Adiós a ‘Orange is the new black’, la serie que cambió el mundo desde la cárcel
El drama que hace seis años descubrió el potencial de 'streaming' se despide con una última temporada que se estrena hoy
Cuando, hace años, la productora de televisión Jenji Kohan se topó con un libro sobre una chica de Boston que había pasado un año en la cárcel —por haber blanqueado dinero para un negocio de su novia— , y decidió adaptarlo a televisión, no podía imaginar hasta qué punto iba a cambiar (para siempre, y para bien) la historia del medio.
O tal vez sí. Orange is the new black era la primera serie que se estrenaba al completo, es decir, los capítulos debían enganchar tanto que el espectador debía querer consumirlos uno tras otro, en un maratón de 13 horas que, por entonces, parecía marciano. En un primer momento, se explotó la vertiente cómica del asunto –era divertido ver a una chica pija de Brooklyn entrar en una cárcel de mujeres masificada y tener que hacerse, el primer día, unas chanclas con compresas –, pero Kohan siempre tuvo claro que tenía en sus manos un arma. Y que iba a usarla.
Curtida en las salas de guionistas de El príncipe de Bel-Air y Friends, Kohan acababa de despedirse de Weeds, y aterrizaba en la entonces (2013) aún poco conocida Netflix –la única plataforma que le compró el show– con el libro de Kerman. Era una historia de mujeres en las que, por una vez, las mujeres iban a ser de todas partes, tamaños y tipos. Un “auténtico caballo de Troya” que pensaba reconstruir desde dentro el concepto mismo del personaje femenino en televisión y, al hacerlo, permitir a sus espectadoras sentirse por una vez representadas. Quería hacer justicia con los cientos de tipos de mujeres que Hollywood había ignorado, mujeres pobres, gais, víctimas de enfermedades mentales, mayores, inmigrantes, de color, transexuales.
Pensemos en lo que ocurría en 2013. Era el año de Mad Men y Breaking Bad. De Juego de Tronos y House of Cards. Aquí, la historia de amor –casi todas ellas– era una historia de amor entre mujeres –y qué historia, lo que ocurre entre Piper (Taylor Schilling) y Alex (Laura Prepon) en las seis primeras temporadas es casi una obra de arte, una oda al amor del que nada tiene más que ese amor –. Y el sistema social que se daba en el microcosmos de la prisión era uno que imitaba al macrocosmos de lo real pero que, otra vez, estaba íntegramente formado por mujeres, explorando así infinitas posibilidades narrativas que hasta la fecha permanecían inéditas.
Ahí están, por ejemplo, la amistad maternal que se da entre Red (Kate Mulgrew) y Nicky (Natasha Lyonne), la amistad fraternal que provocó el asfixiante motín de la quinta temporada (todo un tour de force estilístico que funciona como un angustioso experimento para el espectador) entre Taystee (Danielle Brooks) y Poussey (Samira Wiley), pero también el odio a muerte que se genera entre Maria Ruiz (Jessica Pimentel) y Gloria Mendoza (Selenis Leyva) es portentoso y a la vez comprensible en un sistema en el que si no devoras, te devoran. El odio está por todas partes, y casi siempre, como en la sociedad de la que han sido apartadas, tiene que ver con el lugar del que cada una procede. El racismo sistémico es uno de los villanos a los que se enfrentan, una y otra vez, los personajes, sin llegar a derrotarlo jamás, aunque extinguiéndolo por momentos, como se extinguiría a ratos un fuego que jamás dejará de arder.
Sus más de 105 millones de espectadores –eso dice Netflix– han visto, en estos seis años, cómo una comedia por momentos desternillante viraba hacia la cada vez más dura y explícita denuncia social, cebándose a conciencia con el sistema de prisiones norteamericano en particular y, por extensión, con un neoliberalismo que olvida lo fácil que es convertir a una persona en un número que colocar en una litera cada vez más pequeña, un número al que alimentar con comida que nadie cocina, un número que tal vez ya nunca sea nada más que un número. Y aquí se diría que Orange is the New Black ha llevado al espectador cada vez más lejos en su deseo de transformar esos números, a base de toma de conciencia, en personas de carne y hueso, a menudo, con todos sus horripilantes defectos, encantadoras (pensemos, por ejemplo, en Amanda Fuller, la Badison de la sexta temporada, la loserque nunca quiso ser loser).
La cárcel de Litchfield cerrará sus puertas en breve – mañana se estrenan los 13 últimos capítulos en Movistar +, en los que Piper volverá a ser libre y a toparse con el, a buen seguro, desagrable mundo exterior, tanto o más contaminado por el odio como el que deja dentro – pero sus internas van a quedarse con nosotros para siempre. Y no solo figuradamente. Ya están por todas partes. Natasha Lyonne es la protagonista (y flamante directora y autora) de uno de los hits del año, Muñeca rusa. Samira Wiley es la Moira de El cuento de la criada. Uzo Aduba (a la que el personaje de Suzie le ha valido ya dos Emmys) está a punto de estrenar una serie en FX. Dascha Polanco (Daya Diaz) es una de las estrellas de Así nos ven. La nominación al Tony de Danielle Brooks (Taystee) la llevó a protagonizar el musical de El color púrpura en Broadway. Y es que, además, Orange ha sido una cantera. Por su su desafío al sistema (desde el propio sistema), esta semana, Judy Berman, en Time, la consideraba la serie de la década. Y no podemos estar más de acuerdo.
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