El espíritu de Julio Verne sigue atrapado en Nantes
La pequeña megalópolis en la que nació y creció el autor de ‘Viaje al centro de la Tierra’ no es solo la sede del mayor festival de ciencia ficción europeo sino que va poblándose poco a poco de animales mecánicos en homenaje a su hijo pródigo
Nantes es una pequeña megalópolis atravesada por cinco ríos —el más famoso de todos, el caudaloso Loira— no tan conocida en todo el mundo como debería por ser el lugar en el que nació el escritor que inventó la novela de aventuras fantástica: Jules Verne. La guía que atiende su diminuto museo, la casa de tres plantas con vistas al Loira en la que creció el escritor, situada en una colina, en el número 3 de la rue de l'Hermitage, les cuenta en francés a un grupo de coreanos que viajan con su propia intérprete que Jules —al que en España tendemos a llamar Julio— era un maniático de lo numérico. Que no tenía suficiente con escribir a todas horas —logró completar 60 Viajes Extraordinarios, 60 novelas, en 42 años— sino que jugaba a contar palabras y elaboraba extraños laberintos aritméticos, pasatiempos para su propio consumo, con cada párrafo que escribía.
No hay muchos ejemplos de manuscritos originales que la guía pueda mostrar —apenas cuatro páginas descontextualizadas— y en ninguna de ellas se observa el recuento constante en el que vivía inmerso el autor, pero su obsesión lo alinea con el protagonista de la obra que inauguró su etapa cumbre —la central, y la previa a su muerte, en la que los personajes y las tramas se complicaron y se llenaron de colores, a menudo, cenicientos, porque el mundo se estaba volviendo cada vez menos amable hasta en su pequeño microuniverso: su matrimonio fue siempre un matrimonio infeliz y la relación con su hijo Michel, albacea de sus inéditos a su muerte, publicados en una tercera y última etapa, infinitamente más oscura y desesperanzada, la conocida como etapa del desencanto—, La vuelta al mundo en 80 días. Meticuloso hasta el extremo, Phileas Fogg es una suerte de versión de ese lado frío y calculador propio.
Junto a ejemplares de la época de la gran colección ideada por Pierre-Jules Hetzel —del que se dice que rechazó la primera novela que Jules le envió por ser demasiado deprimente y, leída hoy, completamente visionaria: hablaba de una sociedad preocupada únicamente por el dinero y los faxes, antecedente prehistórico del correo electrónico que hoy puede encontrarnos en todas partes y se titulaba París en el siglo XX — hay maquetas de los aviones zepelín que volaban como pájaros ideados por el escritor y hasta del cohete con el que se viajaba a la Luna en De la Tierra a la Luna (1865) y juegos de mesa de principios del siglo XX inspirados por la mismísima Nellie Bly, la periodista que consiguió completar la vuelta al mundo en menos días que Phileas Fogg: 72. También hay una carta manuscrita por un pequeño Jules de ocho años que parece la carta de un mosquetero.
Alguna que otra copa, un sillón, un reloj de pared, y, quizá lo más valioso, lo único que, de volver de entre los muertos y poder visitar su antigua casa, haría verdadera ilusión a alguien que dedicó toda su vida a imaginar otros mundos que solo existían en su cabeza —al único lugar al que Jules Verne viajó fue a París, a estudiar Derecho, porque sus padres querían que fuese abogado y lo fue—: una carta del astronauta Frank Borman, uno de los primeros hombres que circunnavegó la Luna —en 1968, un año antes de que Neil Armstrong pusiese un pie en ella—. Va dirigida a Jean Jules-Verne, nieto del escritor, y básicamente le da las gracias, en nombre de toda la tripulación del Apolo 8, porque, sin la ficción de su abuelo, ninguno de ellos habría soñado nunca con llegar a la Luna, ¿acaso existirían siquiera los astronautas sin él?, se pregunta.
Disfrutaría también el abuelo Verne de una visita al hangar en el que no deja de crecer el proyecto artístico Les machines de l'île, una peculiar fábrica de animales mecánicos retrofuturistas —Le Grand Elephant es, como su propio nombre indica, un enorme elefante hecho de madera y hierro, de una altura de cuatro pisos, comandado por un piloto a salvo en un pequeño compartimento bajo la trompa que parece sacado de una novela steampunk, género que inventó, sin poder llegar a sospechar que estaba haciendo algo parecido, el propio Verne—, poblada por colibríes, arañas y pelícanos gigantes, algunos aún en construcción, otros ya listos para ser cabalgados y hasta accionados por todo aquel que eche de menos el espíritu Verne y quiera, no solo imaginar, sino, vivir, por un rato, en la clase de mundo fantástico que empezó a existir en sus libros. Su presencia en expansión es quizá la mejor manera de recordarle a los casi un millón de habitantes de la, por otro lado, gris ciudad industrial, que el mundo sueña, en parte, gracias a ella.
El traslado a Nantes, en el año 2000, del también gigante Utopiales, el titánico festival internacional de ciencia ficción —el más importante de cuantos se celebran en Europa y el segundo más importante del mundo, después de la Comic Con de San Diego—, procedente de Poitiers, también apunta en ese sentido. La intención, parece, es la de capitalizar, por fin, la figura de su hijo pródigo al que, tal vez, en otro tiempo, y un tiempo más cercano al presente de lo que creemos, se miró por encima del hombro, por practicar un género que nunca, en realidad, fue menor. El creciente éxito del festival —que celebró este fin de semana su 20 edición, a la que asistieron más de 100.000 personas, un 10% más que el año pasado— demuestra, en cualquier caso, que esos tiempos son, afortunadamente, historia, porque no existen en el mundo suficientes viejas casas en la colina para exponer la de cartas que, como la de Frank Borman, le remitiría, sin descanso, el mundo.
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