El final del espectador feligrés
De sus orígenes religiosos, al arte solo le quedaba la liturgia: si un espectador se comporta bien en un museo o en un teatro no es porque le importen las obras que ve, sino porque teme ser excomulgado


Dicen las estadísticas que la mayoría de los espectadores de El irlandés la han visto a trozos, y este dato ha tenido un efecto de salida de armario. Menos mal, han pensado muchos con alivio: no soy rarito, soy un tipo normal que no puede tragarse casi cuatro horas de peli seguidas.
Los tabúes se rompen siempre por mayoría cualificada. Puede sospecharse que todo el mundo hace algo que no está bien, pero mientras una mayoría no confiese hacerlo, todos se cuidarán mucho de presumir. En el momento en que se sabe con certeza que el mal es de muchos, el consuelo de los tontos se vuelve norma y se escucha un suspiro de masas. Netflix ha acabado con el espectador respetuoso con la obra que ve.
Ese respeto, claro, se había perdido ya como consecuencia de la desacralización del arte. De sus orígenes religiosos, al arte solo le quedaba la liturgia: si un espectador se comporta bien en un museo o en un teatro no es porque le importen las obras que ve, sino porque teme ser excomulgado. No quiere pasar por un tarugo insensible. En casa, sin embargo, no hay rituales: el rezo es íntimo y cada cual trata a sus dioses como le da la gana.
Desde que empezamos a leer en silencio, allá por el siglo XVI, la literatura ha sido la menos sagrada de las artes, puesto que se disfrutaba en el dormitorio o en el sofá. Ahora le toca al cine perder su misterio y su condición de rito social para quedarse desnudo en la puritita historia. Ese es el fin del mundo que cuenta Scorsese, que sabe que los cineastas ya nunca serán sacerdotes o chamanes, sino contadores de cuentos, conversadores, amigos. Eso es mejor que ser un brujo, pero quien ha sido brujo no soporta perder sus poderes.
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