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IDA Y VUELTA
Columna
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Rembrandt y los otros

El pintor neerlandés nos interpela con una cercanía mayor que la de otros pintores de su tiempo porque su influencia, a través de los románticos y los impresionistas, está en el origen de nuestra manera de mirar

Antonio Muñoz Molina
Retrato de un joven caballero, de Rembrandt (hacia 1633-1634).
Retrato de un joven caballero, de Rembrandt (hacia 1633-1634).

Una obra maestra es siempre un gran malentendido. Porque ha sobrevivido a la época en la que se hizo, a nosotros nos parece que la representa y la resume: pero en su tiempo puede que esa obra fuera invisible, o que su rareza, la excepcionalidad que ahora a nosotros nos admira, la condenara a la marginalidad o al fracaso. Don Quijote representa para nosotros la literatura en castellano de las primeras décadas del siglo XVII, pero en realidad se parece muy poco a cualquier otro libro que se publicó en ese tiempo, y nadie, tal vez ni su autor, que sin embargo se enorgullecía tanto de haberlo escrito, lo consideró un ejemplo de alta literatura. Los fusilamientos de Goya son nuestra imagen de la Guerra de la Independencia: pero ese cuadro, igual que El dos de mayo, no dejó ningún rastro de resonancia pública cuando se pintó en 1814, y durante los años siguientes permaneció oculto en los almacenes, como si nadie hubiera reparado en él.

La obra maestra es una excepción, no la ilustración de una norma. Pertenece plenamente a su tiempo, que cristaliza en ella como en un espejo de extraordinaria nitidez, pero también le es ajena y periférica. En 1656, en España, nadie pintó nada que se pareciera ni de lejos a Las meninas. La obra maestra es a la vez contemporánea y extemporánea. Es contemporánea porque nadie puede lograr algo original y verdadero si no trabaja con los materiales de su experiencia inmediata del mundo; es extemporánea porque de manera natural se aleja de lo previsto y de lo establecido, no por una manía de originalidad, sino porque lo que tiene que expresar no ha sido dicho ni mostrado todavía.

La obra maestra a veces fue rechazada en su tiempo no porque pareciera muy nueva, sino porque a los ojos contaminados por la moda les parecía anticuada. En cada época hay cosas que parecen anacrónicas, pero no porque estén ancladas en el pasado, sino porque pertenecen al porvenir: las ciudades caminadas, las bicicletas, los tranvías, fueron de pronto anacrónicos en los años cincuenta y sesenta, en una modernidad dictada tiránicamente por los fabricantes de coches y las compañías petrolíferas. Siempre hay poderes interesados en imponer una sola forma de presente. A las personas nos da miedo quedarnos fuera de nuestro tiempo, o ir contracorriente, y por eso aceptamos con tanta docilidad las actitudes y los valores, hasta las palabras, que nos dicta la coacción sutil y omnipresente de la moda.

Los comisarios de la exposición hablan sobre los retratos de Rembrandt.

Para nosotros, cualquiera de los grandes retratos o autorretratos de la madurez de Rembrandt representa la edad de oro de la pintura holandesa hacia la mitad del siglo XVII. Esa pincelada ancha y libre, esos empastes ricos, esos fondos de grisura y tiniebla, esas expresiones de ensimismada pesadumbre, o de solitaria ironía, ese aire tantas veces de nobleza y derrumbe: Rembrandt nos interpela con una cercanía mayor que la de otros pintores de su tiempo, no porque su sensibilidad anticipe la nuestra, sino porque su influencia, a través de los románticos y los impresionistas, está en el origen de nuestra manera de mirar. En el catálogo de los maestros de la modernidad que establece Baudelaire en su poema Los faros, Rembrandt es, junto a Goya, una de las luminarias más poderosas. Rembrandt está en Van Gogh, en Soutine, en Rouault, en los alemanes de los años veinte y treinta, en Lucian Freud.

Donde no está es en sus contemporáneos en la última época de su vida. Si la exposición que acaba de inaugurarse en el museo Thyssen fuera solo de retratos de Rembrandt no aprenderíamos tanto sobre él. La soledad de sus obras maestras fortalecería una vez más el malentendido. Veríamos a Rembrandt aislado en su singularidad, canonizado en la mixtificación del genio. Falto de términos de comparación nos aparecería como un gigante solitario, contra un vago fondo vacío. Ahora, rodeado de los otros, o más bien mezclado con ellos, como lo estuvo en la realidad tumultuosa de Ámsterdam, incluido en la tradición a la que pertenecía y en el sistema estético y comercial en el que labró su carrera, podemos apreciar mejor cuánto tenía Rembrandt de contemporáneo y cuánto de extemporáneo.

Hay una tendencia arrogante a cooptar a los artistas mejores del pasado para convertirlos en semejantes a nosotros, en predecesores meritorios de una superioridad que solo nosotros poseemos. Pero Rembrandt es un hombre de su tiempo, no del nuestro. Rembrandt pintaba para clientes adinerados de Ámsterdam a los que conocía, no para teóricos del arte moderno de varios siglos después. En los años treinta y cuarenta del siglo XVII, en un país de trepidante energía comercial y cultural, Rembrandt alcanzó el éxito mundano pintando retratos de burgueses a los que él mismo se parecía mucho en el empuje de su escalada social, en una especie de equilibrio tranquilo entre la exhibición de la opulencia y las ganas de vivir y la reserva puritana. En la lúgubre Europa católica del sur cualquier rastro de dedicación al comercio o a alguna forma de economía productiva era una mancha indeleble de vergüenza. En Ámsterdam, los pintores retrataban a comerciantes, a fabricantes de cerveza, a dueños ricos de molinos o de compañías de navegación. Rembrandt invertía y especulaba como ellos, y se vestía igual de suntuosamente.

Luego vino el infortunio, y el tiempo que había sido suyo lo dejó atrás. Rembrandt no dependía de la Corte, como Velázquez, ni de las órdenes religiosas, como casi todos los demás pintores españoles; pero sí del mercado, y por lo tanto de los azares de la oferta y la demanda, y de los cambios en la moda. Hacia 1650 su manera de pintar se había quedado obsoleta. Pintores más jóvenes que él, en algunos casos antiguos discípulos suyos, imponían un estilo nuevo en el retrato, más expansivo en formas y colores, más escenográfico, cercano a la pintura cortesana de Inglaterra y de Francia, en tonalidades más luminosas, más adecuadas para resaltar el nuevo lujo de los vestidos y de unos interiores ahora visiblemente aristocráticos. Cuando la época exigía mayores claridades la paleta de Rembrandt se iba volviendo más oscura, y sus figuras más inacabadas, más hurañamente recluidas en sí mismas. Viejo, herido por la desgracia, postergado, Rembrandt labraba al mismo tiempo su ruina y su gloria futura. En sus últimos autorretratos es como una estatua desmoronada de sí mismo. No habría sido tanto un pintor del porvenir si a sus contemporáneos no les hubiera parecido un pintor del pasado.

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