El pintor Xesús Vázquez es uno de los grandes
Una muestra en el Palacete del Embarcadero de Santander subraya la honda gravedad iconoclasta de un artista sin parangón que aguarda el reconocimiento que merece
Las pinturas de Xesús Vázquez (Ourense, 1946) han incluido con frecuencia, a lo largo de toda su impresionante trayectoria, nombres o rótulos que, no sólo en sus títulos sino incorporados a las propias superficies, resultaban chocantes: Birkenau, Lager, Shoah, Memoria… Por lo general, esas palabras estaban cargadas con un pathos histórico sobrecogedor, y detonaban, como un explosivo, al percibir su incongruencia con el radiante esplendor de la propia pintura. En un plano adelantado a la imagen, como sobre una especie de película transparente, esas palabras parecían no tener nada que ver con ella, pero actuaban, en realidad, de manera decisiva, como el aldabonazo que despierta de la pintura misma, de su sueño, del sueño del arte y su magnífica belleza.
En el reacondicionado Palacete del Embarcadero, en Santander, que acaba de retomar su actividad expositiva, se exhiben más de 20 acuarelas en algunos casos de dulce apariencia, un libro de artista, algunas esculturas y media docena de grandes pinturas —entre ellas, la que evoca Villa Marlier, el palacio donde se celebró la Conferencia de Wannsee en 1942 y se decidió el exterminio judío—. Los nombres han vuelto a aparecer: Maná, Aktion T4 (el programa eugenésico nazi sobre los enfermos mentales) con su habitual terribilità. El efecto es el del cortocircuito que se produce al encontrarse la incontestable brillantez que perciben nuestros ojos —de muy pocas pinturas de los últimos 50 años se puede decir eso a la misma altura— y el recelo por su complicidad con la destrucción, con el ocultamiento, la mentira o el crimen.
Las acuarelas, aparentemente paisajísticas, y las grandes pinturas sobre el acolchado e incómodo papel kraft nos ponen de nuevo ante la honda gravedad iconoclasta, profundamente antiidolátrica, de un pintor sin parangón. La belleza visual ha escogido ese soporte a la manera en que hace muchos años su memorable serie Batallas escogió la tersura delicada e imposible de la seda, para desvelar y velar al mismo tiempo una sustancia del arte que nos es tan irrenunciable como sospechosa.
A la mitad de los años ochenta, y a base de apariciones en las primeras ediciones de Arco y en algunas exposiciones colectivas —recuerdo su fulgurante presencia en el Salón de los 16—, Xesús Vázquez quedó incorporado al panorama de la nueva pintura, entonces en su apogeo. La alegría y el champán parecían cundir por todos lados, aunque en realidad los fuegos artificiales ya se estuvieran borrando en el cielo del amanecer. Pero las pinturas de Xesús Vázquez habían sido acogidas allí, en gran medida, por lo que no eran. Quien se fijara con ojos alerta, como lo hicieron desde un principio Huici, Bonet o Ruiz de Samaniego, podía ver ya que ese arte suntuoso y el gran aliento épico y romántico de aquellas telas escondían una complejidad interna que las hacía diferentes a las muchas otras de alrededor, cuyo argumento capital era la euforia ante el propio resurgimiento de la pintura como arte. Un símbolo muy presente en su obra (por ejemplo, en las enormes y magníficas versiones de su Atalaya Goethe) era el caballo de Troya. Como el artefacto de los aqueos, esas pinturas habían entrado en la plaza pública escondiendo en su interior un ejército duramente armado de graves lecturas filosóficas, de poesía, de abismos morales y existenciales, de crítica de la belleza, del arte mismo y, por supuesto, de la historia. Un comando, pues, capaz de dinamitar lo que aquella celebración de la pintura tenía de festín puramente estético, sensorial.
Cuando el presidente del Gobierno recibe a algún mandatario, lo hace junto a una pintura de Xesús Vázquez, en la que, sobre un fondo informe de manchas y chorreados, campea un extraño pictograma esquemático
Por el contrario, la condición ética del pintor Xesús Vázquez siempre fue sustancial y, acompañada de su profundidad reflexiva, le granjeó la etiqueta de pintor difícil. Quizá esa exigencia intelectual podía haber determinado el interés de las tendencias conceptuales que por entonces andaban al acecho tomando posiciones. Pero ocurre que, por un lado, los conceptuales y sus catedráticos nunca leyeron a Karl Barth o a Jakob Taubes, ni a ningún otro maestro de la teología negativa o la exégesis espiritual (sólo a Deleuze y a Didi-Huberman); y, por otro, Xesús Vázquez era —y es— un pintor muy pintor, uno cuya complejidad estriba del modo incomparable en que nos muestra y a la vez nos arrebata el resplandeciente fulgor de la pintura y del arte en general. Así pues, una pintura dialéctica.
Una pintura de avalanchas, de aludes, de naufragios y desolados campos de nieve, como aquel sobre el que cayó finalmente Robert Walser, a quien rinde homenaje ahora. También una pintura, según los ciclos, acogida a una abstracción irónica, que aparenta ser un divertimento juguetón. Cuando el presidente del Gobierno recibe a algún mandatario, la televisión suele dejar ver, junto al blanco sofá, una gran pintura de Xesús Vázquez, en la que, sobre un fondo informe de manchas y chorreados, campea un extraño pictograma de trazos rectos y esquemáticos. Como el resto de la serie a la que pertenece, esa pintura se titula III Internacional, pero no sabemos qué llevó a la elección decorativa. Seguramente, nada, el color…. Por cierto, este pintor —créanme— grande entre los grandes, permanece a la espera de que el Museo Reina Sofía y los premios de Estado reconozcan su talla y se ahorren así la tarea de rebuscar en la sección de oportunidades.
Como todas las suyas, las pinturas más recientes de Xesús Vázquez vuelven a ser un ejemplo de gloria sensual y, a la vez, un grito ante la destrucción y las atrocidades históricas que es capaz de tapar la complacencia de los sentidos. En su memorable serie Batallas, los rótulos invertidos con los nombres de devastadoras ocasiones bélicas, atravesaban apacibles interiores burgueses. Otras pinturas abstractas cuyos títulos encogían el corazón, mostraban el encanto, dulce e inocente, de los colores-luz cinematográficos. El título escogido en esta ocasión es, una vez más, apocalíptico —Escenas para el séptimo ángel—, muy en consonancia con el tono profético de una exposición que se podría considerar como una sinopsis o compendio de casi 50 años de arte. Rien ne va plus.
‘Xesús Rodríguez. Escenas para el séptimo ángel’. Palacete del Embarcadero. Santander. Hasta el 9 de febrero.
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