La perturbadora delicadeza de Hervé Guibert
Una exposición muestra la obra fotográfica del transgresor autor que en los ochenta cuestionó la doble moral de la sociedad francesa frente al sida
“La fotografía es también un acto de amor”, escribía Hervé Guibert (París, 1955 - Clamart, 1991), "y como en todo acto de amor uno se descubre a sí mismo sin concesiones". "Sin piedad pero no sin amor”, como diría su viuda, el autor se apropió de los momentos más íntimos de la realidad, de los propios y de los ajenos, para expresar su arte y hacer de ello una expresión colectiva. Tras su prematura muerte a los 36 años, víctima del sida, dejó un importante legado fotográfico, del cual se puede ver una pequeña, pero evocadora, selección en la exposición organizada por la Fundación Loewe, dentro de la programación de PHotoEspaña.
Conocido sobre todo como escritor, fue también fotógrafo y cineasta. Se dio a conocer en los círculos intelectuales de París con una columna sobre fotografía que escribió para el periódico Le Monde entre 1977 y 1985. Con tan solo 22 años publicó su primer libro, La mort propagande, un perturbador autorretrato que resultará premonitorio sobre su enfermedad y su muerte. Sería el primero de una fructífera trayectoria artística que incluye algunos de los textos más crudos que se han escrito sobre los devastadores efectos del sida, en una época en la que el virus estaba considerado como un azote divino. Tristemente concluirá con La pudeur ou l’impudeur, un sobrecogedor relato fílmico de sus últimos días. “Su obra contribuiría a transformar los prejuicios que había respecto a la enfermedad y hacia sus víctimas en Francia”, destaca María Millán, comisaria de la exposición.
Al cumplir 18 años su padre le regaló una cámara Rollei 35. De los primeros retratos que tomó se encuentra uno a su madre. “Lo primero que hice fue sacar a mi padre de la habitación donde iba a tomar la foto, alejarle para que la imagen dejara de pasar a través de la que él se había creado de ella... de forma que no quedase nada más que nuestra complicidad”, escribía el autor años más tarde en L’image fantôme. La fotografía se convirtió en un diario donde anotar tomas visuales. “Quería representar físicamente sentimientos que son invisibles ante la cámara e invitar al espectador a conectar con esas imágenes reconociendo sus propios deseos. Le interesaba el efecto que podía producir la fotografía no solo en la persona retratada y en el espectador, sino también en el propio fotógrafo”, señala Millán.
La vida parecía transcurrir entre polos opuestos para Guibert. Así fue fraguando una obra entre la realidad y la fantasía; el placer y el dolor; la transgresión y el miedo; la palabra y la imagen; la posesión y la libertad; la vida y la muerte. A través de una fotografía muy intimista y poética, que tiene como protagonistas a la gente y a los objetos de su entorno, expresó sus estados de ánimo y observaciones, dando voz a los sentimientos y transformándolos en emociones colectivas.
Fue autodidacta. “Tenía un alto sentido de la estética. Era muy cuidadoso a la hora de componer y de imprimir. Jugaba mucho con los cortes de las imágenes y con las luces y las sombras, colocando a sus personajes con suma delicadeza. Aunque él no imprimía sus fotografías, era muy exigente y controlaba hasta el mínimo detalle”, explica la comisaria. Retrató a muchos personajes del mundo de la cultura, y poco a poco fue desarrollando un cuerpo fotográfico. Aun así, parecía sentirse más cómodo con la escritura. “Las palabras son bellas, las palabras son justas, las palabras son victoriosas”, escribía. “La fotografía y la escritura no eran complementarias en cuanto a su sentido artístico”, matiza la comisaria, “las utilizaba como distintas formas de expresión. Vivió fundamentalmente de la escritura. Es al final de su vida cuando empieza a divulgar más su faceta como fotógrafo”.
En 1980 publicó su segundo libro, Suzanne y Louise. Compuesto por las imágenes de sus dos tías abuelas, acompañadas por un texto escrito a mano, con tintes tan sádicos como ingenuos, nos adentra en el día a día de dos excéntricas y conmovedoras ancianas. Viven aisladas en una casa acompañadas por su perro, y solo hablan entre ellas cuando las visita su sobrino. El retrato de estas dos mujeres, a través de sus grandezas y miserias, servirá de espejo a su autor. La serie de fotografías dio pie a su primera exposición individual.
