Mark Bradford: “Mis obras están a cinco minutos del colapso total”
Los cuadros gigantescos del pintor estadounidense describen un paisaje asolado por las epidemias contemporáneas, en una poderosa metáfora de la realidad social de su país
Con cada uno de sus cuadros, Mark Bradford (Los Ángeles, 1961) siempre aspira a responder las grandes preguntas del universo. El problema es que cada intento acaba en un fracaso que, a estas alturas de su carrera, empieza a parecerle inevitable. “El proceso de fabricación de cada nueva obra es como una relación sentimental entera. Empiezo muy enamorado. No tardo en comprarme una casa y un perro. Luego llega el aburrimiento y las primeras peleas. De repente, tengo una relación extramarital y acabo pidiendo el divorcio”, relataba el pintor hace unas semanas durante un encuentro en Londres. Su nombre formó parte de esa generación de artistas afroamericanos que irrumpió con el último cambio de milenio, como Julie Mehretu, Rashid Johnson, Henry Taylor o Mickalene Thomas. Como ellos, Bradford habla de clase, género, sexualidad y raza, aunque lo haga de manera bastante más alusiva.
El pintor se niega a que lo aprisionen en categorías demasiado estrechas. También por la técnica utilizada: sus gigantescos formatos están formados por estratos superpuestos de papel pigmentado, pegados sobre el lienzo y después arañados y deteriorados a conciencia. En su desgarrada abstracción se detecta la huella de pioneros como Norman Lewis o Jack Whitten, pero también capas y más capas de geografía e historia trituradas, comprimidas y esparcidas por el lienzo.
Con el tiempo, Bradford ha entendido que ese proceso de tratar de buscar respuestas nunca se volverá más fácil ni más placentero, tal vez porque sigue negándose a trabajar con el piloto automático. “Nunca he tomado ese camino, a diferencia de otros artistas. Por eso mi carrera ha sido bastante desigual”, confiesa Bradford.
Su última serie, Cerberus, ha sido expuesta durante todo el otoño en la sede londinense de la galería Hauser & Wirth. Lleva el nombre del perro del dios Hades, ese monstruo de tres cabezas que vigilaba las puertas del infierno e impedía que los muertos se escaparan. Son lienzos monumentales donde algo parecido a la silueta del área metropolitana de Los Ángeles se ve corroída por el caos y el crimen, la enfermedad y la guerra, la crisis climática y los estragos xenófobos. Así, Bradford parece insinuar que la realidad social de su país empieza a parecerse al violento inframundo descrito por la mitología griega. “En mi país todo el mundo está obsesionado con la frontera, con una supuesta invasión de inmigrantes. No tiene que ver con la realidad. Es solo una combinación de miedo irracional y propaganda”, señala Bradford.
Supone el final definitivo del mito estadounidense: el inmaculado paisaje con el que se encontraron los primeros colonos, arrasado por las epidemias contemporáneas. “Siendo afroamericano, siempre eres más consciente sobre la irrealidad de ese mito. Sabes que hay partes de ese fantasioso relato que han sido retiradas de la versión oficial. A mí me interesan esos huecos”, confirma el pintor, en pleno ciclo de reconocimiento. Bradford acaba de protagonizar la mayor exposición de su carrera en el Long Museum de Shanghái y se prepara para inaugurar otra en el Museo de Fort Worth (Texas). Su obra forma parte de las colecciones del MoMA y la Tate Modern. Además, Bradford representó a Estados Unidos en la Bienal de Venecia de 2017.
Dicen que su trabajo se ha vuelto más oscuro. En realidad, nunca fue la alegría de la huerta. “Es el mundo el que se ha vuelto más oscuro. Supongo que la gente ve ese contexto tumultuoso en mis obras con más claridad que antes”, afirma el artista. Bradford compara el tiempo presente con la década de los ochenta. “Entonces te topabas con la crisis del sida por todas las esquinas. Para mí, fue un momento de concienciación social muy fuerte. Ahora está sucediendo algo similar con toda una nueva generación”, añade el pintor.
Habiendo sufrido en sus carnes los tiempos de Reagan, Bradford ve en los Estados Unidos de Trump algo así como un remake todavía más tenebroso de la misma historia. “No puedo decir que me sorprenda lo que está pasando, porque siempre he sido muy consciente de esa realidad. Lo sorprendente fue lo rápido que se coordinaron esas fuerzas y le dieron una salida política”, precisa. “En realidad, esa violencia siempre ha estado ahí. A veces desaparece durante unos años, pero siempre termina volviendo. Lo sé porque lo he vivido respecto a mi cuerpo, mi raza y mi sexualidad”. Considera que esa fragilidad tiene un reflejo en su trabajo: “Mis obras están a cinco minutos del colapse total, intentando aguantar con dificultades a lo que parece inexorable”. Lo que no impide que figuren entre las más caras de la actualidad. En la última década, su valor en el mercado se ha disparado al mismo ritmo que su apreciación crítica. En 2018, su cuadro Helter Skelter I fue vendido por 12 millones de dólares al coleccionista Eli Broad, lo que le convirtió en el artista afroamericano más cotizado de la historia.
Bradford creció en el sur de Los Ángeles, que fue y sigue siendo un gueto afroamericano. Allí trabajó en el salón de peluquería de su madre, antes de ingresar en CalArts, la prestigiosa escuela de arte californiana, al cumplir 30 años. “Esa es mi origin story y a los medios siempre les fascina. Supongo que es porque hoy en día la mayoría de artistas son, en el mejor de los casos, de clase media…”, responde Bradford, equiparándose, con una indudable sorna, con un superhéroe de Marvel o DC. El pintor sigue vinculado al barrio donde creció: su estudio, que en otro tiempo debió de ser un hangar industrial, se encuentra en Leimert Park, donde los latinos han sustituido a la población segregada de otro tiempo.
Desde ese punto del mapa angelino, Bradford pilota la fundación Art+Practice, que tiene la misión de familiarizar a los jóvenes del barrio con el arte contemporáneo. Así intenta dar a sus futuros sucesores la oportunidad que a él nunca le concedieron. “Mi relación con el arte fue muy formal: nos llevaban en autobús a museos que parecían iglesias, donde una guía nos señalaba con el dedo cuáles eran las obras maestras. Luego volvías a casa…”, relata Bradford. “Hay que dejar de exigir a la gente que acuda a nosotros. Debemos bajar de la cima de la montaña e ir a buscar ese público. Y, sobre todo, tenemos que empezar a escuchar, en lugar de dictar y de predicar tanto”, termina el pintor.
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