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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Luna que se quiebra

En este año tan lunar se han publicado numerosos libros que tienen como protagonista al satélite

Manuel Rodríguez Rivero
Fotograma de 'La mujer en la Luna', de Fritz Lang.
Fotograma de 'La mujer en la Luna', de Fritz Lang.

1. Ciempiés

El título se lo debo a un verso de Noche de ronda (1935), el celebérrimo bolero de Agustín Lara (¿o quizás la letra se la escribió su hermana, María Teresa?); siempre que lo escucho interpretado por la grandísima Chavela no puedo evitar ese ciempiés que recorre mi espina dorsal, tanto estremecimiento me produce esa voz borracha que se desgarra ante la soledad abismal y la pérdida del amor (por cierto: no me voy a molestar si dejan de leer esto ahora mismo y se pasan a YouTube para escucharla; más les valdría). En todo caso, empiezo este sillón lunático con un pie en el Mar de la Tranquilidad, igual que Neil Armstrong un día como hoy hace medio siglo (nos hacemos tan viejos, que ya no nos miran ni los espejos), tal como recuerda aquel niño de Mágina que siempre estaba en la luna y protagoniza el Bildungsroman de Antonio Muñoz Molina, El viento de la Luna (Seix Barral, 2016). Durante toda la historia de la humanidad, la diosa Luna y sus numerosísimos avatares —Ishtar, Hathor, Anaitis, Artemisa, quizás María, a la que a menudo se representa con la luna en cuarto creciente a sus pies— han regulado aguas, mareas, estaciones, cosechas, fecundidades, cultos, sacrificios cruentos y no cruentos, estados de ánimo, trastornos, amores o guerras. Durante toda la historia se la ha identificado con la imaginación y la fantasía, con lo oscuro, en contraposición al Sol, principio de vida.

2. Lunáticos

Esa cualidad misteriosa y, a la vez, cercana ha estimulado buena parte de la literatura de viajes lunares desde que Luciano de Samósata, en el siglo II, utilizó la expedición al satélite para proyectar en su sátira Historia verdadera (o Relatos verídicos, en Obras, volumen I, Gredos, 1981) los vicios de su propia sociedad: el héroe viaja a la Luna en barco y allí entra en contacto con los selenitas, que están en guerra y que, por cierto, carecen de ano, no se sabe por qué. En el Renacimiento, el obispo copernicano Francis Godwin puso a un español, Domingo Gonsales, en la Luna (The Man in the Moone, 1638), a la que llega aprovechando la fuerza de unos gansos gigantes que lo transportan desde Tenerife. La Luna es espejo de nuestras ansiedades: en ella se han proyectado los defectos de nuestro mundo y también se han imaginado utopías más o menos redentoras. Trazas del personaje de Godwin se encuentran en el Cyrano de Bergerac (1657), de Edmond Rostand, y, en la centuria siguiente, en la isla volante de Laputa de Los viajes de Gulliver (1726). El XIX, el siglo en que el progreso (incluyendo su lado oscuro) se hace religión, contempla una auténtica explosión de viajes lunares, empezando por La incomparable aventura de un tal Hans Pfaal, uno de los relatos de Edgar Allan Poe que más gustaban a Baudelaire (su protagonista, “remendador de fuelles”, viaja en globo a la Luna y decide quedarse a vivir allí), y continuando con dos fecundísimos best sellers, De la Tierra a la Luna (Julio Verne, 1865) y, ya en el año que inaugura el siglo XX, Los primeros hombres en la Luna, de H. G. Wells. Ambas novelas sirvieron de base para la primera película lunática, Viaje a la Luna (1902), de Georges Méliès, que, a su vez, ha inspirado la prolífica saga de aventuras cinematográficas lunares (incluyendo La mujer en la Luna, 1929, de Fritz Lang, con guion de su mujer, la magnífica guionista Thea von Harbou, de la que se divorciaría tras encontrársela retozando en su cama con un joven periodista indio; ya ven, échenle la culpa a la Luna). Y no sigo: me dejo en el tóner la mención, siquiera genérica, de millares de películas, pinturas (y no solo románticas, como la de esa luna ausente que ilumina desde fuera la Sátira del suicidio romántico, de Alenza, 1839); me quedo sin referirme a los innumerables poemas y canciones que invocan a la Luna en todas las lenguas del planeta, representaciones religiosas, mapas, fotografías, incluso grafitis y pintadas, como esa que está recogida en la exposición The Moon Sits for Its Portrait (“La Luna posa para su retrato”), que puede verse en el Metropolitan de Nueva York (hasta el 22 de septiembre) y que grita, un poco patéticamente, “¡La Luna pertenece al pueblo!”. Y es que siempre hubo ingenuos. O lunáticos.

3. Libros

En este año tan lunar se han publicado numerosos libros que tienen como protagonista al astro cuya quietud sideral hollaron los astronautas del Apolo XI hace medio siglo. Uno de los imprescindibles es La Luna, símbolo de transformación, que Atalanta publicó, adelantándose al aniversario, a finales de 2018. Su autora, la mitóloga, folklorista y analista junguiana Jules Cashford (El mito de la diosa, en colaboración con Anne Baring, Siruela, 2005; El mito de Osiris, Atalanta, 2010), presenta un documentado y muy ilustrado recorrido por los mitos poéticos de la Luna —empezando por el de su muerte (luna nueva) y resurrección (luna llena)—, como trasunto de una historia universal de la conciencia humana. Joachim Kalka es el autor de La Luna, influjo, arte y pensamiento (Siruela), un ensayo poliédrico en el que se suceden reflexiones y notas de diverso carácter (ciencia, mito, poesía, historia, arte) sobre el astro, con el énfasis puesto en la cultura y las tradiciones centroeuropeas. Por último, la prestigiosa astrofísica Eva Villaver, que lleva años estudiando el modo en que se apagan y mueren las estrellas, propone en Las mil caras de la Luna (HarperCollins) el análisis de las realidades (su materialidad, sus características físicas) y las fantasías y leyendas (brujas, licántropos, lunáticos) que han nutrido y nutren el imaginario colectivo acerca del astro que ha presentado la misma cara a todas las generaciones que han poblado la Tierra.

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