En L' image fantôme, una colección de ensayos en los que el autor profundiza tanto en el proceso artístico de la fotografía como en su propia memoria, se desmarca de las teorías defendidas un año antes por el escritor Roland Barthes en La cámara lúcida. Guibert describe su libro como “un negativo de la fotografía... [el libro] habla solo de imágenes fantasmas, de imágenes que no resultaron, o incluso de las latentes, imágenes que son íntimas hasta el punto de ser invisibles”. Así sus fotografías no se ajustan a un significado, a pesar de que en apariencia se refieran a una realidad concreta. Conoció a Cartier- Bresson, con quien realizó un viaje y de quien figura un retrato en la exposición. “Admiraba su trabajo, pero no sus teorías”, afirma Millán. “Guibert consideraba que esperar el momento decisivo era una pérdida de tiempo”.
La exposición forma parte de una trilogía comisariada por Millán, a través de la cual la Fundación Loewe se ha propuesto explorar la forma en la que los artistas han abordado cuestiones sobre la identidad y la sexualidad. Comenzó con Minor White, y el pasado año tuvo como protagonistas a Peter Hujar y David Wojnarowicz, todos ellos norteamericanos. “En esta última muestra quise centrarme en cómo se trataba el tema del sida y de la identidad sexual en Europa, en los ochenta y principios de los noventa. Conocía el trabajo de Guibert y me pareció que, aunque la forma de abordar el tema fotográficamente era distinta, compartía el mismo sentir que Hujar y Wojnarowicz”. El fotógrafo francés “vuelve a encarnar una infatigable consciencia, vulnerable a la par que resiliente, expresada en dos espectros entrelazados: la vida y la muerte. Guibert fue capaz de otorgar una duradera resonancia universal a su batalla personal”, escribe la comisaria.
La muerte está muy presente, tanto en su obra fotográfica como en la literaria. “Decía que la fotografía tiene la capacidad de embalsamar un momento de vida que se acaba porque la muerte está siempre presente”, destaca la comisaria. “Sus escritos son mucho más crudos y reivindicativos que sus imágenes”. En 1988, diagnosticado con sida, se abraza a la vida y comienza un periodo de vida muy intenso. Dos años más tarde se publica À l' ami qu en m' a pas sauvé la vi (Al amigo que no me salvó la vida). "Sí, mi novela es la historia del sida, del tiempo de la incubación, de la enfermedad y de los años ochenta... Hay en este libro una actitud agresiva, violenta, virulenta, como lo es el sida…", afirmaba el autor.
Ante la inminencia de la muerte, el narrador encuentra una excusa para hacer pública su enfermedad, así como lo que sucede en su círculo de relaciones. Pese a la utilización de nombres ficticios, no resultaba difícil identificar a su amiga la actriz Isabelle Adjani en el personaje de Marine, ni la detallada agonía del filósofo Michel Foucault (con el nombre de Muzil), fallecido en 1984, sin que se conociese su condición de seropositivo. De ahí surgió el debate del derecho a revelar secretos ajenos en nombre del arte, ante lo que el enfant terrible defendió su intención de hacer un llamamiento a reconocer a las víctimas del sida como enfermos, no como apestados, y condenar la actuación de quien, sabiéndose portador del virus, oculta a su pareja su condición. “Guibert no se convirtió en un activista hasta dos años antes de su muerte”, señala Millán. “En realidad, ya había expresado en toda su obra quien era sin necesidad de ningún activismo, pero debido al escándalo que genera la publicación toma una postura más notoria”.
Entre los protagonistas de sus fotografías se encuentran Christine, viuda del artista retratada taciturna, con la cabeza recostada en un sillón, y Thierry Jouno (pareja de Christine y padre de sus dos hijos), quien fue amante de Guibert. Formarían un trío sentimental y los tres contrajeron el VIH. De ahí que Guibert, cuya muerte parecía más inminente, pidiera a Christine matrimonio como un acto de amor hacia sus hijos, con el fin de protegerlos económicamente ante la posible desaparición de sus dos padres. Christine fue la única superviviente del trío.
Los últimos ocho meses de su vida los dedicó a la filmación, con una cámara doméstica, de su progresivo deterioro físico y moral. El rodaje de La pudeur ou l’impudeur terminó unas semanas antes de morir, pero Guibert no llegó a ver su montaje definitivo. Meses después de su muerte se estrenó el documental en la televisión francesa. Con su desaparición perpetuaba su memoria y la de otros muchos. El mal quedaba conjurado.
Hervé Guibert. Fundación Loewe. Madrid. Hasta el 30 de agosto.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.