Britten-Shostakóvich: sinfonías para cruzar el telón de acero
Escucha las músicas que forjaron la amistad de ambos compositores en plena Guerra Fría
No caben dudas sobre cuál fue el Día D: el 21 de septiembre de 1960. Fue entonces, en el Royal Festival Hall de Londres, cuando, “en presencia de Dmitri Shostakóvich” —como dejaba constancia expresa la portada del programa de mano—, se produjo el estreno británico de su Concierto para violonchelo número 1, con la Orquesta Filarmónica de Leningrado dirigida por Yevgueni Mravinski y Mstislav Rostropóvich como solista. Antes se tocó la Guía de orquesta para jóvenes, de Benjamin Britten, y alguien decidió, con buen criterio, sentar juntos a ambos compositores. Aunque ambos sabían de la producción musical del otro desde hacía años, era la primera vez que coincidían y el soviético contó luego que el frenesí de su colega inglés era tal ante la extraordinaria manera de tocar del joven Rostropóvich que no cesó de propinarle codazos cómplices de entusiasmo, a tal punto que le dejaron magullada la zona del cuerpo en que impactaban.
La simpatía inmediata surgida en aquel primer encuentro devendría en una larga amistad a tres bandas que solo podrían romper las muertes muy próximas de Shostakóvich (1975) y Britten (1976), aunque Rostropóvich siguió uniendo simbólicamente siempre que pudo, ya in absentia, los nombres de ambos. La Guerra Fría no facilitaba, sin embargo, que florecieran amistades entre uno y otro lado del telón de acero. Los músicos soviéticos tenían rígidamente controladas las salidas al extranjero, cuando se producían eran vigilados estrechamente y, en este caso concreto, existía otra barrera añadida: el idioma. Britten no hablaba ruso y sus nuevos amigos tampoco eran capaces de expresarse en inglés. Aún en 1965, tras unas vacaciones que Britten y su pareja, el tenor Peter Pears, pasaron en agosto en Armenia con Rostropóvich y su mujer, la soprano Galina Vishnévskaya, Pears escribió en su diario que él y Britten se habían sentido felices durante “cada minuto” de su estancia “a pesar de todas las dificultades con el idioma”. Antes habían sido ellos sus anfitriones en el Festival de Aldeburgh, donde Rostropóvich estrenó en 1961 la primera de las cinco composiciones que Britten escribiría por y para él, la Sonata para violonchelo y piano. Y fue allí donde bautizaron jocosamente el alemán macarrónico y humorístico que les servía para semientenderse como el “Aldeburgh Deutsch”.
Britten y Shostakóvich acabaron con el “corazón cansado”, como “el solitario en otoño” de 'La canción de la tierra', de Mahler
Seis décadas después de aquel encuentro providencial, Snape Maltings, el complejo artístico y cultural que sirve de principal sede del Festival de Aldeburgh desde 1967 y que se fusionará dentro de unos meses con la Fundación Britten-Pears, acaba de organizar un intenso fin de semana en el que cuatro conciertos y una “tarde de estudio” han mostrado de forma comprimida las múltiples ramificaciones de aquella amistad: Britten dedicó, por ejemplo, a Shostakóvich en 1968 El hijo pródigo, una parábola sacra inspirada por la contemplación del cuadro de Rembrandt El regreso del hijo pródigo en el Museo del Ermitage durante un viaje a Leningrado. Y el ruso haría lo propio el año siguiente con su Sinfonía número 14, que pone música a 11 poemas relacionados con la muerte, los dos primeros de Federico García Lorca, y cuyo estreno británico fue dirigido por Britten en 1970. Otro de los visitantes asiduos de Aldeburgh en los años sesenta y setenta fue el pianista Sviatoslav Richter, que también tocó frecuentemente a cuatro manos con el autor de Peter Grimes.
