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Vivian Gornick y Jeanette Winterson: aguafiestas

Las dos autoras protagonizan la segunda entrega de esta sección mensual dedicada a escritoras singulares (y plurales)

Ilustración de Luis Paadin

Supongamos que a la escritora Elizabeth Costello le saliera preguntarse qué sentido tiene la lectura cuando una no espera gran cosa de la civilización. La respuesta es muy sencilla: ninguno. E imagino que éste sería su punto de partida, desde donde empezaría a hablar. Es decir, alejada del cliché de quienes recurren a los libros como vía de escape porque su presente les defrauda. Insistiría en que no hay nada menos parecido a la resignación que un lector atento. Otra cosa es Emma Bovary cuya dependencia acabó anulándola como persona y, por supuesto, como lectora, así que hablar de ella es hablar de una adicción, con todas las distorsiones que conlleva. No en vano, madame Bovary se chutaba folletines, no grandes clásicos, y no porque le entrasen con suma facilidad, que también, sino porque era lo que tenía al alcance. Las elecciones del adicto suelen hacerse en función de este criterio que además de limitado tiende a ser frustrante. Quizás, por eso, Elizabeth Costello se interesara antes por otras figuras como la de Molly Bloom. O al menos eso nos vendió J. M. Coetzee, al inventarse a esta autora y darle voz en un gran libro que se estructura en varias conferencias en las que habla del realismo, la responsabilidad de los poetas y nuestra relación con los animales, lo que a su vez me hizo pensar en qué diría este personaje sobre las memorias de Vivian Gornick y Jeanette Winterson. Sobre todo al comprobar lo mal que se llevaron con sus madres en la vida real, ambas de la edad de Costello pero pésimas lectoras. Lo curioso es que nunca lo escondieron. De hecho, en Apegos feroces, la bronca más sonada tiene que ver con esto. Me refiero a cuando la señora Gornick le pregunta a su hija de qué va el libro que tiene entre las manos, a lo que ella contesta: “Es una historia comparada del concepto del amor y de su evolución en los últimos trescientos años”. Lo dice distraídamente y, en su tono, hay cierta mala baba, pues sabe que su respuesta va a irritarla. La madre, una judía del Bronx de las que se desvivió por su marido, sin relativismos ni mondongos, e hizo de su temprano luto su única seña de identidad, ¿cómo iba a quedarse callada? “Eso es ridículo. El amor es el amor. Es lo mismo en todas partes y en todas las épocas. ¿Qué hay que comparar?”. Discutiéndolo se les rompió una puerta. No menos sintomático es que, cada cierto tiempo, le exigiría a su hija que le hablara en cristiano, recriminándole que fuera de listilla pues “una nunca debe pensar que lo sabe todo”, como llegó a decirse Olive Kitteridge en la novela que lleva su mismo nombre, al robarle un zapato a su nuera y tirárselo discretamente a una papelera, en un triste Dunkin’ Donuts, gesto mezquino que hizo que yo me enamorase de ella.

Al escribir sobre su relación filial, Vivian Gornick también expuso sus miserias. Si una quiere ser un narrador fiable, no puede salvarse a sí misma

Por suerte, al escribir sobre su relación filial, Vivian Gornick también expuso sus miserias pues si una quiere ser un narrador fiable, no puede salvarse a sí misma. Lo explica en una entrevista y, efectivamente, al leer Apegos feroces da la impresión de que en todo momento se pensó en oposición a su madre, incluso provocándola. Por eso le costó tanto dejar completamente el nido. Lo intentó escribiendo y ni siquiera está claro que lo consiguiera y eso que, en su presencia, no había cosa que la señora Gornick no se tomara como un agravio. Incluido la temperatura del café: siempre podía estar más caliente. Lo que me hace pensar que en la lengua y en sus manos debía tener una sensibilidad de corcho. Hay madres así, con poco tacto, incluso a pesar de sí mismas.

