser niñas, niños, al dejarnos caer por sus toboganes y rompamos nuestros pantalones en cada caída (ningún tejido sobrevive a ese gigante).
Cuando mi paseo se alarga y cruzo al otro lado del río, vuelvo a mis años de estudiante, la avenida Blasco Ibáñez me devuelve a la facultad, al colegio mayor donde idealicé la adultez, el compartir piso. Aunque las piernas ya no aguantan, son pocas las veces que no llego hasta la parada de Benimaclet para subirme al próximo tranvía (los pies reclaman un descanso), llegar junto a la playa y pasar de mi colección de molduras y balcones, a la de azulejos. Los azulejos de las casas del Cabanyal, esos que cambian de color según les dé la luz. Cualquier paseo que se precie en València tiene que terminar en este barrio, en la playa, los pies cansados en la arena, el ruido del mar, ese que cuando te moja siempre está demasiado caliente.
Hoy podremos volver a pasear, serán menos kilómetros, pero el sol, el viento en la cara y los árboles los apreciaremos como si fuera la última vez. Porque si algo hemos aprendido en estos días de encierro, es que ya nada puede darse por sentado. Ni siquiera el común (y bello) arte del paseo.
UN LIBRO: Un dinar un dia qualsevol / Una comida un día cualquiera, de Ferran Torrent. Es un libro que te mete de cabeza en la sociedad valenciana de estos últimos años, con sus corruptelas, intrigas y con la aparición estelar de algún que otro personaje conocido en una ficción que parece absolutamente real.
Pies y páginas
Filósofos de paseo. Ramón del Castillo.Turner
Wanderlust. Una historia del caminar. Rebecca Solnit. Capitán Swing
Caminar. Erling Kagge. Taurus
Libro de los pasajes. Walter Benjamin. Akal y Abada
Paseos por Berlín. Franz Hessel. Errata Naturae
La ciudad de las desapariciones. Iain Sinclair. Alpha Decay
Paseos con mi madre. Javier Pérez Andújar. Tusquets
Paseos por la Barcelona fugitiva. Ana Basualdo. Paso de Barca
Un andar solitario entre la gente. Antonio Muñoz Molina. Seix Barral