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Columna
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La visita de los libros

Gracias al Círculo de Lectores accedimos a la literatura quienes vivíamos lejos de los circuitos principales de difusión

Antonio Muñoz Molina
Tomos de Obras Completas de Círculo de Lectores.
Tomos de Obras Completas de Círculo de Lectores.

Si la Biblioteca Nacional preserva el fondo del Círculo de Lectores, estará salvando el equivalente de un sistema ecológico completo, asombroso en su variedad y en su riqueza, difícil de imaginar en el futuro si se consintiera su desaparición. Lo que hizo el Círculo de Lectores por la cultura literaria en España solo pueden —podemos— atestiguarlo los que gracias a su existencia tuvimos acceso por primera vez al panorama de la literatura universal, en una época en la que las bibliotecas públicas eran mucho más escasas que ahora y en la que no abundaban las librerías fuera de las ciudades importantes.

El Círculo revelaba su origen alemán en la belleza austera de las tipografías y en la solidez de las encuadernaciones, y sin duda también en la ambición de un catálogo que se extendía lo mismo a las obras maestras de gran envergadura que al teatro de vanguardia o que a la ficción reciente más aventurada. Cuando se habla del impacto de los escritores latinoamericanos sobre la literatura española suele olvidarse que la mayoría de nosotros los descubrimos en las ediciones del Círculo, que eran las únicas que podían llegar a lugares muy apartados de los circuitos principales de difusión. Yo aún conservo el primer ejemplar que leí de Cien años de soledad, con mi firma adolescente de 1970, gastado por el paso del tiempo y por las muchas lecturas, pero todavía intacto, bien encuadernado, con un papel que no amarillea. Fue en ediciones del Círculo, en una colección de narrativa con portadas de siluetas negras sobre fondo blanco, donde leí por primera vez La casa verde y La ciudad y los perros, y donde descubrí, por pura casualidad, porque no tenía a nadie que me aconsejara en mis elecciones lectoras, la novela contemporánea española que tuvo una influencia mayor sobre mí, Últimas tardes con Teresa, en la que al atractivo de lo literario se sumaba vagamente el de lo pecaminoso.

Sobre el Círculo era fácil tener opiniones condescendientes porque publicaba mucha literatura de consumo. En los muebles oscuros de comedor de la clase media española recién emergida estaban muchas veces los lomos inconfundibles de novelones de gran éxito amplificado por el cine, muchos de ellos narraciones históricas de más ambición y rigor de lo que entonces les parecía a los desdeñosos y mucho mejor escritas que las triunfales de ahora. No había quien no leyera Sinuhé el egipcio o Las sandalias del pescador, o aquella otra novela sobre la conquista que fue muy popular, y de la que yo tengo un recuerdo vago pero favorable, El dios de la lluvia llora sobre México, de László Passuth. Eran años de best sellers masivos y olvidados, como Papillon o como la trilogía de la Guerra Civil de José María Gironella, que vendía centenares de miles de ejemplares y murió en la oscuridad y la pobreza. También fue por entonces cuando apareció en el Círculo El Padrino, de Mario Puzo, antes de que llegara la película. Leíamos la novela tan apasionadamente que no nos dábamos cuenta de lo buena que era.

Yo lo leía todo, lo bueno y lo malo, lo que me parecía que iba a contener pasajes eróticos y lo que despertaba en mí el instinto descubridor de la vocación. El hombre del Círculo —después lo llamaron solo Círculo, por la manía publicitaria de suprimir el artículo— llegaba a casa cada tres meses con su revista bajo el brazo y traía consigo como un fantástico buhonero todas las posibilidades de la lectura. Personas que nunca iban a entrar en una librería, o que no tenían una cerca, compraban y leían libros de cuya existencia no se habrían enterado sin la labor un poco misional de aquellos vendedores. Los precios eran excelentes. Los pagos, a plazos. La revista alimentaba en mí una glotonería lectora que mis medios tan escasos nunca iban a permitirme satisfacer. No recuerdo si eran dos o tres el mínimo de los libros que podían comprarse al trimestre. Me gustaba hasta el brillo de las sobrecubiertas de plástico. La revista en sí misma ya era una alegría, con sus páginas satinadas y sus fotos en color de cubiertas tentadoras y de escritores, todos los cuales, muertos o vivos, me parecían legendarios. Cómo si no a través del Círculo habría podido yo comprar en Úbeda, a principios de los años setenta, La metamorfosis o Esperando a Godot, y solo un poco después, según avanzaban mis gustos, un tomo con la prosa completa de Borges y otro, más delgado pero no menos decisivo en mi vida, con los cuentos de Juan Carlos Onetti.

En los años finales de la dictadura, el catálogo y la accesibilidad del Círculo de Lectores anticipaban la amplitud de horizontes imaginativos que iba a estallar más tarde con la llegada de la libertad. Antes de conseguir el derecho al voto ya ejercíamos el derecho al libre albedrío lector con aquellos libros. En la biblioteca municipal de mi ciudad las obras de Lorca estaban custodiadas bajo llave por un bibliotecario menos dedicado a difundirlas que a ocultar su existencia. La edición de obras completas de Aguilar tenía un precio prohibitivo. El Círcu­lo había publicado una selección muy bien escogida del teatro y de los poemas, y fue en ella en la que yo me sumergí con una exaltación que casi nunca había conocido antes. En una antología titulada, no sin exageración, Los 25.000 mejores versos de la lengua española, leí por primera vez a Pablo Neruda, a Miguel Hernández, a Blas de Otero, a César Vallejo. Igual que a la mía, todos esos libros llegaban a casas en las que nunca había habido una biblioteca. Estoy seguro de que su efecto invisible y plural sembró en parte la gran expansión lectora de los años ochenta.

Corrientes sociales y culturales tan poderosas como las que levantaron a tanta altura el Círculo de Lectores en aquellos años provocaron luego su lenta decadencia, su eclipse final. Ahora los libros son mucho más accesibles, aunque también me temo que más irrelevantes. La ampliación del público lector en España, a la que el Círculo contribuyó tanto, resultó ser menos duradera o sólida de lo que parecía. Salvo periodos muy breves en los años treinta y en los ochenta, la educación y la cultura nunca han sido prioridades políticas en España. Preservado y dignamente expuesto a ser posible en la Biblioteca Nacional, el patrimonio del Círculo de Lectores será un ejemplo de lo que puede hacerse bien en la difusión generosa de la literatura.

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