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Nabokov ante la mayor de las oscuridades

Las sueños del autor de ‘Lolita’ constituyen espléndidos relatos pero son poco relevantes en comparación con los de sus personajes, siempre completamente lúcidos

Nabokov, en 1965 en el Hotel Palace de Montreux (Suiza).
Nabokov, en 1965 en el Hotel Palace de Montreux (Suiza).HORST TAPPE
Patricio Pron

Existen decenas de maneras de irritar a los lectores, y a Henry James (que inventó algunas de ellas) se le atribuye la constatación de que “narras un sueño y pierdes un lector”. No muchos parecen estar de acuerdo, sin embargo: la literatura de los últimos 100 años cuenta con protocolos oníricos a cargo de, entre otros, Georges Perec, William S. Burroughs, Graham Greene, Franz Kafka, Theodor W. Adorno, Jack Kerouac, Carl Gustav Jung, Francisco Ferrer Lerín, Michel Leiris y Rodolfo Enrique Fogwill.

Vladimir Nabokov también narró sus sueños, pero lo hizo con una voluntad experimental que lo distingue de otros autores; inspirado por los famosos “experimentos con el tiempo” de John W. Dunne, el autor de Lolita se propuso comprobar si sus sueños eran anticipatorios: es decir, si constituían “recuerdos” de acontecimientos por suceder. A lo largo de 80 días (de octubre de 1964 a enero de 1965) tomó nota de ellos y permaneció atento. Como escribe Gennady Barabtarlo, traductor al ruso de la obra de Nabokov y editor de Sueños de un insomne, “su teoría onírica está situada en algún punto entre dos posiciones contemporáneas extremas: rechaza el planteamiento de Freud (…) de que los sueños son un reflejo del propio yo que provoca acciones e imágenes inconscientes, si bien no alcanza el ámbito espiritual de la visión de Florenski, para la cual los sueños son la zona de contacto de dos mundos”. Barabtarlo habla aquí de Dunne, pero también de la manera en que Nabokov concebía la producción onírica, la suya tanto como la de sus personajes: para todos ellos, dormir fue siempre refutar las convicciones nunca suficientemente justificadas de la direccionalidad del tiempo y la unidad del sujeto.

El escritor se cuidó mucho de ser explícito sobre si la protagonista de ‘Lolita’ es realmente una víctima

Søren Kierkegaard afirmó que “la vida solo puede ser comprendida mirando hacia atrás, pero ha de ser vivida mirando hacia adelante”; el problema de lo que Nabokov llamó, siguiendo a Dunne, “el principio de la ‘memoria inversa” radica precisamente en ello, como el escritor ruso parece haber comprendido a poco de comenzar su experimento: sus sueños no daban cuenta de acontecimientos a producirse, sino que esos acontecimientos le recordaban a sus sueños; que soñara que comía muestras de suelos y tres días después viese en la televisión francesa un documental sobre la ciencia que los estudia (que le recordó el sueño que había tenido) no ratifica el carácter anticipatorio de su actividad onírica, sino más bien el entusiasmo y el interés con que se volcó en su proyecto, así como la enorme inventiva de los productores televisivos franceses de la época. La idea de que el tiempo sería reversible interesó a Nabokov a lo largo de toda su vida y ocupa un papel destacado en su autobiografía, al igual que en ¡Mira los arlequines!, su última novela; pero sus sueños de 1964 no sirvieron para ratificarla y el autor de Ada o el ardor acabó perdiendo el interés en todo el asunto: algunos de ellos son espléndidos relatos nabokovianos poblados por mujeres misteriosas y padres, y repletos de impedimentos; pero son poco relevantes en comparación con los de sus personajes, siempre completamente lúcidos incluso aunque se encuentren en la mayor de las oscuridades.

También Humbert Humbert es asediado por sueños, que expresan una culpabilidad silenciada durante el día. Lolita es una novela acerca de la cual todos parecen tener una opinión, incluso, o en mayor medida, si no la han leído. La novela (“extraordinaria, terrorífica, insuperable”, en palabras de Paul B. Preciado) regresa a las librerías como parte de la celebración del medio siglo de existencia de la editorial española Anagrama y lo hace en la traducción de Francesc Roca y con una portada de la artista surcoreana Henn Kim; en ella, la “nínfula” se refugia en una posición fetal al tiempo que es atravesada por un objeto metálico. A pesar de ello, ¿es Lolita realmente una víctima, como su portada parece pretender que creamos? Nabokov se cuidó mucho de ser explícito al respecto, y en su narrador, como se sabe, no se puede confiar; pero parece evidente que buena parte del influjo disruptivo y provocador que su novela sigue ejerciendo en el lector se basa en una ambigüedad que la nueva edición traiciona desde su portada. ¿Vivimos en un momento en el que todo debe ser explicado y la ambigüedad tiene que ser evitada? ¿Necesitamos juzgar a los personajes de la literatura con la moralidad con la que juzgamos actos similares realizados por las personas fuera de ella y atribuir la moralidad de los personajes a su autor?

Muy posiblemente Nabokov hubiese arrojado una mirada escéptica sobre estas cuestiones, al igual que sobre Un revólver para salir de noche, la nueva novela de la escritora y traductora checa Monika Zgustova, en la que ésta narra la historia de la relación de Nabokov con su esposa y colaboradora para poner de manifiesto que Vera Nabokov fue mucho más que una musa, en ocasiones en su perjuicio; lo hace correctamente, pero también con una falta de sofisticación narrativa que hace añorar la del autor de Pálido fuego: la mayor de las oscuridades es la supuesta lucidez de nuestro presente.

Sueños de un insomne. Vladimir Nabokov. Traducción de Valerie Miles y Aurelio Major. WunderKammer, 2019. 216 páginas. 18,75 euros.

Lolita. Vladimir Nabokov. Traducción de Francesc Roca. Anagrama, 2019. 392 páginas. 11,90 euros.

Un revólver para salir de noche. Monika Zgustova. Galaxia Gutenberg, 2019. 152 páginas. 16,90 euros

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