El último aliento de Einar
En 'Los vikingos', Kirk Douglas convierte a Einar en un símbolo de la destrucción del individuo nietzscheano a manos de fuerzas emergentes que no comprende
Toda estrella de cine, viva o muerta (a veces más después de muerta) posee un sello, una impronta, que revela su identidad profunda en cuanto aparece en pantalla. Nada tiene que ver con la calidad como actor ni con su presencia física. No es un aura pero nace de su personalidad más profunda. En el caso de Kirk Douglas, el sello era —y es, porque está en todas y cada una de las películas que ha protagonizado— la furia; la capacidad para pasar de la serenidad absoluta, incluso de la sonrisa abierta, a la cólera visceral. La furia, Kirk, la furia.
El prontuario oficial, prontamente exhibido tras su muerte, subraya los servicios prestados a la causa progresista en un Hollywood reducido a cenizas por el macartismo. El santo y seña fue Espartaco, que le debe más a dos comunistas de pro (Howard Fast y Dalton Trumbo) y a un productor con baile de San Vito (el propio Douglas) que a Kubrick. Algún chistoso llegó a definirla como “la lucha de clases en 70 mm”. Quién le iba a decir a los 8.000 obreros españoles disfrazados de romanos que pasarían a la historia del cine en una de las batallas mejor rodadas por Hollywood.
Fue Douglas quien susurró al oído de Kubrick el título de la novela de Humphrey Cobb que acabaría convirtiendo en pantalla en Senderos de gloria. Un servicio a la causa de un cine distinto con una capacidad corrosiva frontal superior a Espartaco. Pero a pesar del lustre y el esplendor que proporcionan a una carrera las dos películas de Kubrick, Douglas es Einar. Los vikingos, de Richard Fleischer, es hoy una de las cinco mejores películas de aventuras, gracias, entre otras cosas, al personaje modelado por Kirk. Desde su primera aparición en pantalla, apartándose el cabello de una mujer que le oculta la cabeza, hasta su muerte, paralizado por una duda fatal en el momento en el que se dispone a matar a su hermanastro Eric, Douglas convierte a Einar en un símbolo de la destrucción del individuo nietzscheano a manos de fuerzas emergentes que no comprende. Las miradas de odio que cruza con Tony Curtis forman parte ya de la historia del cine, al nivel de las que intercambian Henry Fonda y Walter Brennan en Pasión de los fuertes. Si el cine es mirar, Douglas miró como nadie, incluso a través de un solo ojo.
En vez de erigir túmulos con palabras sentidas, Kirk invita (como Cagney, Mitchum, Stewart, Fonda, Wayne o Grant, cada uno con su impronta) a mirar en pantalla cada cierto tiempo cómo se disparaba ese resorte colérico en Retorno al pasado, Cautivos del mal, Dos semanas en otra ciudad, La pradera sin ley o Duelo de titanes. Cualquiera de ellas puede ilustrar la superioridad de los leones muertos sobre los gatos vivos. Hay que ser de Einar con todas sus consecuencias; hasta el último aliento.
Babelia
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