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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Más allá de las escuelas

Santos Juliá no perteneció a escuela historiográfica alguna, mucho menos a una clientela universitaria al uso

Javier Moreno Luzón
Los historiadores Santos Juliá (izquierda) y José María Jover, en un encuentro en Madrid en 1998.
Los historiadores Santos Juliá (izquierda) y José María Jover, en un encuentro en Madrid en 1998.LUIS MAGAN

Santos Juliá fue un historiador singular. Llegó tarde al oficio, después de acumular experiencias muy diversas y de adentrarse en la sociología, y siempre sostuvo puntos de vista originales sobre los asuntos que estudiaba. No perteneció a escuela historiográfica alguna, mucho menos a una clientela universitaria al uso. Sus trabajos se enraizaban en una lectura seria de los clásicos, de Karl Marx a Max Weber, una lectura nada dogmática, que huía del determinismo, esa losa que aplasta las interpretaciones históricas, antes socioeconómico y ahora cultural. A su juicio, era inútil buscar un sentido necesario en el discurrir histórico, o una causa última a todos los fenómenos, pues sólo cabían explicaciones multicausales en las que, al modo weberiano, representaban un papel protagonista los sujetos, individuales y colectivos, y el significado que ellos mismos daban a sus acciones.

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Ninguno de los temas que trató salió indemne de su escrutinio, porque su mirada renovaba de un golpe las tesis vigentes. Cultivó una historia política de amplísimo alcance, en la que cabían tanto el análisis de las clases sociales y de sus organizaciones como el retrato biográfico de los personajes clave en la crisis española del siglo XX, del complejo mundo socialista a Manuel Azaña.

Le atrajeron en especial los discursos de los intelectuales, que le ayudaron a entender la ciudad de Madrid, los proyectos políticos de diversos periodos o el advenimiento de la Segunda República, en 1931, al que dedicó páginas inolvidables. A contracorriente, desmintió con argumentos y pruebas tópicos tales como la inevitabilidad de la Guerra Civil o el supuesto pacto del olvido en la Transición. En sus últimos textos se interesó más aún por el lenguaje y reflexionó, de una u otra manera, sobre el rumbo seguido por su propia generación, la de aquellos españoles nacidos durante la contienda o en la inmediata posguerra que fueron capaces de hablar de reconciliación y de confluir tras la dictadura en una joven democracia.

Historiador procedente de las ciencias sociales y hombre ajeno a las facciones académicas, fue sin embargo un firme defensor del oficio, del valor de sus herramientas y de sus conclusiones. Eso le costó duras polémicas con colegas militantes o con quienes se empeñaban en derribar las fronteras entre historia y memoria. Ser historiador implicaba, para Santos Juliá, tratar de comprender el pasado a partir de los vestigios disponibles, no convertirse en abanderado de sus causas perdidas.

El conocimiento que respaldaba cada una de sus opiniones, sumado a la brillantez de un lenguaje preciso y fluido, le otorgaba una autoridad poco frecuente entre los investigadores, que trasladaba sin esfuerzo a sus comentarios habituales sobre la vida política. Resulta desolador pensar que se ha ido, que ya no podremos preguntarle qué opina de esta cuestión o de aquel libro. Sólo nos queda pensar, cada vez que afrontemos esas dificultades que a menudo asaltan a los historiadores, qué habría hecho él en nuestro lugar.

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