La pasión neoclásica de Trump
La Casa Blanca estudia imponer la corriente arquitectónica, en desuso desde el siglo XIX, como estilo obligatorio para los edificios oficiales. Los profesionales denuncian un gesto autoritario y antidemocrático
¿Volverá a brillar el neoclásico como estilo oficial en Estados Unidos, más de un siglo después de la entrada en desuso de esa corriente arquitectónica de inspiración grecolatina? La administración de Donald Trump se plantea volver a imponer el estilo para todo nuevo edificio gubernamental, según indica una orden ejecutiva impulsada por la Casa Blanca y filtrada hace unos días por la publicación especializada Architectural Record. Según el documento, que se encontraría en proceso de aprobación, el estilo neoclásico deberá ser “favorecido y utilizado por defecto” en las sedes oficiales, los tribunales, las agencias federales de Washington y sus alrededores, y cualquier otro edificio público con un presupuesto superior a 50 millones de dólares.
Si llega a buen puerto, la iniciativa invalidaría la normativa en vigor que rige la política arquitectónica en Estados Unidos, firmada en 1962 durante el Gobierno de John F. Kennedy. Ese conjunto de líneas directrices, que se oponía “al desarrollo de un estilo oficial”, permitió una gran libertad formal y posibilitó numerosos experimentos con la arquitectura moderna. El primer círculo de Trump aspira a dar un paso atrás, revirtiendo lo que sucedió en tiempos de Barack Obama, cuando se erigieron el nuevo Tribunal de Justicia de Miami, firmado por la agencia Arquitectonica; el edificio federal de San Francisco, del estudio Morphosis; o la embajada estadounidense en Londres, del proyectista Kieran Timberlake. En 2018, Trump ya se pronunció contra la arquitectura brutalista del cuartel general del FBI en Washington, situado frente a uno de sus hoteles, que el presidente aspiraría a remodelar, según el diario electrónico Axios, bien informado en los círculos de Washington.
En realidad, detrás de esta iniciativa se encuentra la National Civil Art Society, un lobby que promueve un regreso a “las raíces premodernistas” de la arquitectura y el urbanismo en Estados Unidos. Para esta organización conservadora, el modernismo rechaza “los estándares de belleza y armonía” y es propio de arquitectos que no escondieron “su odio a la democracia”, como afirma en referencia al filofascismo de Le Corbusier. Aun así, los casos de Hitler y Stalin, que privilegiaron una arquitectura de inspiración clásica, demuestran que ese estilo no pertenece a un único campo ideológico. Distintas asociaciones profesionales ya han protestado contra esta hipotética imposición. “La arquitectura debe diseñarse para la comunidad a la que sirve, reflejando la diversidad de lugares, culturas, pensamiento y climas de nuestra rica nación”, expresó el Instituto Estadounidense de Arquitectos.
También la prensa estadounidense se ha hecho eco de los controvertidos planes de Trump. “Quiere volver a una era lejana donde las mujeres llevaban tocado, los hombres lucían sombrero y el único diseño aceptable para un edificio federal era una copia de una estructura clásica griega o romana”, rezaba un editorial de The Chicago Sun-Times. Solo una sorprendente tribuna, publicada este lunes en The New York Times, veía en los planes de Trump una medida “despolarizadora” y capaz de provocar un consenso estético (y tal vez político) entre clanes enfrentados.
Nada en este movimiento es simple casualidad. El neoclásico es un estilo profundamente arraigado en el imaginario colectivo de los estadounidenses desde que fue utilizado para construir muchos de los edificios gubernamentales en Washington. Desde mediados del siglo XVIII, la imitación de la antigüedad clásica se convirtió en el estilo de moda en todo el mundo occidental, tras el descubrimiento de ciudades como Pompeya y Herculano, enterradas por la erupción del Vesuvio en el año 79 de nuestra era. En Estados Unidos, el neoclásico cobró una importancia especial. En la Costa Este, un sinfín de tribunales y museos adoptaron su grandilocuente solemnidad, que simbolizaba la razón y el orden, pero también los propietarios de las mansiones de los esclavistas del sur del país. La joven nación había modelado su democracia siguiendo el patrón grecolatino. En los siglos XVIII y XIX, evocar esa antigüedad clásica era una forma de inscribirse en el proyecto original de los padres fundadores. De ahí surgieron los mayores ejemplos de neoclásico estadounidense, como la Casa Blanca, el Capitolio, el Tribunal Supremo, el Monumento a Washington o bien Monticello, la residencia de Thomas Jefferson, uno de los principales valedores de este estilo. Desde entonces, el neoclásico ha sido considerado un símbolo de la nación.
Para Barry Bergdoll, profesor de arquitectura de los siglos XIX y XX en la Universidad de Columbia, los planes de la Casa Blanca responden a una decisión política y no estética. “Está intentando llevar su guerra cultural a otro nivel. Toda su estrategia de búsqueda de apoyos se basa en crear divisiones. Ahora le ha tocado el turno a la arquitectura”, analiza Bergdoll, que afirma que, si la medida se confirma, sería una decisión sin precedentes en la historia estadounidense. “Nunca ha habido un estilo oficial dictado por la ley. El Gobierno federal nunca ha impuesto eso. Es un gesto antidemocrático y autoritario. Ese es el problema real”, sostiene el experto.
“Este decreto parece estar basado en la ignorancia y el poder, más que en el estilo”, coincide el arquitecto Charles Renfro, socio del vanguardista estudio neoyorquino Diller Scofidio + Renfro, recordando que “el primer estilo arquitectónico propio de Estados Unidos fue el modernismo corporativo y no el clasicismo”. “Basta con pensar en la devoción de Hitler por Albert Speer para recordar que la arquitectura es un reflejo del poder. Debemos estar muy preocupados”, añade Renfro. El arquitecto recuerda que no es un debate nuevo, rescatando un libro de su biblioteca: The Golden City, de Henry Hope Reed, que en 1959 ya reflejaba “la furiosa controversia entre la moda clásica y la moderna” en la arquitectura estadounidense, según rezaba su subtítulo. “El autor utiliza una comparación entre el Metropolitan Museum y el Guggenheim neoyorquino. Para mí, eso invalida su argumento: la arquitectura del Met podría ser la de cualquier librería, estación de tren, edificio gubernamental o gran almacén. La especificidad del Guggenheim refleja un refinamiento cultural y arquitectónico”, sentencia Renfro. Y recuerda otro precedente más reciente: en 2010, el príncipe Carlos de Inglaterra ya levantó grandes críticas al solicitar (y conseguir) la retirada de un proyecto residencial de Chelsea Barracks, en Londres, del estudio de Richard Rogers, y promover una alternativa de perfil neoclásico.
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