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Y nunca estuvo triste una mañana

Marino Ibáñez es centenario desde el 4 de septiembre. La música, los libros y la prensa marcan su vida

Marino Ibáñez en su habitación del hospital Valvanera de Logroño.
Marino Ibáñez en su habitación del hospital Valvanera de Logroño.L. Rico
Juan Cruz

Tiene cien años desde el 4 de septiembre. Vivió su infancia en un asilo. Cuando tenía siete le amputaron una pierna (por un accidente). Perdió su primer amor (“por ser pobre y por ser un sastre de tercera”). Fue a Las Gaunas a ver a Zamora, “con su gorrilla, su rodillera; la guerra lo perjudicó”. Es viudo de una mujer de la que todavía habla como si fuera su novia. Lector de libros y de prensa. Puede aplicársele lo que Hemingway dijo de un personaje: “Conoció la angustia y el dolor pero nunca estuvo triste una mañana”.

Es Moisés Marino Ibáñez Romero. A su alrededor, en el hospital Valvanera de Logroño donde cuidan su pierna desde hace tres meses, están los regalos que recibió cuando alcanzó la edad que celebra. Ahí está la foto plastificada de su mujer, una orquídea, la lupa enorme con la que lee los periódicos y los libros... Amigos (Carmen Montoiro, que trabaja en el hospital y que lo cuida con esmero devoto, y Luis Gil, que lo acaba de conocer) dedican horas a acompañarle. Su hijo Fidelio (que se llama así por Beethoven) contribuye a que la suya no sea la soledad del centenario. Nunca estará solo: “¡Tengo los libros, la música, los periódicos! ¡Y estos amigos!”.

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Marino es de la estirpe riojana (y republicana) de Rafael Azcona, cuyo padre también fue sastre. Conoció a María Lejárraga, escritora maltratada por la historia de la literatura. De Pérez Galdós y de doña Emilia Pardo Bazán habla como si los tuviera cerca. Trajo en el franquismo cine europeo a Logroño. Tiene en su casa “todos los números de La Sonrisa Vertical, colección erótica de la que solo abomina de un título, el de Klaus Kinski (“¡cómo se puede jactar de un incesto!”). El cipote de Archidona, de Cela, que está en la serie, le da materia de crítica y regocijo. Las tragedias de Shakespeare y don Benito (“¡era mucho!”) están en lo alto de sus preferencias literarias.

Pero en su biblioteca el Quijote es el que se lleva todas sus interjecciones. “Entraña una buenísima literatura y muchas enseñanzas, como que no hace falta ser grande para ser feliz. Don Quijote no quería sino tener un caballo y hacer el bien”.

—¿Y usted qué ha querido?

—Vivir modestamente. Tener una compañera. Y la tuve. Una muchachita a la que yo llevaba diez años y fue mi felicidad. La sigo teniendo como novia y esposa. No he tenido ambiciones: soy mediocre de talento, en decisiones y en todo. Por eso me he refugiado en mí mismo, en mis libros y en la música sinfónica. Yo fui habitante de un maravilloso asilo de Logroño que acogía a los pobres de toda la provincia y les daban una buena vida, ropa limpia, comida y buena cama.

—A usted también lo acogieron, y era un niño.

—Era el hijo del jardinero. Allí se criaron sus nueve hijos. Yo, con mi pata coja, apenas salía de ese asilo. Cuando murió Franco, que tardó lo suyo, ese asilo se deshizo.

Los libros son mejores que la vida. “Ahora en el mundo está jorobado todo Cristo”. Y a España “la veo un poco triste”. Como lector de periódicos (de este en particular), tiene este aviso: “Un periodista debe ser impertérrito, derecho, sencillo, que haga las cosas bien hechas”.

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