Marisa Paredes, el tesoro de sus libros
De Shakespeare a Machado, de Laforet a Rosalía de Castro, la actriz repasa desde la reclusión una vida de lecturas
Los ojos de Marisa Paredes (Madrid, 1946) te leen, te miran hasta en lo que no dices. Así entra en los libros, con el tesoro de sus ojos. Violetas acaso, insobornables como los ojos de Elizabeth Taylor. Acostumbrados, desde los 15 años, a entrar por la puerta de atrás de los teatros y a mirar como si estuviera leyendo. Esos ojos están llenos de libros.
Esa combinación, los libros, el teatro, la conversación con los adultos, compuso ese modo de mirar. Ángel González (uno de sus poetas) cuenta en un poema dónde se asienta su autobiografía. La de Marisa Paredes tiene su arco de gravedad en las lecturas, desde el Quijote (“donde estaban todos los cuentos”) a Nada, de Carmen Laforet. Dejó la escuela (“con las cuatro reglas”) a los 11 años, y ya casi todo se lo enseñaron los libros y la gente. La emoción de leer, la pasión de sus ojos.
Me encargaron tantos Estudios 1, de Chéjov, de Tolstoi, de Dostoievski, que terminaron creyendo que yo tenía alma rusa… Todo eso forma parte de lo que soy
El Quijote, en concreto, contribuyó a la llamada que le hizo el teatro, “por su total fascinación por la vida, por el amor, por lo que uno imagina”. Apuntaló esa pasión el primer libro que compró en 1963: las obras completas de William Shakespeare. “Desde lo más grande a lo más pequeño, de lo miserable a lo hermoso. Fue como acercarse a la filosofía”.
Leía a saltos. Uno lo llevó a Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos. “Era lo que transpiraba este país entonces. Triste, encerrado, como si todos estuviéramos en una cárcel, ¡como en una epidemia! En esta de ahora todos somos iguales. Entonces había unos muy ricos, y muchísimos pobres. Un país con un miedo terrible, de una injusticia absoluta”. En medio de toda esa inmundicia “había gente que se jugaba la vida con una enorme capacidad de lucha”. Se movía, por el teatro, el Partido Comunista, del que nunca fue, pero en cuya lucha tuvo amigos.
El teatro y los libros la afirmaron en personajes, como los de Ibsen (Casa de muñecas), que le abrieron los ojos a lo que un día ya se llamó feminismo… “Ese personaje que se va a casa diciendo: ya no hago más lo que aquí hago, yo no soy una muñequita, quiero ser una mujer… Ibsen me puso en ese camino, hasta hoy”. Estos días le cuesta leer. “¡Este espantoso aislamiento! Empiezo a leer y no me concentro. Me decía: ‘¡si mi vida son los libros, ese es mi equipaje, cómo no voy a poder leer!” Y se ha puesto a releer Nada, de Carmen Laforet. “Lo leí tan pronto, me pareció entonces como la otra cara de mi moneda, aquella sociedad burguesa de Barcelona frente a la humildad de mi casa. Una realidad y la contraria, y la historia de Laforet, su valentía, lo que explicaba de sí misma en Nada”.
Este “espantoso aislamiento” la devuelve también a la poesía… “Se parece mucho este momento a lo más grave que nos ha podido pasar; nos ha señalado cuán vulnerables somos, y nos ha enseñado que la ciencia, la gran despreciada, es la única que tiene respuesta para muchísimas de las cosas que el ser humano puede sufrir”. Frente al desastre, por ejemplo, Rosalía de Castro, “una hondura que te rellena por dentro” contra esa negra sombra que irrumpe en la respiración de la humanidad. “La poesía es lo más cercano a lo que el sentimiento de un ser humano puede reflejar en un momento como este”.
En esa estantería que ha ido formando sus propios versos sin olvido están el ya citado Ángel González, Dámaso Alonso, Jaime Gil de Biedma, “¡mis queridos novísimos!”, Sylvia Plath… “Pero, por favor, pon en primer plano a don Antonio Machado, ¡mis días enteros con Machado!”.
Su cabeza es ahora “un maremágnum de libros y de esta despreciable actualidad”. “Así que no dejes que me olvide de Marcuse, Nietzsche, Aleixandre, del Ulises… ¡Y del primer diccionario que compré, el María Moliner! Por supuesto, de los rusos. Me encargaron tantos Estudios 1 [el teatro en Televisión Española] de Chéjov, de Tolstoi, de Dostoievski, que terminaron creyendo que yo tenía alma rusa… Todo eso forma parte de lo que soy”.
Hablamos por teléfono. Pero no hay una palabra que diga esta mujer que, incluso por teléfono, no refleje los ojos que mantiene vivos, leyendo. Luego, por el correo, envió un recuerdo: su actuación en la película que hizo Arturo Ripstein (con ella de protagonista) del cuento de Gabriel García Márquez El coronel no tiene quien le escriba. Historia, también, de un confinamiento.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.