Otras ya son más necias, como la que adoptó a Jeanette Winterson, quien creció en un barrio humilde de Gran Bretaña y bajo el yugo de una fanática religiosa, empeñada en convertirla en misionera de una secta evangélica. En dieciséis años ni se dignó a darle unas llaves de casa, ni le dejó invitar a nadie. Es más, en sus memorias, Winterson nos da a entender que “en medio de la malsana teología, la extravagante depresión y el rechazo a los libros, al conocimiento, a la vida”, su madre sí tuvo un momento de lucidez: se lo dio la bomba atómica. Fue verla estallar y entender que lo que mueve al mundo es la energía, no la masa. Claro que la que liberó ella entre los suyos fue bastante demoledora y valga como prueba lo que le soltó a su hija, tras obligarle a hacer las maletas por haberse enamorado de otra mujer. Le dijo: ¿Por qué ser feliz cuando se puede ser normal? Pregunta retórica y desde luego miope, considerando que quien se la hizo creía en los exorcismos, vivía con un revolver y dormía a deshoras, improvisando tartas para no tener que rozarse con su marido.

Esto le soltó a Jeanette Winterson su madre tras obligarle a hacer las maletas por haberse enamorado de otra mujer: "¿Por qué ser feliz cuando se puede ser normal?"

Miss W fue muy distinta de la señora Gornick, eso es evidente. Las separó la locura, pero su alergia a los libros no las zafó de acabar siendo pasto de la escritura y por eso ahora están en varias páginas y podemos pensarlas. Mujeres implacables que dieron vida a otras vidas para, a continuación, asomarlas a un abismo. Si en una la hecatombe ya era un hecho consumado; para la otra, siempre estuvo a la vuelta de la esquina, así que mientras la señora Gornick se aficionó a darse lástima, como una muerta en vida; Miss W se limitó a rezar a la espera del Gran Juicio, lo que a su vez me remite a Elizabeth Costello, quien ya levantó su polvareda al referirse al “problema del mal”. Aquel día llegó a insinuar que la escritura podía ser potencialmente muy peligrosa, por eso hay cosas de las que mejor no escribir o dejar fuera de escena. Se ve que entre el público hubo murmullos, pero ella no se disculpó por sus palabras. A su edad, una puede permitirse estas cosas. La cuestión es que ahora yo me la imagino hablando, no de quienes escriben sobre el mal y corren el riesgo de acabar fascinados con él, sino de quienes lo temen a diario y creen que no le deben nada a los libros. En la señora Gornick ese desinterés fue táctico pues con él se disputó la atención de su hija, para quien leer era un placer contra el que no podía competir. De ahí su empeño en devaluarlo. Por puro orgullo y porque es un acto que implica ponerse en el lugar del otro, apertura que ella jamás se concedió a sí misma. ¿Para qué? Siendo anti-lectora, se comportó como si su destino ya estuviera escrito: es eso con lo que una carga. Incluso su idea del amor tuvo que ver con esto, a juzgar por el refrán que le largó a su hija, cuando le habló de un pretendiente que había sido alcohólico: “¿Sabes lo que dicen los rusos? Si quieres montar en trineo, tienes que estar dispuesto a arrastrarlo.”

Miss W, por su parte, le puso más misterio. Se comportaba como si cada texto encerrase un sentido oculto y, su lectura, consecuencias de dimensiones bíblicas. A su hija le quemó todo los libros que llegó a esconder bajo el colchón. De los cachitos que ésta pudo rescatar del fuego nació una manera de contar que ahora se resiste a ser lineal y eso que Jeanette Winterson empezó a leer por orden alfabético, buscando alguna lógica a la que aferrarse, aunque se la marcasen las baldas de una biblioteca pública en Accrington, Inglaterra. Hacía la O, perdió el rumbo. Si quien se expone a fuerzas radioactivas tiene secuelas a largo plazo, yo las identifico en su ficción, pues muchas veces Winterson no junta las palabras. Más bien las hace estallar en torno a frases que la sujetan y le hacen de imán, pero que brillan con luz propia. Igual es porque ya no es su madre quien las custodia. Fue su venganza y también su mérito: el entender que “una vida dura exige un lenguaje duro y eso es la poesía”. En realidad no concibo otra respuesta, pues de qué otro modo se sobrevive al fin del mundo si no es encarándolo a su propia belleza. “O al menos intentándolo…” remataría Elizabeth Costello, siempre tan cascarrabias, para acto seguido recordarnos que por mucho genio que acrediten nuestras bibliotecas, éstas nunca nos protegerán de nada si dejamos que en sus estantes sólo se acumule el polvo. Es un hecho.

No se pierdan el próximo capítulo. Hablaremos de sublimar la pornografía, quemar guisos deliberadamente y crecer entre amapolas y gusanos de seda, de la mano de tres grandes escritoras: Hilda Hilst, Silvina Ocampo y Marosa di Giorgio.

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