De esas cinco composiciones que escribió el inglés para Rostropóvich, el violonchelista Alban Gerhardt tocó el pasado fin de semana en Snape Maltings, además de la ya citada Sonata para violonchelo y piano, la primera y la tercera de las Suites para violonchelo solo y la mucho más infrecuente Sinfonía para violonchelo y orquesta, que compositor y dedicatario estrenaron en Moscú en 1964. Gerhardt no solo fue un extraordinario intérprete de todas ellas, sino que, además, las tocó —se trata de obras largas, complejas y en absoluto fáciles— de memoria, lo que dice mucho de su implicación con esta música. Y emular a Mstislav Rostropóvich, que flotaba por la mente y la memoria de todos los presentes, no es empresa fácil. El primer concierto orquestal se abrió, además, con una rareza: Russian Funeral, para metal y percusión, una de las tres marchas fúnebres que el pacifista e izquierdista Britten compuso entre 1936 y 1939 inspirado por nuestra Guerra Civil.
Otro fruto memorable de la rusificación de Britten fue la composición, en esas mismas vacaciones armenias de 1965, de un soberbio ciclo de canciones sobre poemas de Pushkin, Eco del poeta, y el relevo de Vishnévskaya en Snape Maltings acaba de tomarlo Julia Sitkovetsky (último eslabón de una ilustrísima saga de músicos rusos) junto al veterano pianista Roger Vignoles, que diseñó dos recitales de tiralíneas en los que convivieron obras para violonchelo y piezas vocales de los dos amigos, con apoyo contextual de canciones de Rachmaninov y Prokófiev (sus emocionantes Cinco poemas de Anna Ajmátova). Sitkovetsky es una cantante con una tesitura casi desmesurada (tres octavas) y la voz conserva su calidad y su personalidad en todas ellas. Idénticos intérpretes ofrecieron algunas de estas obras hace pocos meses en la Fundación Juan March y su interpretación ha mejorado desde entonces, porque Sitkovetsky es una cantante en meteórica progresión ascendente. Vignoles, por su parte, jamás defrauda.
El sábado por la tarde, tres especialistas que han escrito libros de referencia sobre el tema arrojaron mucha luz sobre esta serie de carambolas amistosas: Cameron Pyke (Benjamin Britten and Russia), todo modestia, ha rastreado archivos y cartas para completar el puzle; Elizabeth Wilson (Shostakovich. A Life Remembered), todo elocuencia, conoció y vivió los hechos en primera persona, y Stephen Johnson (How Shostakovich Changed my Mind), todo franqueza, habló del poder terapéutico de la música de Shostakóvich para tratar sus propios problemas psíquicos. Los tres son lecturas más que recomendables y ninguno de los libros, por supuesto, se ha traducido aún en España.
Ya el domingo, el último concierto, como no podía ser de otra manera, fue una reproducción exacta del que se había celebrado en Londres en 1960: el origen de todo. La jovencísima violonchelista Laura van der Heijden (británica a pesar del apellido) fue la mejor sorpresa de esta clausura, dirigida, como el día anterior, con enorme oficio y musicalidad por Jac van Steen a la Orquesta Nacional de la BBC de Gales. Antes de la Sinfonía número 3 de Rachmaninov volvieron a sonar las músicas de Britten y Shostakóvich que propiciaron aquella amistad férrea, generosa y desinteresada, lejos de las cámaras (no hay una sola fotografía privada de ambos), que nada ni nadie lograrían quebrar. Los dos acabarían padeciendo, casi en paralelo, graves afecciones cardiacas que marcaron decisivamente sus últimos años de vida, como creadores y como seres humanos. Su último encuentro fue en Aldeburgh, en la Red House, mientras Britten componía premonitoriamente su ópera Muerte en Venecia. Ambos concluyeron sus días, como “el solitario en otoño” de La canción de la tierra, de su admiradísimo Gustav Mahler —una pasión compartida—, con el “corazón cansado”. Pero, antes, tuvieron tiempo para disfrutar del regalo mutuo e invaluable de la amistad.
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