Autobiografía y neoliberalismo
Una generación de autores especialmente críticos pone en relieve el hastío y el agotamiento del capitalismo
Hasta hace muy poco, la crítica literaria de Chile veía con distancia la literatura del yo escrita por jóvenes. Parecía un ejercicio depresivo y ególatra el mirarse hacia adentro teniendo menos de 40 años. Hoy los lectores adultos van al encuentro de esos relatos, con el fin de comprender el germen del estallido social. Estas voces de la violencia contra el sí mismo son más que aburrimiento y quietud condescendiente. El grito se escucha en las calles y enciende barricadas, se enfrenta al gran padre ausente de las últimas décadas, el Estado chileno.
A los niños sin reconocimiento del progenitor se les ha catalogado popularmente como “huachos”. Palabra que proviene del quechua huak’cho y significa “animal que ha salido de su rebaño”. Este ente fuera del clan no solo es marginado de las convenciones y ritos de una o dos líneas familiares. La acepción también recae sobre aquellos que carecen de bienes. Si el campo de la ilegitimidad se amplía, Chile sería un “país huacho”, por la disparidad de derechos y la brecha económica entre los hijos predilectos del padre-Estado: millonarios, empresarios, políticos y fuerzas de orden versus el pueblo sin nombre, que accede a los despojos de la casa paterna. La antropóloga Sonia Montecinos, en su ensayo Madres y huachos. Alegorías del mestizaje chileno, da cuenta de un aglutinamiento histórico que supera lo familiar y define a una nación de parias de apellido y sangre: “Huachos porque somos huérfanos, ilegítimos, producto de un cruce de linajes y estirpes, a veces equívocos, a veces prístinos. Bastardía temida y por ello olvidada, ilegitimidad que conforma una manera de ver el mundo”.
Los “huachos” hoy deambulan por las calles pidiendo justicia y escribiendo, no contentándose con la precariedad del síndrome del niño bueno, quebrando la cordialidad con el Estado progenitor y la filiación de la patria. Hoy se asume como un ser sin privilegios que necesita de la comunidad para sobrevivir. Este cambio de paradigma se ha reflejado en la literatura de la última década, con autores jóvenes paseantes, marginados u observadores que se han adelantado a la crisis. Sus imágenes son breves diagnósticos sobre aquello no visto por la masa.
Esta generación especialmente crítica construye un sistema dinámico al escribir textos fragmentarios, experimentales e inclasificables desde el punto de vista del género literario. Hay novelas que parecen poemas, libros de poesía que son libretas de apuntes, retazos de sueños, recuerdos difusos de una infancia silenciosa. Los nuevos autores ponen en relieve el hastío y el agotamiento del capitalismo, focalizando con lupa los colores y matices de la pobreza material y espiritual. Las voces callejeras, los inmigrantes y el precario sistema artístico son destellos de resistencia al crujido de la incertidumbre. El aislamiento geográfico, la banalidad del consumo, el acceso desmedido a la pornografía del cuerpo, pero también al hiperdetalle social, son los ejes de esta nueva escritura.
Ricardo Vivallo (Santiago de Chile, 1984) narra en Cuadernos de Guayaquil (editorial Saposcat, 2017): “Seis de la tarde. Éxodo de oficinistas. Quioscos y negocios cerrados. Los vendedores ambulantes recogen su mercadería y se la echan al hombro, como beduinos. Consignas anarquistas en los muros de la iglesia de San Francisco. Un esténcil con la cara de Allende (…). Una muchacha negra fríe sopaipillas que atraviesa con un fierro largo, como un estoque. Un hombre descalzo, envuelto en una frazada, pide plata con un vaso de McDonald’s en la mano. No sabe qué hacer, adónde ir. ¿Aprovechar de dar un paseo por la ciudad desierta? ¿Buscar un bar y sentarse a mirar por la ventana? ¿Con la secreta esperanza de participar en algún tipo de desorden?”.
Si en Vivallo se manifiesta el hastío y la despersonalización, en Juan Carreño (Rancagua, 1986) se da un viaje mítico de autodidacta callejero, recogiendo electrodomésticos e historias para rescatar de la basura y el olvido. En su libro Ir a la trinchera (editorial Ajiaco, 2015) asistimos a una crónica a modo de manifiesto: “Nosotros manejamos el hielo del gas freón, somos los técnicos del frío, nos educamos en colegios técnicos y trabajamos en nuestra propia casa, arreglamos lavadoras y refrigeradores, si los suegros dan la mano, instalamos una mediagua del Hogar de Cristo como segundo piso, ampliamos el departamento como palafito en el block de arriba con vigas de fierro al suelo, cielos falsos, pisos flotantes y la persistencia de la baldosa, picada como dentadura, que predomina en los livings y baños. Intentamos amar”.
Parafraseando a Michael Holroyd en Cómo se escribe una vida, las existencias de los escritores y artistas que pasan a ser sujetos de una biografía corren el riesgo de extinguirse por su cercanía con la muerte. En estos autores, la extinción es parte del juego, asumiendo costes altísimos con la habilidad necesaria.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.