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IDA Y VUELTA
Columna
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Una torre de Babel de marfil

A Nabokov le entristecía esa “degradación que el personaje de Lolita había sufrido en la imaginación del gran público”

Antonio Muñoz Molina
Nabokov, en París en 1975. 
Nabokov, en París en 1975. Louis MONIER (GAMMA / GETTY IMAGES)

Al menos una entrevista forma parte de la historia de la literatura. Se la hizo Bernard Pivot a Vladímir Nabokov, en su programa de televisión, Apostrophes, en mayo de 1975, y se ha publicado ahora en un libro de prosas sueltas, Think, Write, Speak, en una edición de Anastasia Toltoy y Brian Boyd. Boyd contó la vida y los libros de Nabokov en los dos tomos de una biografía que es de las mejores que pueden leerse de un escritor. A lo largo de la conversación, Nabokov iba bebiendo una taza de té que Pivot rellenaba de vez en cuando, no sin ceremonia, con una tetera. La tetera, cuenta Boyd, estaba llena de whisky. Preguntas y respuestas fluían con una agudeza admirable, sin duda avivada por el contenido de la tetera, y también por el hecho de que Nabokov había sabido las preguntas con mucha antelación y en realidad estaba leyendo las respuestas, escritas meticulosamente a lápiz en esas fichas de cartulina que le gustaban tanto, y que en este caso quedaban mal que bien disimuladas por los libros dispuestos sobre la mesa del estudio. Leídas ahora, al cabo de tantos años, son muestras de brevedad resplandeciente de la prosa de Nabokov, animadas por un impulso de oralidad y hasta de ese humorismo esquinado que era tan suyo, y que en un momento dado le lleva a hacer una definición de lo que para él es un novelista: “Un feliz inquilino de una torre de Babel de marfil”.

Pero el corazón de la entrevista es de una seriedad absoluta, aleccionadora. Con desenvoltura algo cínica de intelectual francés, Bernard Pivot le pregunta por Lolita, “esa hija suya singular, ligeramente perversa”. La respuesta de Nabokov es tan contundente que parece que hubiera brotado de golpe en ese momento. “Lolita no es una adolescente perversa. Es una pobre niña de la que han abusado, y sus sentidos nunca se despiertan bajo las caricias del inmundo Humbert Humbert”. Pivot, un lector tan entrenado, parece haber caído en la trampa que el personaje de Humbert tiende al lector desde el arranque mismo de la novela, la de confiar en él, en su voz persuasiva y de apariencia sofisticada, en la que sin embargo hay tantas notas falsas, tantos indicios justo de lo que ese narrador quiere ocultar y no ver, hechizándonos mientras tanto con su palabrería exquisita y depravada, que envuelve la cruda realidad de los hechos. Lolita es una niña de 12 años secuestrada y violada a lo largo de mucho tiempo por un hombre mucho mayor que ella. “Es la imaginación de este sátiro triste la que convierte en criatura mágica a una niña normal americana”, le dice Nabokov a Pivot: “La nínfula no existe fuera de la mirada de maniaco de Humbert. Lolita la nínfula existe solo a través de la obsesión que destruye a H. H.”.

A Nabokov le entristecía ese persistente malentendido, esa “inepta degradación que el personaje de Lolita había sufrido en la imaginación del gran público”. Parte de la culpa la tenía el modo en que las portadas de las ediciones internacionales —y también la película de Stanley Kubrick— cambiaban su aspecto físico y su edad, convirtiéndola casi en una mujer plena. Quizás hay cosas que el cine no puede hacer. Su visibilidad literal haría intolerable lo que la novela dice y lo que sugiere, la brutalidad del sometimiento sexual de una niña por un adulto mucho más fuerte que ella, aunque no, ni de lejos, ese modelo de masculinidad entre animal y refinada que Humbert Humbert fantasea para sí mismo, y que es tan inexistente como la Lolita perversa que le gusta imaginar, no se sabe si para eludir el remordimiento o para excitarse más aún, o las dos cosas mezcladas.

Nabokov le dice a Pivot que le gusta que en sus novelas haya, detrás de la historia principal, o al fondo, otra historia indicada que en realidad es igual de importante, y que actúa como contrapunto de la primera. En el interior de una novela ha de haber al menos otra novela. Como tantos otros lectores, en una época todavía reciente en la que una especie de ceguera colectiva escondía o tergiversaba el escándalo del abuso sexual, yo creí, en mis primeras lecturas de Lolita, que estaba leyendo sobre todo la novela del enamoramiento trágico, pero en el fondo noble, de Humbert Humbert. Con el tiempo, y con la influencia de las lecturas de mujeres próximas a mí, fui prestando más atención, y fijándome en detalles que antes no había advertido, y que no pueden ser del todo evidentes, porque llegan a nosotros en la voz misma de quien no quiere que se sepan. La novela de Humbert Humbert contiene otra novela opuesta que es la de Lolita, y también la de la niña que tuvo otro nombre antes de que le fuera usurpado, Dolores Haze, y la de la mujer todavía demasiado joven y ya embarazada que vive en un paraje desolado de pobreza americana y que muere de parto bajo otro nombre que tampoco es el suyo, Dolly Schiller, o más anónimamente todavía, “Mrs. Richard F. Schiller”.

Ese final está en la segunda página del libro, y pasa inadvertido como los indicios de otras historias que son visibles y a la vez invisibles en los segundos planos de algunos cuadros antiguos. Es el final verdadero, más triste aún que el bien ostensible de Humbert Humbert. La identidad de la niña vulnerada y de la mujer joven que no ha podido sobrevivir queda tan ignorada como su tumba en un cementerio “del más remoto Noroeste”. Yo tardé varias lecturas en caer en ese detalle. La voz de Vladímir Nabokov en esa entrevista de 1975 nos sorprende porque parece una voz de ahora mismo. Tantos años después, aún quedan lectores que se las dan de agudos, y hasta de transgresores, defendiendo la presunta perversidad de Lolita, y de la propia Lolita, frente a una especie de nueva censura que quiere proscribirla. Ni una cosa ni la otra. Lolita, con todos sus extraños destellos de humor, es sobre todo una novela tristísima. Se va volviendo más triste, más empapada de sensibilidad y respeto hacia el dolor y asco hacia el abuso, cada vez que uno vuelve a leerla.

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