Un virus en la institución: por qué el arte vuelve al sida
El homenaje de Arco a Félix González-Torres demuestra el creciente interés que museos e instituciones (y, ahora, también el mercado) demuestran por los años de la epidemia
“Quiero ser un virus en la institución”, anunció Félix González-Torres en 1994, durante una conversación con el artista estadounidense Joseph Kosuth. “Todos los aparatos ideológicos se están replicando porque es así como funciona la cultura. Si funciono como un virus, un impostor, un elemento infiltrado, podré replicarme con estas instituciones”. En tres frases escasas, el artista cubano sentaba las bases de su práctica artística, pero también de su proyecto político. Uno de sus correligionarios en el Nueva York de los ochenta, Keith Haring –que nació un año después y murió seis antes que él, víctima de la misma enfermedad—, funcionaba, pese a las diferencias de forma, de una manera casi idéntica: adoptando los códigos gráficos del mundo capitalista para inocular en él ideas susceptibles de destruir su dogma blanco y heterosexual. Cada dólar gastado en los productos derivados que reutilizan los motivos de sus obras supone una victoria para su causa.
El homenaje a González-Torres que le dedica ahora Arco, que arranca mañana en Madrid, es sintomático del creciente interés que las instituciones –y, ahora, también el mercado— demuestran por una generación de creadores que, mientras el sida hacía estragos, cambiaron la manera de hacer arte y activismo político. En los últimos tiempos, los nombres de artistas como Nan Goldin, David Wojnarowicz, Mark Morrisroe, Dana Wyse o Zoe Leonard –que exigía “una persona con sida de presidenta” en una obra firmada en 1992— se han vuelto omnipresentes en museos y bienales de todo el mundo, a la vez que el legado de colectivos como General Idea o Group Material, que forzaron la conversión de los museos en espacios para el debate y el pensamiento, parecía cada vez más relevante en el contexto actual.
“No es una simple moda, sino una puesta al día, que sigue el paso de la cultura popular, donde la cuestión está más avanzada que en los museos. Siempre ha habido exposiciones sobre el sida, pero ha hecho falta un salto de generación para ver las cosas con perspectiva”, analiza la crítica de arte francesa Élisabeth Lebovici, que acaba de publicar Sida (Arcàdia), que reúne sus ensayos sobre esta cuestión. La autora lleva años indagando en la relación entre el arte de los ochenta y noventa y las distintas formas de militancia que surgieron durante la epidemia. “Los activistas de la época fueron a buscar herramientas en el arte conceptual. Por eso, la lucha contra el sida empezó a usar la fotocopia, la instalación y la performance, produciendo una contracultura que se oponía a la representación mediática del enfermo de sida como un ser monstruoso”, señala Lebovici. El más conocido de todos fue el llamado die-in, variante del sit-in de los hippies que popularizó la organización Act Up. Los manifestantes se tumbaban en el espacio público y simulaban estar muertos, en una puesta en escena simbólica de las defunciones masivas que tenían lugar ante la indiferencia general.
Los museos y los investigadores llevan años regresando a este turbulento periodo y corrigiendo su deficiente representación. En 2015, una exposición itinerante, Art AIDS America, lanzó una mirada sobre la época en Nueva York y Los Ángeles. Pero, por bienintencionada que fuese, la iniciativa levantó protestas, recordando el difícil encaje de estas radicales propuestas en un contexto institucional: un colectivo organizó un die-in en las salas de la muestra para protestar contra la ausencia de artistas negros, que consideraban sistemática en las instituciones del arte. En 2018, sucedió algo similar con una gran retrospectiva dedicada a David Wojnarowicz, que luego recaló en el Museo Reina Sofía de Madrid. Durante su paso por Nueva York, la muestra no gustó a Act Up, en la que militó el mismo Wojnarowicz, que murió de sida en 1992. La asociación acusó al museo de inscribir la epidemia del VIH en un pasado lejano y de no reconocer que seguía matando, mientras que la revista especializada Frieze denunció que la muestra vehiculaba una versión “saneada” y “digerible” de la obra de Wojnarowicz, azote de la sociedad estadounidense que llegó a tildar a sus compatriotas de “esvásticas andantes”. ¿Era correcto hacer entrar en el canon occidental a un artista que escupía sobre él?
Los ejemplos abundan. Dos muestras recientes en Nueva York y Berlín han rescatado la figura del artista y director teatral Reza Abdoh, iraní establecido en Los Ángeles que murió en 1995 por complicaciones ligadas al sida. Al mismo tiempo, Ángeles en América, la obra que Tony Kushner estrenó en 1991, regresaba a Broadway, protagonizada por una estrella como Andrew Garfield. La Comédie Française de París, el gran templo del teatro público que fundó Luis XIV en 1680, acaba de incorporar ese texto a su repertorio, con un montaje del director Arnaud Desplechin. Mientras tanto, en Bruselas, el museo Bozar propone una retrospectiva dedicada a Keith Haring que presta atención a ese compromiso político que el merchandising ha logrado disimular.
En España, existe la iniciativa del Anarchivo Sida, ambicioso proyecto de investigación que recopila prácticas artísticas y experiencias colectivas relacionadas con el VIH, atendiendo al espacio geográfico no anglosajón, a cargo del Equipo Re, formado por Aimar Arriola, Linda Valdés y Nancy Garín. El resultado ha sido visto, entre otros lugares, en centros como el Macba, en Barcelona, donde el proyecto se expuso en 2018 y 2019. "En nuestro proyecto museográfico figura la idea de releer la década de los noventa e introducirla en la narrativa del museo, que hasta hace poco estaba anclada en los setenta", explica el jefe de programas del Macba, Pablo Martínez. "Cuando se analiza ese momento histórico, es imposible no entender que el sida fue un acontecimiento fundamental, que afectó no solo a los artístas como individuos, sino también a sus formas de hacer. La crisis del sida reclamó una concurrencia pública del arte, un compromiso claro ante un conflicto concreto". Además, el genio individual y las prácticas en primera persona regresaron contra pronóstico, invalidando la muerte del autor enunciada por Roland Barthes y Michel Foucault. "Vuelve el yo, aunque sea un yo distinto al de antes. Ya no se puede entender como una entidad individual o atada al sujeto", añade Martínez.
Lebovici coincide en que esa primera persona fue "un yo plenamente político, como demuestran los casos de Wojnarowicz o González-Torres". A esta especialista, la presencia estelar de este último en Arco no le supone un problema, pero sí le genera ciertas dudas. "Nunca dijo que no quisiera vender su trabajo, pero puso condiciones drásticas: él no vendía bienes ni objetos, sino posibilidades", señala la crítica de arte. Es decir, las características de sus relojes de pared o el número de caramelos necesarios para recrear una de sus obras, pero nunca la instalación en sí. "Cuando esa potencialidad se reserva a quienes tienen el poder de comprar esas obras –es decir, un círculo reducido de coleccionistas e instituciones muy ricas— se produce una contradicción respecto a su concepción del arte", apunta Lebovici. Para Martínez, si el sida se infiltra incluso en una feria como Arco es porque nuestra época no es tan distinta a la que se enfrentó a aquella epidemia desbocada. "La era de la expansión del sida coincide con un momento ultraconservador, el del thatcherismo y el reaganismo, cuando se atacan los avances de las mujeres y los de las minorías negras y homosexuales. Hoy vuelven a estar en peligro las identidades subalternas", concluye. Y las lecciones de aquel tiempo remoto siguen siendo útiles.
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