El genial declive de Rembrandt
La National Gallery revisa los últimos años del artista holandés
Rembrandt proyecta una imagen serena y todo el aplomo del genio en sendos retratos que pintó de sí mismo en 1669, cuando contaba 63 años y afrontaba tiempos turbulentos. La fragilidad de los rasgos expone sin concesiones los estragos de la edad, pero la actitud entre firme y desafiante revela una determinación en seguir explorando los límites de su creatividad por encima de la merma física, de la ruina económica y de la tragedia familiar que marcaron la última etapa de su vida. Los dos cuadros abren a partir de hoy una exposición de la National Gallery londinense consagrada a la obra tardía del gran maestro holandés del Siglo de Oro, con una excepcional reunión de los títulos de su producción más innovadora y comprometida artísticamente. El Rembrandt más grande que aflora en un momento de crisis personal y de dolorosa desafección por parte de sus coetáneos.
Aunque el artista de Leiden (1606-1669) siempre utilizó su propio físico como modelo de sus óleos, dibujos y grabados, esa obsesión se hizo creciente con el paso del tiempo, tal y como plasma la colección de autorretratos que el museo londinense exhibe hasta el 18 de enero, entre nueve decenas de obras, gracias a los préstamos de instituciones públicas y privadas de todo el mundo. El pintor aparece tocado con el turbante de maestro o emulando la imagen del apóstol San Pablo en un escrutinio honesto de los signos de la vejez y una indagación en nuevas técnicas pictóricas y de grabación que le permiten plasmar las emociones.
Desde 1650 hasta su muerte —el periodo de la muestra—, se vuelca en la búsqueda de un nuevo estilo, en reinterpretaciones de los temas clásicos del arte, la experimentación con la luz y los trazos de su brocha que se inspiran en otros artistas para desatender convenciones. El despliegue de esas obras, organizado junto al Rijksmuseum de Ámsterdam, ilustra una visión contemplativa del mundo que le rodea, la intimidad de las escenas cotidianas, la serenidad o el conflicto que encierran los sujetos retratados y el conocimiento de sí mismo.
Rembrandt combina luces y sombras, colores y texturas, para conseguir un impacto visual radical al que de otro modo hubiera sido un retrato tradicional en Los Síndicos. O inunda de ternura uno de sus trabajos más conmovedores, La novia judía, cuya sensibilidad a la hora de retratar la afección de una pareja condujo más de dos siglos después a Van Gogh a confesar que hubiera dado 10 años de su vida a cambio de poder permanecer sentado ante el cuadro durante dos semanas sólo con un mendrugo de pan.
Esa emoción resume el legado de los años más prolíficos de un artista que, paradójicamente, se corresponden con la etapa final en la que su estrella se iba apagando y la depresión económica hacía mella en el Ámsterdam donde antes había deslumbrado. Perdió la mansión en la que vivía, acuciado por unas deudas que le forzaron a desprenderse de una fabulosa colección de arte, afrontó la querella de una antigua amante y luego las muertes de quien fuera su compañera desde que enviudó, Hendlricke Stoffels, retratada bañándose, y de su único hijo superviviente, Titus.
Rembrandt ya no era entonces un artista indiscutible. Una de sus grandes pinturas, La Conspiración de los Bátavos bajo Claudio Civilis, pendió durante poco tiempo en la sede del ayuntamiento de Ámsterdam —hoy el Palacio Real— porque el encargo fue devuelto. La pieza nunca regresó a su emplazamiento original y acabó sometida a un trueque que concluyó en el Museo Nacional de Estocolmo. El entusiasmo que ha generado su cesión para la exposición en Londres contrasta con el ostracismo que acompañó un momento pletórico pero mal entendido en el arte de Rembrandt. Su muerte, tres años más tarde de aquel fiasco, no mereció siquiera una notificación oficial.
Babelia
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