Jesse Pinkman
¿Hacía falta, en nombre del mercado, estirar un chicle que ha perdido su sabor primitivo con la película 'El Camino'?
Walter White tenía el valor de confesarse a sí mismo lo inconfesable cuando, sabiendo que su acceso al otro barrio es inminente, afirmaba en el capitulo final: "Lo hice por mí". Se acabaron las comprensibles excusas de su cáncer, la parálisis cerebral de su primogénito, el bebé, su esposa. Se asegura de que la familia quede colocada, perpetra la matanza de los villanos, libera al enjaulado y devastado Jesse Pinkman y... ahora todo se acabó. Breaking Bad tenía un desenlace a la altura de una serie tan original como tortuosa, destinada al clasicismo.
Vince Gilligan, el showrunner que inventó todo esto, quiso prolongar el éxito hablándonos de la juventud de Saul Goodman (nacido como Jimmy McGill) en la serie Better Call Saul. En vano. Era premiosa hasta la exasperación, pretenciosa, psicologista. Y ahora, Netflix le ha producido la película El Camino, secuela de Breaking Bad, en la que narra lo que ocurrió con el atormentado Jesse Pinkman en su huida del horror y de su sentimiento de culpa, la supervivencia del náufrago.
Y me pregunto: ¿hacía falta, en nombre del mercado, estirar un chicle que ha perdido su sabor primitivo? Bueno, a eso se dedica exclusivamente el lamentable Hollywood actual con los vacíos superhéroes, el repetitivo cine de animación, el protagonismo absoluto de los efectos especiales. En El Camino reconoces el estilo y las obsesiones de Gilligan, hay reapariciones venturosas como la del profesional Mike, el killer infantiloide Todd, el misterioso señor que proporciona una nueva identidad y un refugio duradero, pero otras situaciones y personajes las veo y escucho con indiferencia. Miedo me da constatar lo que habrán hecho con Deadwood, una serie que amo, al alargarla en película.
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